Inmigración (VII): hacer lo correcto
Brunson McKinley.
. Álvaro Vargas Llosa.
Steve Chapman.
Stephen Castles.
Gary Becker.
El actual régimen migratorio impide que la mayoría de las personas honestas y trabajadoras de otros países que quieran mejorar su situación puedan hacerlo legalmente. El fenómeno de la migración por el mundo es pertinaz porque existen detrás poderosas motivaciones. Los trabajadores no especializados tienden a ser menos en las naciones desarrolladas, mientras hay abundancia de ellos en los países no desarrollados. Por desgracia, la inmigración clandestina es actualmente mucho más eficiente que la legal porque esta última no responde a las verdaderas necesidades de la economía y, con sus numerosos y prolongados trámites, tiende a la escasez. Ésta es consecuencia de la planificación burocrática.
Una alternativa para mitigar los flujos migratorios sería intensificar los intercambios comerciales y suprimir todo tipo de barreras de entrada a los productos provenientes de los países exportadores de mano de obra. Permitir decididamente la especialización de los países en vías de desarrollo es una buena opción, pero es insuficiente. La inmigración sigue siendo necesaria.
Ésta hace posible que la mano de obra se acerque al capital. Reduce, por tanto, la miseria de los más pobres. El proceso inverso –el trasladar el capital hacia donde se encuentra la mano de obra abundante- no es fácil ni inmediato en nuestra presente semi-globalización. La seguridad jurídica e institucional necesarias para ello es difícil de lograr y sostener en buena parte de los países en vías de desarrollo.
Como ha dejado escrito el analista del Cato Institute, Alex Nowrasteh, toda la seguridad del mundo no podrá separar a los trabajadores migrantes con determinación de llegar adonde están las oportunidades económicas. Es necesario, por tanto, realizar un acercamiento más realista y flexible al fenómeno de la movilidad internacional de trabajadores por parte de los gobiernos de los países de acogida.
Los políticos deberían dejar de centrar los debates en si "amnistiar", encarcelar o deportar a los "ilegales" y enfocarse en tomar medidas razonables e inmediatas para dejar de engordar su número. La historia, además de la economía, sugiere que la mejor manera de hacerlo es facilitando más canales legales para acoger a los trabajadores extranjeros. Por increíble que parezca, los inmigrantes prefieren vivir de forma legal antes que en la economía sumergida, donde apenas pueden mejorar sus condiciones de trabajo, donde no tienen acceso al crédito, no pueden aumentar su productividad y donde se enriquecen injustamente a su costa los traficantes humanos y los falsificadores de documentos.
Consecuentemente, se debería regularizar (no amnistiar) la situación de millones de inmigrantes en situación irregular (mal llamados "ilegales") que estén ya trabajando de facto y viviendo entre nosotros a cambio de que abonen una tasa razonable y pasen los necesarios filtros por motivos de seguridad. También, para evitar tener que regularizar la aparición de nuevos "ilegales" en el futuro, lo más sensato sería tumbar las regulaciones contraproducentes así como flexibilizar los costes burocráticos y, por tanto, facilitar considerablemente en los países prósperos la concesión de visados o permisos de trabajo. Hoy día son desesperantemente escasos los otorgados por las autoridades. De esta forma, se ampliarían los canales legales para entrar en un país y se canalizarían a los inmigrantes hacia el mercado legal, mejorando su situación jurídica y reduciendo su explotación por mafias o empresarios sin escrúpulos. Se impulsaría asimismo la inmigración circular o de retorno ya referida en otro comentario anterior.
Los políticos y burócratas han de entender que para combatir la existencia de cualquier mercado negro se ha de reducir irremediablemente los costes de la legalidad. No integrar a los inmigrantes en el mercado legal cuesta a la sociedad en su conjunto mucho más que mantenerlos en la clandestinidad.
Esto no excluye, por supuesto, el hacer el debido y necesario control por parte de las autoridades por motivos de seguridad y de prevención de entrada de criminales en el país de acogida. Dichas medidas no solo serían políticamente correctas sino moral y económicamente acertadas.
Pero reducir los costes de entrada no quiere decir en absoluto convertir la legalidad de inmigrar en gratuita ni en automática. Debiera establecerse un mercado de derechos de inmigración y desmantelar buena parte de las disposiciones restrictivas a la inmigración que existen en la actualidad decretadas desde los diferentes gobiernos centrales. La solución radical propuesta por Gary Backer me parece la mejor alternativa al embrollo de reglas de racionamiento que tenemos en la actualidad. Es decir, debemos pensar en la inmigración como un mercado y, por tanto, ante el exceso actual de demanda por entrar en los países ricos debería subir el precio del acceso a las ventajas que éstos ofrecen.
