Pablo Escobar, nuestro pariente incómodo
(Publicado originalmente el 23/03/13)
El éxito de la serie sobre Pablo Escobar (El patrón del mal) que se ha estrenado en varios países latinoamericanos recientemente no tiene que ver sólo con los méritos de esta producción. También guarda relación con lo que somos. Ahora que esta parte del mundo produce titulares amables en la prensa mundial alusivos a la buena marcha económica, la consolidación democrática y los logros culturales o deportivos, esta serie ha actualizado una idea de nosotros mismos que convive todavía, turbadoramente, con la del “milagro” latinoamericano.
Pablo Escobar, quien sucumbió bajo una lluvia de balas hace casi 20 años, era colombiano; pero, reencarnado en el Chapo Guzmán, el jefazo del cartel de Sinaloa, es también mexicano, es decir un factor vivo en la segunda potencia de América Latina. Y está emboscado en el populismo venezolano y la debilidad institucional peruana y la violencia callejera centroamericana y el delirio político argentino o la corrupción política brasileña, y así sucesivamente. Ni ha muerto del todo, ni estamos tan lejos del pasado que fue el cartel de Medellín hasta que su jefe rodó muerto por las lozas de un tejado como para que podamos sentirnos del todo libres de su sombra. Es la cara fea de América Latina sacudiéndonos la conciencia con esta advertencia: no crean que todo esto ya es historia.
Por lo pronto, está el mito y América Latina es tierra de mitos. Antes y después de ser un delincuente de delincuentes, Pablo Escobar, responsable de entre cinco mil y 10 mil muertes, fue un mito: un hombre del que miles de coterráneos suyos en Medellín tenían una imagen idealizada, o bien porque representaba el hombre hecho a sí mismo (aunque nunca partió de tan abajo como se dijo) o bien porque, con los estadios de fútbol, las iglesias y las casas para pobres que construyó, realizó obra social y redistribuyó riqueza (además de hacer “justicia” a lo Robin Hood).
También fue, por muchos años, un mito para la clase dirigente, que es otra forma de decir que representaba lo que la clase dirigente aspira a ser: el mito del poder invencible (sólo la pequeña isla de Guadalupe pudo dictarle una condena por narcotráfico). De allí que, tras la guerra que le desató al Estado colombiano a partir de 1984 con el asesinato del ex ministro de Justicia Rodrigo Lara, lograse que la Corte Suprema de Justicia anulara la extradición dos años más tarde y, en 1991, que la nueva Constitución la prohibiera. Escobar era el mito del dinero y no había empresario colombiano que no admirase, en el fondo, el poder económico que había acumulado. Se calcula que ingresaban en su bolsillo unos cien millones de dólares mensuales, que amasó entre nueve mil y 15 mil millones y que su negocio movía el equivalente a 40 por ciento más de lo que produce actualmente Ecuador. Y era el mito, asimismo, del ascenso social justiciero: aunque venía de una familia conocida de Antioquia, sus orígenes empresariales como ladrón de autos en los años 70, antes de empezar a vender marihuana y luego cocaína, mostraban a los niños miserables de su tierra que era posible subir por una escalera rápida aunque uno no tuviera buena cuna.
Era el mito, asimismo, del malo querido por los suyos. Fue quizá el único latinoamericano con poder capaz de inducir en sus seguidores el fanatismo del suicidio. Así como el islamismo fanático produce personas-bomba, Pablo Escobar tenía sicarios dispuestos al “suicidazo”. Organizó un ejército en base a unas 25 organizaciones de jóvenes a los que armó, pero, a efectos del mito, lo que es más importante es que su poder violento venía acompañado de la lealtad máxima: la del sicario dispuesto a hacerse matar por él deliberadamente. Sólo esa entrega explica que en un año especialmente atroz fuera capaz de llevar a la tumba a casi mil policías.
En el imaginario mítico latinoamericano, Pablo Escobar y alguien como Pancho Villa eran semejantes a pesar de las muchas cosas que los diferenciaban: nuestra capacidad para crear figuras legendarias no distingue ética, política o culturalmente entre unos y otros. En ese imaginario pesan más las anécdotas redentoras de la figura idealizada, compensatorias de sus crímenes y horrores, que otras cosas. Por eso en Pablo Escobar muchos valoraban, al momento de su muerte, el que hubiera caído porque se comunicó mediante un teléfono satelital con su familia, recluida en ese momento en el Hotel Tequendama por no haber encontrado ningún país que la acogiera. Su paradero fue rastreado por la policía porque la debilidad por su familia le nubló el juicio precautorio.
Y, por último, Escobar es el mito de la guerra contra las drogas. Cuando las autoridades, ayudadas por Estados Unidos, dieron con él y acabaron con su imperio del mal, se dijo en todas partes: es el fin de los carteles de la droga. Veinte años después, con un México en el que esa misma guerra ha producido 60 mil muertes y una Centroamérica que es una verdadera orgía de sangre, aquella predicción ha probado ser una estupidez redonda. En cierta forma lo demuestra también el que las Farc, hoy dueños del negocio, hayan podido durar tanto.
Allí sigue esa guerra contra las drogas, hija de un enfoque equivocado que cree que el vicio humano se puede erradicar a la fuerza y que la represión es el arma más útil contra el mercado negro que la demanda propicia. Pero ahora varios gobiernos sí se atreven a decirlo: la guerra ha fracasado y es hora de cambiar de estrategia. Lo dicen el Presidente Juan Manuel Santos, de Colombia, el país de Escobar, vaya ironía, y varios gobernantes centroamericanos; y lo dice indirectamente el propio Presidente Peña Nieto en México, que ha hablado de modificar la herencia que ha recibido con una estrategia diferente.
