Maduro, la seducción del tiranicidio
La Ley Capital no es una ley constitucional sino una ley ultraconstitucional, esto es una ley, una institución jurídica imaginada por la ciencia política para restaurar o reponer la Constitución democrática cuando ésta ha dejado de ser por el crimen de la tiranía. Franz Tamayo
No hay que idealizar al prójimo. Entiendo que, movidos por sentimientos nobles, muchos hombres se niegan a notar males incorregibles en el semejante. Durante siglos, aun milenios, se ha sostenido, con candor, que todos los individuos podrían ser transformados. De acuerdo con esta creencia, tanto la incultura como el cretinismo de las personas serían vencibles. Nada fundaría la urgencia de tomar precauciones, evitar la relación con gente que pusiera en peligro nuestra paz. El optimismo es tal que, sin dudarlo un instante, se habla también de cambios más profundos, conversiones en favor del bien. Ni siquiera los asesinos de mayor desfachatez, cuya presencia en el orbe nunca fue decreciente, motivarían la consternación. El problema es que la rectificación el comportamiento humano puede constituirse en un milagro. Los siglos han enseñado que ciertos especímenes no consienten la evolución moral. Acepto que la situación se produce por diferentes causas; en cualquier caso, su realidad parece incontrovertible. No teniendo la confianza del filósofo Leibniz, para quien éste era el mejor de los mundos posibles, cabe pensar en cómo controlamos a esos malhechores impenitentes. Esto se torna urgente cuando, por la inocencia o estupidez del electorado, ellos tienen el poder suficiente para liquidarnos.
Nicolás Maduro Moros es un imbécil a carta cabal. Sus años en la vida pública demuestran, con claridad, que los ejercicios del intelecto no le fascinan. Su campo es el de las tonterías, los absurdos, la vulgaridad. Los discursos que pronuncia son una prueba contundente de sus vicios. Hasta los lugares comunes del socialismo no encuentran, a pesar de su sencillez, un ordenamiento adecuado en las peroratas con que castiga al ciudadano. Incapaz de forjar un razonamiento coherente, menos aún persuasivo, ha hecho lo necesario para despertar sospechas en torno a su inteligencia. Probablemente, siendo generoso en mi crítica, él cuenta con la lucidez que se requiere para realizar tareas elementales. Desde ninguna perspectiva, la prudencia nos aconsejaría que una persona con sus limitaciones, obviadas por los infaltables cortesanos, rigiera el destino de un país. La desgracia es que, desprovisto de sabiduría y poseído por el fanatismo, pues para esto último no se precisa ser genio, se desempeña como servidor público. Tiene la misión de contribuir al bienestar de quienes componen su sociedad; empero, las ineptitudes le impiden cumplirla. Lo peor es que, cuando alguien trata de corregir sus desaciertos, no vacila en responderle con balas.
Lo aterrador no es tener un presidente que sea idiota, sino percatarse de que sus perversidades son irrestrictas. Desde hace bastante tiempo, la política es un oficio que suele cautivar mayormente a los cretinos. En los comicios, uno se halla forzado a elegir entre distintos niveles de necedad. Con todo, esto se toleraría si la discapacidad no fuese acompañada de aquel ánimo de agredir al adversario que, sin excepción, sirve para reconocer a los populismos en Latinoamérica. En cuanto a Maduro, su cortedad mental se agrava por la violencia con que trata de dirigir un Estado. Durante los últimos meses, por enésima vez, se ha evidenciado su inclinación a perpetrar brutalidades. Ante cuestionamientos razonables, ligados a la falta de productos que son básicos, su régimen ha contestado con furia. La barbarie de su maestro ya no se esfuerza en simular, pues, gracias a un fraude electoral, las poses democráticas son ahora prescindibles. Así, explotando la lealtad al dinero que caracteriza a incalculables policías, militares y amantes del autoritarismo, trabaja para pulverizar cualesquier expresiones de libertad. En el otro bando, las víctimas aumentan a diario, pero no sus convicciones.
Maduro es un caso en el que la defensa del principio de legalidad se vuelve discutible. Concediendo una importancia superior a la ética, cuando ésta es vulnerada en nombre de las normas, supuestamente cumpliendo funciones públicas, corresponde luchar por el desacato. La desobediencia será siempre una posibilidad que nos dignifique. Comprendo que, cuando los disparos se reproducen y las detenciones son avivadas sin pausa, haya momentos de temor. En esas circunstancias, debemos recordar que nuestra insubordinación alimenta una esperanza capaz de originar otras rebeldías. Por consiguiente, las acciones que cometamos tendrán una justificación satisfactoria. En el afán de restaurar un orden civilizado, lo ideal es descartar las conductas criminales; sin embargo, no conviene dejarse dominar por la ingenuidad. Indico esto porque el pacifismo es un recurso que no resulta infalible. En ocasiones, las vilezas del Gobierno dejan sin alternativas. La manera en que se acabó con el dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina, por citar un ejemplo harto conocido, surge debido al impulso del propio tirano. Como la historia proclama su eficacia, no es raro que los atropellos del chavismo desencadenen una formidable tentación de utilizar ese medio. Allende las medidas que sean adoptadas, lo fundamental es continuar con esta apuesta por el fin del oprobio.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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