Cuba y el daño intangible
El Dr. José Sánchez Boudy, un viejo y querido amigo, es uno de los autores cubanos más prolíficos. Me honra acompañarlo esta noche.
Esta vez presenta una antología de chistes cubanos, la mayor parte de ellos anticastristas, y decidí participar en el lanzamiento para acompañar al amigo y para hacer algunas observaciones sobre la imagen de los cubanos y de los países.
Si se observa la estructura de estos chistes se verá que la imagen del cubano suele ser la de un personaje simpático y vivo. Un poco la del criollo o la del negrito en el teatro vernáculo. El gallego tonto es siempre vencido por el criollo o el negrito listo.
Como verán, muchos de los chistes tienen su versión polaca, alemana, rusa, etcétera. Como el comunismo es una doctrina global que generó en diversos países unas terribles y parecidas consecuencias, los chistes cambian de idioma y de ambiente, pero son similares. El humor también es global.
Casi todo pueblo posee un estereotipo con el que se le caracteriza. Ya saben: los alemanes son serios y organizados, los ingleses flemáticos, los suizos eficientes, los italianos divertidos, creativos y desastrosos etcétera, etcétera.
He contado antes mi experiencia con el estereotipo cubano. Les reitero tres anécdotas inolvidables, al menos para mí.
La primera fue hace muchos años en Uruguay, en la década de los sesenta. A un senador que me presentaron durante una cena, cuando le dijeron que yo era cubano, se le iluminó el rostro y me preguntó: “¡Cubano!: ¿por qué no baila algo?”.
No me creyó cuando le dije que en Cuba mis compañeras de baile en la adolescencia habían detectado que yo tenía dos pies izquierdos.
La segunda, muy parecida, fue en Lima, en 1990, en una reunión internacional para respaldar la candidatura de Mario Vargas Llosa.
Al final de la conferencia, hubo una cena y baile. Unas bailarinas profesionales sacaron a bailar a los ponentes. Cuando había dado tres pasos la señora se me acercó y me dijo: “Usted es de la delegación polaca, ¿verdad? Usted no puede ser cubano”.
Le tercera fue tras una conferencia dada en Panamá. Después de terminar el evento, se me aproximó una dama, creo que frustrada, para decirme: “Qué sorpresa. Usted no habla como Tres Patines, sino como el Tremendo Juez”. La había defraudado.
Debo decir que La Tremenda Corte, el programa de radio de Leopoldo Fernández, es muy popular en ese país y creo que se sigue transmitiendo diariamente, como sucede en Miami desde hace más de medio siglo.
No hay duda de que el estereotipo del cubano era el de un personaje gracioso y dicharachero. Muchas veces he escuchado la frase: “nunca he conocido a un cubano pesado”. (Yo sí, pero eso ahora carece de importancia).
Lo cierto es que el estereotipo cubano en América Latina era el de Tres Patines, y en Estados Unidos el de Ricky Ricardo, el marido de Lucille Ball en la vida real y en el sitcom o comedia de situación titulado I love Lucy.
Desi Arnaz, que hacía de sí mismo en la muy exitosa serie, era un músico agradable, dicharachero y buena gente, con algo de macho latino, que debía pechar con las meteduras de pata de su simpática mujer.
Ése era, más o menos, el estereotipo del cubano antes de la revolución. Un personaje perfectamente congruente con el Bacardí, con el mambo de Pérez Prado, con las bailarinas de Tropicana, los tabacos Partagás y la playa de Varadero.
Cuba, de acuerdo con el estereotipo, era un país divertido y para divertirse, hecho de música, ron, puros, café, playas, dotado de cierta sensualidad carnal desde que en el siglo XIX, época todavía muy pacata, se esparció el rumor de que en la Isla una bellas mulatas enrollaban sobre sus muslos las hojas de tabaco.
La revolución comenzó a cambiar ese panorama. Hasta en ese aspecto, llegó el Comandante, dio un grito de austeridad y mandó parar. (Recuerdo, en el 59, cuando estos talibanes cerraron las posadas, al menos por un tiempo.).
Fidel Castro puso de moda las barbas, el desaliño revolucionario, la militarización de la Isla, el gesto hosco, los discursos de siete horas y la mirada de conmigo-no-se-juega.
Era un angry man decidido a cambiar el mundo por medio de la violencia justiciera, como había cambiado a Cuba.
Me imagino su estupor cuando visitó Washington en 1959 y un congresista, que no sabía que estaba frente a un Gengis Kan caribeño, se le quedó mirando con simpatía, y no teniendo otra cosa mejor que decirle, exclamó: “¡Oh, Fidel Castro, cha-cha-cha!”.
