Inmigración (I): Escenario teórico
El profesor de filosofía de la Universidad de Colorado, Michael Huemer, se pregunta si existe un derecho a inmigrar; para ello, narra la historia hipotética del joven hambriento Starvin’ Marvin que está en una situación de precariedad. Tal vez alguien le ha robado la comida o tal vez un desastre natural le ha arruinado su cosecha. El caso es que su situación es muy delicada. Afortunadamente ha trazado un plan: se dispone a viajar hacia un mercado famoso para conseguir algo de comida a cambio de sus servicios. En un concreto lugar del camino elegido por Marvin aparece en escena otra persona armada llamada Sam (debido a que tiene unos cuantos sobrinos le apodaremos Tío Sam)que le observa y que es vagamente consciente de todo lo anterior. Por algún motivo y sin que Marvin haya agredido a nadie, Sam le interpela y le impide el paso hacia su destino mediante el uso de la fuerza. A resultas de ello, Starvin’ Marvin no puede mercadear por la comida y muere por inanición.
Si el Tío Sam no hubiese interferido coactivamente el acceso de Marvin al mercado y sus múltiples posibilidades que allí se dan éste probablemente habría conseguido su propósito y tal vez incluso habría acabado trabajando para alguno de los sobrinos o sobrinas de Sam. Este escenario plantea diversas cuestiones. ¿Qué pasaría si Marvin fuese un terrorista? ¿Y si, por el contrario, se hubiese integrado en su lugar de destino elegido sin demasiados problemas para él y para los demás que vivían allí antes que él? ¿Podría tal vez el mercado mantener a más personas necesitadas del exterior a cambio de sus servicios?
Pero la pregunta más incómoda que se hace (nos hace) el filósofo norteamericano es si Sam violó tal vez los derechos de Marvin. La respuesta es que sí. Es más, se podría incluso afirmar que lo mató. No se trata de que Sam se negara a prestarle ayuda o a que le dejara simplemente morir sin socorrerle; es mucho más grave que eso: parece evidente que Sam participó activamente en el fatal desenlace. La analogía de este escenario con lo que sucede en realidad con las políticas de inmigración del gobierno de los EE UU y, por extensión, de los demás gobiernos de los países desarrollados es clara.
Las restricciones migratorias son violaciones de un derecho prima facie; esto es, solo se justificaría su violación en determinadas circunstancias muy especiales. Por ejemplo, serían completamente apropiadas para situaciones de guerra o prebélicas, tanto si son formalmente declaradas como si no.
El gobierno que prohíbe o limita más allá de lo razonable la inmigración inicia la fuerza contra personas extranjeras pacíficas que quieren trabajar y contra nacionales que quieren voluntariamente asociarse con ellos. Por tanto, viola los derechos de ambas partes. El principio de los derechos individuales prohíbe este tipo de restricciones y tiende hacia una inmigración más abierta o flexible que la actual.
El economista de la Universidad de George Mason, Bryan Caplan, intenta por su parte aproximarse al fenómeno de la inmigración con otra mirada diferente de la acostumbrada. Según él, las actuales restricciones a la inmigración son, con mucho, la peor solución de todas las posibles. El último cartucho al que habría que recurrir dadas sus inicuas consecuencias. Sus propuestas son interesantes alternativas al deprimente statu quo de las draconianas políticas restrictivas a la inmigración llevadas a cabo por los representantes de los Estados modernos, es decir, por los gobiernos y sus agencias administrativas competentes en la materia.
Según el mencionado economista, si se piensa errónea y prejuiciosamente que la llegada de inmigrantes va a perjudicar seriamente a los trabajadores nacionales, en vez de cerrarles la puerta de entrada sin más, se les podría exigir el pago de una tasa de admisión y luego usar ese ingreso extraordinario para compensar a los trabajadores nacionales menos cualificados. Si se cree que los inmigrantes imponen una carga excesiva a los contribuyentes nacionales, se les podría excluir de cualquier beneficio social costeado por aquéllos hasta que fueran contribuyentes netos. Si se está convencido de que representan una amenaza cierta a la cultura patria, se les podría incluso exigir aprobar tests culturales e idiomáticos al respecto (eso sí, como nos recuerda Caplan, habría que estar seguros que esas mismas pruebas las pudiese pasar sin problema cualquier nacional del promedio). Si se teme que los inmigrantes pueden acarrear serias externalidades políticas, se les podría permitir vivir y trabajar entre nosotros pero sin otorgarles el derecho al voto durante un periodo más o menos prolongado en la sociedad de acogida.
Cualquier cosa, incluso medidas más o menos intervencionistas como las descritas arriba, antes que impedir preventiva y masivamente la entrada de personas honradas que no agreden a nadie y sin antecedentes criminales que quieren esforzarse y trabajar pacíficamente en sociedades prósperas.
Si se toma verdaderamente en serio la presunción moral a favor de la libertad de migración, debemos acabar reconociendo que toda restricción a migrar que no esté suficientemente justificada (tanto si es a emigrar como a inmigrar) supone poner en peligro a millones de vidas humanas de forma injusta, bien al prohibir que huyan de escenarios amenazantes para su integridad o proyecto de vida o bien al negar la facultad de ayudarse a sí mismos mediante acuerdos posibles con terceros nacionales del país anfitrión deseosos de contratar voluntariamente con ellos.
Debemos recordar que, desde el punto de vista liberal, las fronteras de los países no deberían establecerse con el propósito de mantener fuera a los extranjeros como sucede en la actualidad sino con el fin de fijar los límites del área en que el gobierno debe proteger los derechos individuales.
En próximos comentarios trataré de la pendiente liberación de los flujos migratorios en el mundo (más concretamente del derecho a la movilidad laboral internacional), de las fuerzas que los impulsan, de los temores infundados de los nativistas de todo pelaje, de los fracasos cosechados de las políticas de inmigración en general por ser conservadoramente restrictivas, no querer reconocer la realidad, militarizar las fronteras y crear un estado policial dentro de las mismas. Asimismo desde otras posiciones progresistas veremos cómo se defienden políticas erróneas en nombre del multiculturalismo perjudicando al propio inmigrante y socavando los valores de la sociedad de acogida. Todo ello, sin aprovecharse adecuadamente de la bendición que supondría desde el punto de vista económico la flexibilización de las barreras de entrada con la consiguiente llegada de numerosos inmigrantes a un país dispuestos a trabajar y extender la necesaria división del trabajo.
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