De hecho, existe desde hace tiempo la práctica asentada en muchos Estados de vender derechos de residencia a los ricos extranjeros. Tenemos en España experiencia reciente en aprobar el otorgamiento de permisos de residencia a extranjeros condicionados a que compren inmuebles por un importe determinado. Esto no significa ni mucho menos que se deba de desembolsar siempre semejantes cantidades. Bastaría con poner un precio suficientemente elevado, pero asequible, para poder tener derecho a la entrada legal en el país de acogida; una cantidad suficiente para poner en valor el derecho a inmigrar pero no excesiva para lograr expulsar a las mafias del mercado. Al fin y al cabo el inmigrante ya paga un precio nada despreciable a mafias y falsificadores de documentos ante la desesperante escasez de medios para entrar legalmente. No se trata del precio sino de a quién ha de pagarse.
El monopolio de entrada legal a cada país lo tiene actualmente en exclusiva su gobierno nacional por lo que puede modular el precio hasta hacer muy poco atractiva la entrada ilegal concurrente. Con ello se lograrían dos objetivos simultáneos: disminuir el volumen de inmigrantes ilegales y dotarse de una fuente de ingresos para el Estado con la que poder reducir la presión fiscal a los nativos contribuyentes.
Si a algunos les pareciera inaceptable establecer tarifas de entrada al inmigrante sin recursos y sin posibilidad de financiarse, para estos casos se podrían retomar los programas de "trabajadores-huéspedes" o de trabajadores temporales que existieron en pasadas décadas pero adaptados a las necesidades actuales para lograr una solución satisfactoria para la seguridad y el control de sus flujos. Estos programas deberían regirse por los siguientes principios: todos los trabajadores extranjeros con intención de residir más de un cierto número de meses en un país debieran ser rápidamente provistos de documentación de identidad, los permisos de residencia debieran ser, al menos inicialmente, de corto plazo y fácilmente renovables, el estatus legal del trabajador temporal debiera ser semejante al del turista que reside temporalmente en el país de acogida (es decir, no debiera ser un camino automático para la ciudadanía ni para la obtención de derechos sociales), debiera evitarse una onerosa burocracia y no permitir la gestión gubernamental del mercado de trabajo migrante sino la participación al sector privado en las labores de colocación. El trabajador temporal debiera depositar al inicio una fianza a la entrada que fuese reembolsable a la salida (una vez comprobado que ha cumplido con todos los requisitos del programa de "trabajadores-huéspedes" y demás leyes del estado de acogida), los trabajadores temporales debieran buscarse un empleador/patrocinador (o, en su caso, su sustituto cuando terminen su anterior empleo) en un periodo de tiempo razonablemente corto (caso de no encontrarlo debiera dejar el país y recuperar su fianza) y, por último, debieran aplicarse penalizaciones (económicas y/o prohibición de entrada futura) para aquellos que no cumplan con el programa de trabajo temporal pues no habría justificación para trabajar fuera del sistema, especialmente el que tiende o favorece la libre entrada.
Además, si los sindicatos están de verdad preocupados acerca de los abusos que sufren ciertos trabajadores inmigrantes temporales, la solución sería defender que los visados sean portables y no estén ligados a un empleador concreto para que así el trabajador extranjero tenga poder de negociación ante el empleador y no se vea atado a él.
Sea cual sea el mecanismo elegido para flexibilizar las fronteras y liberalizar las leyes de inmigración, sería absolutamente necesario adoptar otra serie de medidas complementarias, como se tratarán en comentarios posteriores, para evitar que se exacerben los conflictos con los nuevos llegados o que el temor de los nativistas a una "avalancha" se vea alimentado. Se tendría, pues, que: restringir en todos los casos a los recién llegados el derecho a los beneficios de cualquier ayuda social hasta que no se haya contribuido, al menos, un número suficiente de años; se deberían abandonar las políticas de multiculturalismo y de discriminación positiva, también se debería limitar mucho más el derecho de voto a elecciones generales –no así a las locales- hasta cumplir una serie de requisitos. Se deberían enfocar finalmente los recursos existentes, tanto de los agentes de frontera como de los encargados del orden público, en evitar actuaciones realmente delictivas (y no desperdiciarlos como ocurre en la actualidad en perseguir y detener a "ilegales" como si fueran delincuentes). Todo ello sería imperfecto pero mucho mejor que, tal y como denuncia Bryan Caplan, tratar a los inmigrantes peor que a los extranjeros.
