La nueva ley antimonopolio de México también es antimercado
El presidente de México, Enrique Peña Nieto, nunca ha dicho que es un experto en políticas. El gobernante del Partido Revolucionario Institucional es un político hábil con una visión a futuro que delega la tarea de cómo llegar allí a los tecnócratas capacitados que él designa.
El secretario de Hacienda, Luis Videgaray, quien tiene un doctorado en economía del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), lidera el equipo de reformadores de Peña Nieto. Semejantes credenciales académicas deberían inspirar confianza. Pero a lo largo de 16 meses, Videgaray ha mostrado gradualmente una profunda desconfianza hacia los mercados que puede amenazar el crecimiento más rápido que ha prometido su jefe.
La última manifestación es una nueva ley antimonopolio creada en el poder ejecutivo y la cual se espera que sea aprobada en el Congreso esta semana. La legislación aumenta el poder discrecional de los reguladores para penalizar a empresas con una cuota de mercado dominante incluso si no hay evidencia de prácticas anticompetitivas.
Desde que asumió la presidencia en diciembre de 2012, Peña Nieto ha logrado pasar por el Congreso reformas constitucionales en los sectores de la energía, la educación y las telecomunicaciones que alguna vez se creían imposibles. Con la legislación adecuada para implementarlas, los mexicanos podrán algún día disfrutar de acceso más barato y fiable a servicios de telefonía e Internet, energía más abundante y un sistema educativo decente. Eso convertiría a México en un lugar más atractivo para invertir.
No obstante, los reformadores han fallado en el tema antimonopolio. Tanto la letra como el espíritu de la ley plantean incertidumbre para inversionistas e innovadores.
Por estos días está de moda despotricar contra los "monopolios" en México, y nadie lo proclama más fuerte que la izquierda. Esto causa gracia ya que los socialistas han defendido por mucho tiempo a la altamente ineficiente petrolera estatal Pemex y al monopolio eléctrico. El villano del sector privado es Telmex, la telefónica de Carlos Slim, que recibió una garantía de monopolio por seis años cuando fue privatizada en 1990, con lo que el gobierno pudo exigir un precio más alto. Slim amasó una fortuna a costa de los mexicanos de a pie que tenían sólo dos opciones de servicio telefónico: el de Slim o ninguno. Eso difícilmente fue un fracaso del mercado.
Si el gobierno de Peña Nieto logra que Telmex, Pemex y el sindicato de maestros compitan, lo aplaudo. Sin embargo, el poderoso Videgaray tiene un martillo, y de repente todo tiene cara de clavo. No es sorprendente que la izquierda sea su aliado más importante.
México tiene actores dominantes en varias industrias. No obstante, si participan en prácticas anticompetitivas, hay un regulador para disciplinarlos. Como Terry Calvani, un ex miembro de la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos y ex miembro de la Autoridad de Competencia de Irlanda, observó en un memorándum del 18 de marzo que circuló ampliamente en México, la Comisión Federal de Competencia de México ya "tiene poderes suficientes para garantizar la protección de la competencia".
Es más, una enmienda constitucional aprobada en junio de 2013 elimina el uso de medidas cautelares ordenadas judicialmente —una de las herramientas favoritas de Slim— para retrasar de forma indefinida el cumplimiento de un fallo de los reguladores de competencia y del sector de telecomunicaciones. Una orden de aplazamiento ahora sólo puede ser ratificada cuando se ha ordenado la disolución de la compañía.
El problema es que la nueva ley antimonopolio se lee como si la meta no fuera un mercado que funcione. En lugar de eso, el objetivo es dar poder a los reguladores para penalizar firmas innovadoras y productivas que considere que son demasiado exitosas o no estén alineadas políticamente de forma apropiada. Las herramientas clave en la ley, escribió Calvani, son "cláusulas preocupantes para investigar 'barreras a la competencia' y (el acceso a) insumos esenciales, e imponer sanciones incluyendo una reorganización de la industria".
¿Qué tan problemáticas son estas estipulaciones? Un memorándum del 14 de marzo escrito por los abogados antimonopolio John Roberti y Meytal McCoy de la firma Mayer Brown, de Washington, y publicado por la Washington Legal Foundation, una organización sin fines de lucro, ayuda a explicarlas. El documento señala que una empresa puede ser llamada a declarar por "barreras a la competencia" si el regulador identifica la "existencia de dominio o concentración del mercado en un insumo clave y no necesariamente por el ejercicio ilegal de ese poder". En otras palabras, no es necesario cometer una violación para ser clasificado como monopolista. Simplemente alguien tiene que producir algo que mucha gente compra.
Roberti y McCoy advierten que la ley permite "investigaciones a toda una industria". Esto puede terminar en "remedios estructurales y regulaciones de precios y podrían ser impuestos sin ninguna obligación de realizar pesquisas en compañías específicas para detectar la existencia de conducta o acuerdos anticompetitivos".
Los abogados agregan que "este concepto de 'barreras a la competencia' no se encuentra en regímenes antimonopolios en ningún otro lugar del mundo". Las revisiones al texto de la ley en el Congreso no resolvieron estos problemas.
Una economía fuerte necesita competencia. Pero nuevos actores no invertirán en un mercado en el que serán castigados porque les va bien. Las mayores barreras para ingresar a México son las regulaciones del gobierno. El equipo de Videgaray podría haber aprovechado su tiempo de una forma más útil redactando una ley que desregule la industria de los camiones de carga y abra el sector de las aerolíneas a más inversiones y servicios extranjeros.
Por supuesto, una desregulación significa menos poder para los políticos, y ese no es el objetivo del ejercicio antimonopolio. Esta ley sólo podría venir de un gobierno convencido de su superioridad intelectual sobre el orden espontáneo.
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