Para una condena definitiva del marxismo
El poder político de las ideas filosóficas –y muy a menudo de ideas filosóficas dañinas, inmaduras o directamente estúpidas– es un hecho que bien podría deprimirnos e incluso aterrorizarnos. Karl R. Popper
No existe otro pensador del siglo XIX que haya influido tanto en este planeta. Si bien es cierto que Nietzsche, su contemporáneo, ha sido elogiado desde hace décadas, las repercusiones provocadas por Karl Heinrich Marx son incomparables. Al respecto, en cuanto a lo eminentemente intelectual, conviene apuntar que su libro El capital es uno de los más editados y traducidos. No asombra que, teniendo millones de lectores, algunos se decantaran por concretar sus anhelos, transformando las sociedades en donde habitaban. Esas aventuras, cuya consumación no conoce aún el hastío, impiden que el defensor del socialismo científico sea olvidado. No importan sus imprecisiones, absurdos e insensateces; los seguidores amenazan con acompañarnos hasta cuando la Tierra se convierta en una bola de fuego. Pese a ello, quienes aspiran al conocimiento de la verdad, es decir, una minoría que no recibe las ovaciones del vulgo, deben intentar su derrumbamiento. Incontables tumbas y cárceles demuestran que, sin su veneración, los hombres tendrían una realidad menos adversa. Mientras haya lucidez, corresponde contribuir a ese cometido que debe calificarse de loable.
Como científico, el amigo de Friedrich Engels, con quien apeteció la mayor objetividad, Marx no fue sino un fracaso. Aunque su doctrina tenía el propósito de conducirnos a la verdad, acabando con los mitos y demás males que atribuyó al capitalismo, su comprensión del mundo fue inexacta. La profecía que giraba en torno al advenimiento del comunismo no se cumplió; por ende, sus bases deben juzgarse falsas. De nada sirvió utilizar a Hegel, pervirtiendo su dialéctica, ni tampoco partir del ideario que los economistas clásicos propugnaron. Ninguna de las convicciones que adoptó valida esa predicción. Está claro que, cuando recorrió la historia, lo hizo para elaborar una patraña concordante con su pretensión igualitaria. Todo se resumía en pugnas de clase; no obstante, estos conflictos, protagonizados por los explotados que se resistían al sometimiento, terminarían en un futuro próximo. La observación de los hechos aseguraba el final. El problema es que, al verter esos dictámenes, fue incapaz de alejarse del dogmatismo. Quiso ser infalible, pero, como enseña el autor de Conjeturas y refutaciones, las teorías científicas no tienen ese carácter. Su prestigio habría sido distinto si, con la mesura del escéptico, se hubiese limitado al campo de la especulación.
La ética del marxismo se funda en el desprecio al individuo. Sin grandes inconvenientes, se lo suprime del análisis, destacando que hay sólo relaciones dentro de la sociedad. Lo que valen son las colectividades, los modos de producción, el orden ansiado por quienes se oponen al capitalismo. Obrar como una persona soberana, eligiendo los criterios morales que rijan sus actuaciones, merece la desconfianza del socialismo. Conforme a lo que se afirma, las condiciones materiales nos determinarían en todos los ámbitos. En un régimen compatible con el liberalismo, habría únicamente seres humanos que son engañados. Las decisiones habrían sido tomadas, con anticipación, por los opresores. Los valores que se defienden estarían signados por la mentira. En suma, sus planteos son responsables de que nuestro libre albedrío se creyera ilusorio. Hasta un logro tan valioso como reconocer los derechos del hombre y el ciudadano, llevado a cabo en la Francia revolucionaria, se consideraba una farsa. En cuanto a esto, debe recordarse que, gracias a ese género de instrumentos políticos, podemos condenar, desde una perspectiva moral, al gobernante cuando comete abusos. Suponer que, por haberse originado en la burguesía, sus garantías favorables a las personas eran un artificio deja notar una mentalidad obtusa, bastante nociva.
Todos los partidarios del socialismo, incluyendo a las personas moderadas, cuentan con taras que distinguieron al pensamiento de Marx. Lo execrable es que las ostentan sin ningún tipo de pudor. Admito que hubo revisiones, aun interpretaciones, como la de Karl Korsch, dirigidas a criticar postulados del historicismo; sin embargo, en los casos donde no se dieron apostasías ideológicas, muchas premisas continuaron siendo adoradas. El hecho de que ser izquierdista sea todavía un orgullo patentiza esta perversión. Esa devoción por el maestro surge en cualquier instante, peor aún si hay crisis económica. Se invoca entonces al monstruo del mercado y la explotación capitalista con el mismo entusiasmo de hace ciento sesenta años. Por mucho que se beneficien de instituciones liberales, obteniendo victorias en las urnas, queda siempre la insatisfacción con el orden que favorece a los individuos. Es un atavismo que, salvo contadas muestras de conversión auténtica, jamás consigue desaparecer. Esta lamentable situación exige que, hasta la extenuación, se denuncien las deficiencias y vicios de su profeta. Conservar su legado es preservar la posibilidad de reproducir aberraciones colectivas. Se agradecerá el detener la proliferación de secuaces llamados a predicar los delirios del teórico más destructor que se haya conocido.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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