Pero no sólo cambió el estereotipo de los cubanos, sustituyendo a Ricky Ricardo con el Che Guevara, sino también se dedicó a destruir la imagen de sus adversarios, convirtiéndolos en mercenarios al servicio de Washington, batistianos ensangrentados, tipos avaros y explotadores que se refugiaron en Miami para rumiar su odio al pueblo cubano.
Quienes se le oponían eran anticubanos, agentes de la CIA, terroristas dedicados a mortificar al noble pueblo y, si podían, a matarlo de hambre para recuperar las propiedades justicieramente confiscadas por la revolución.
Esos malos cubanos, además, eran los responsables de haber forjado una seudorrepública corrupta y empobrecida, que existía para el placer y la explotación de los norteamericanos. La función de aquel país podrido era satisfacer la lujuria y la codicia de los vecinos.
Pero la campaña no se limitaba a desacreditar a ciertos exiliados de carne y hueso, enemigos de la revolución. Iba a más y trataba de destruir la reputación de un millón de personas: “los cubanos de Miami”.
De la misma manera que quienes querían emigrar, porque no estaban de acuerdo con el sistema, eran calificados de “escoria”, una vez que llegaban al exilio se les caracterizaba como extremistas de derecha decididos a hacerle daño a su país.
Era el “asesinato de la reputación” de cientos de miles de personas por medio de un estereotipo negativo creado por el aparato de propaganda del gobierno cubano.
No es de extrañar, pues, que en 1983 Al Pacino hiciera una excelente película con un protagonista cubano: Tony Montana.
Montana es un exiliado llegado por el Mariel, totalmente despiadado, que pasó a ocupar el lugar de Ricky Ricardo en el terreno de las percepciones norteamericanas.
A partir de Scarface, los cubanos serán percibidos de una manera torva. Ya son incalumniables: todo lo que se diga de ellos, por horrible que resulte, siempre será creído.
Observen los dos estereotipos más extendidos: Tony Montana y Che Guevara. Montana ya sabemos quién es: un endurecido traficante de cocaína.
El Che es un desaliñado guerrillero, implacable y feroz, que llega a decir que “un verdadero revolucionario debe ser una perfecta máquina de matar”.
Uno quiere labrarse a tiros un próspero destino personal sin detenerse a calibrar el daño que hace. El otro está dispuesto a asesinar a quien sea necesario, y a destruir lo que tenga que ser destruido, para construir un radiante destino colectivista e igualitario para el hipotético beneficio del conjunto de la sociedad.
Ahora tengan en cuenta una verdad de Pero Grullo: la imagen, el estereotipo de las etnias y de las naciones posee una repercusión económica muy importante.
Pensar en Suiza como una nación seria que tiene en cuenta la santidad de los contratos y el respeto a la ley ha permitido el surgimiento de un sistema bancario sólido y una moneda de refugio a la que se acude en tiempos de turbulencia.
El estereotipo de los chilenos y de Chile, en nuestros días, es el de un mundo fiable y moderno, abierto al exterior, en el que se puede invertir porque los riesgos son los del mercado, no los que agrega una élite caprichosa y tramposa.
Los países que tienen buena imagen reciben inversiones, un número mayor de turistas y jubilados, y, en general, realizan más transacciones con el resto del planeta.
Eso es tan importante que hay empresas dedicadas a definir y mejorar la imagen de los países, como si fueran marcas comerciales.
La imagen de marca de Cuba entes de 1959 no era excepcional, pero era buena. La imagen de marca posrevolucionaria, sin embargo, es fatal.
¿Quién quiere unir su destino económico a Tony Montana y al Che Guevara?
Uno puede disfrutar viendo la película de Al Pacino, pero uno no quiere de yerno o de vecino a semejante psicópata.
Quienes no son cubanos, y tienen una manera superficial de juzgar la conducta de las gentes, pueden pensar que Ernesto Guevara fue un valiente idealista que murió defendiendo la utopía en la que creía –lo que también podría decirse de Hitler o Mussolini-, pero ninguna persona sensata le entregaría sus ahorros a Guevara para realizar operaciones económicas lícitas.
Con Guevara o con los Castro se hacen revoluciones, no automóviles o sistemas financieros.
La conclusión final de estas reflexiones es inexorable: no sólo se trata de que la revolución le ha hecho un daño tangible a los cubanos. También ha afectado la percepción subjetiva del país y de sus naturales. Le ha hecho un enorme daño intangible que tardará muchos años en repararse. Eso es imperdonable.
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