Escobar, mafioso de mafiosos, era la historia de nuestra precariedad institucional, que continúa. Logró entrar al Congreso (era suplente), sobornar a políticos, jueces y policías, hacerse su propia cárcel, La Catedral, cerca de Envigado, para seguir manejando su negocio y, cuando resultó indispensable, escapar de ella. Pudo torcer las leyes a su antojo porque practicaba el vicio latinoamericano por excelencia: el poder que se empina por encima de la legalidad. La extradición había sido acordada entre Colombia y Estados Unidos en 1979, pero el gobierno de Belisario Betancur prefirió, a inicios de los 80, no aplicar el tratado. Sólo después del asesinato de Rodrigo Lara en 1984 se empezó a enviar narcos a Estados Unidos en serio; pero apenas un par de años después la justicia interrumpió el proceso. La Constitución de 1991, tras una presión salvaje y sistemática de los Extraditables de Escobar, decretó su prohibición. Sólo en 1997, con Alvaro Uribe, se procedió a modificar la Constitución desde el Congreso para reanudar las extradiciones. En esa secuencia espeluznante de legalidad sometida al imperio de la sangre y a los vaivenes del forcejeo entre mafia y Estado, está resumida en buena cuenta la historia de precariedad institucional de nuestro continente.
Pero también está resumida parte sustancial de nuestra vida empresarial: el mercantilismo antiliberal. La palabra “cartel” que se asoció a Escobar por la mafia de Medellín y a los Rodríguez Orejuela por la de Cali era apropiada: esas organizaciones eran hijas de la colusión entre empresarios para controlar un negocio, repartirse rutas y fijar precios, eliminando a la competencia. En 1981, Escobar y compañía se reúnen para organizar un grupo paramilitar, el MAS, a fin de defenderse de los secuestros de la guerrilla (sobre todo el M-19) pero también para fijar los términos del negocio cartelizado. Ya que eran una especie de Estado dentro del Estado, el poder que tenían sobre cientos de municipios del país (llegaron a controlar la quinta parte de Colombia) les permitía asegurar el rentismo, es decir una tasa de retorno desproporcionadamente alta por la ausencia de competencia.
¿Y no fue ese, precisamente, el problema histórico de la vida empresarial y económica de América Latina? El mercantilismo, en el sentido que daban Adam Smith y compañía a dicho término, es la colusión entre el Estado y los intereses particulares para que dicha complicidad, y no el mercado, sea la que defina el éxito o fracaso de los productores. El mercantilismo ha sido uno de los grandes males latinoamericanos; su persistencia, por ejemplo en la Venezuela de la democracia conocida como la era del “puntofijismo”, generó a la larga las condiciones para el populismo de un Chávez.
Por eso era apropiado que Escobar hiciera de su Hacienda Nápoles, magistralmente reproducida (o parodiada, según se quiera ver) en la película Caracortada, su centro de operaciones, zoológico incluido. Es la imagen perfecta del latifundista de horca y cuchillo de la vieja historia latinoamericana que alimentó el resentimiento detrás del cual están la lucha armada y la revolución en medio continente.
El odio a la libertad de prensa fue otro de los parentescos que compartió Escobar con la otra América Latina, la que este nuevo y moderno continente nuestro quiere dejar atrás pero no consigue superar del todo. Uno de los crímenes más conmovedores y cargados de significación fue el del director de El Espectador, Guillermo Cano. No fue un simple aviso para navegantes: fue una venganza porque ese diario había publicado en 1983 información que revelaba lo que había detrás del Pablo Escobar colado en el Congreso. Al igual que para los gobiernos que persiguen la libertad de expresión en este continente, y que la han perseguido a lo largo de dos siglos de vida independiente, la verdad era insorportable para la mafia colombiana.
En ese Estado que en cierta forma era Escobar, la libre expresión era el mal absoluto y había que acabar con ella. Por desgracia, como lo comprueba cualquiera que eche un vistazo a los informes de la Sociedad Interamericana de Prensa, eso no ha terminado en estas tierras. Tampoco ha terminado la amenaza antidemocrática. El Escobar que mandó matar al candidato Luis Carlos Galán no odiaba la democracia más de lo que la odian los golpistas y los revolucionarios.
Escobar también nos recuerda la relación tortuosa con Estados Unidos. Desde la Doctrina Monroe hasta hoy, pasando por hitos como la Enmienda Platt o la guerra contra las drogas, esa relación ha estado marcada por la tensión, el péndulo entre la “nordomanía” de la que hablaba José Enrique Rodó a principios del siglo XX y el antiimperialismo. Escobar combatió a balazos la extradición; ciertos gobiernos combatieron a balazos verbales el Area de Libre Comercio de las Américas e impidieron su aprobación en Mar del Plata hace una década. Hoy, iniciativas como el Celac tienen su origen, precisamente, en la obsesión, históricamente comprensible aunque ideológicamente sesgada, por organizar una América Latina ajena a Estados Unidos más que integrada a fondo.
Pablo Escobar está incómodamente emparentado con nosotros, los de hoy, que queremos dejar atrás esa mala memoria y no lo logramos del todo.
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