Asimismo se debería dar participación en la decisión de entrada de trabajadores extranjeros a las entidades administrativas locales y municipales, más cercanas al ciudadano, que son las que más directamente se ven afectadas con la llegada de foráneos, aunque sólo sea para acordar con ellas la dotación de recursos necesarios para el mantenimiento de infraestructuras básicas o para garantizar el orden público. Hoy en día la competencia sobre asuntos migratorios está atribuida con muy pocas excepciones y en exclusiva a los gobiernos centrales. Esto debería cambiar: las administraciones locales deben participar también en dicha gestión como ocurre ya en la actualidad con Canadá.
Ciertamente, para desactivar los terrores nativistas, sería muy recomendable también establecer inicialmente topes de entrada de trabajadores extranjeros mucho menos estrictos que los actuales; pero topes a fin de cuentas. El propio Hayek desaconsejaba una llegada masiva y repentina de inmigrantes a un país concreto porque daría pie a reacciones nacionalistas descontroladas y peligrosas. Una cosa es ser liberal y proclive a una mayor apertura de fronteras y otra cosa completamente distinta es ser un defensor extremista de una idea sin importar sus consecuencias prácticas. En este sentido, Julian Simon proponía que se estableciera un objetivo para aceptar extranjeros (el 0,5% o el 1% como máximo de la población total en ese momento) para, una vez alcanzado, comprobar si hubieran surgido o no externalidades importantes. Caso de que se verificasen, se frenaría el proceso de apertura de fronteras por un tiempo. Si no las hubiera, se marcarían nuevos objetivos para la aceptación o acogida de nuevos trabajadores foráneos.
Intentar desplazarse para buscar un futuro mejor para sí y para su familia es legítimo y es éticamente irreprochable. Aquellas leyes que establecen cuotas o restricciones excesivas a la inmigración y que, por tanto, convierten en "ilegales" o "criminales" a los trabajadores por el mero hecho de haber nacido en otros lugares son leyes inmorales e injustas. Sólo las acciones pueden llegar a ser ilegales, nunca las personas. Un sistema burocrático que clasifica a las personas como ilegales por su sola procedencia es un sistema fundamentalmente erróneo y precisa ser reformado en su integridad.
Los empecinados defensores del actual statu quo similar a un Apartheid Global de leyes restrictivas de entrada a extranjeros pueden insistir en que éstas siguen siendo ley al fin y al cabo, pero habría que recordarles que a lo largo de la historia del hombre no pocas cosas inmorales o estúpidas fueron leyes como sucedió con la esclavitud, la propia Ley seca o las denominadas leyes de Jim Crow. Recuerdo siempre en estos casos a F. Bastiat que argüía que las leyes, para lograr que sean respetadas, antes que nada han de ser respetables. Cuando hay un desacato generalizado de las mismas (por parte de inmigrantes indocumentados y de nacionales deseosos de contratar con ellos) sin formar parte de un complot es que van en contra la propia naturaleza humana. Los nativistas/restriccionistas a la inmigración pese a ampararse en la ley vigente padecen la misma miopía que tuvieron en su momento los esclavistas, los prohibicionistas del alcohol o los segregacionistas. Ciertamente defendían esas específicas leyes vigentes de su época, pero eran leyes manifiestamente injustas y contraproducentes.
Defender la rule of law no quiere decir defender incondicionalmente cualquier medida que sea aprobada legalmente. Las leyes han de ser, además, legítimas y aquellas que violan derechos básicos de las personas deben ser revocadas como lo fueron en su momento las leyes de esclavitud, las leyes de segregación racial o la 18ª Enmienda de la Constitución de los EEUU.
El profesor de filosofía de la Universidad de Ohio, Mark LeBar, ha expresado el estado actual de cosas de forma meridianamente clara, tal y como hacen siempre los buenos pensadores. La inmigración ilegal es, según este profesor, uno de los pocos asuntos problemáticos de la agenda política actual que realmente se podría solucionar con una varita mágica: legalícese.
Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también I IIIII, IV, V y VI.
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