Decadencia de Occidente
El País, Madrid
Aunque en apariencia los partidos tradicionales —populares y socialistas— han ganado las elecciones al Parlamento Europeo, la verdad es que ambos han perdido muchos millones de votos y que el hecho central de esta elección es la irrupción torrencial en casi toda Europa de partidos ultraderechistas o ultraizquierdistas, enemigos del euro y de la Unión Europea, a los que quieren destruir, para resucitar las viejas naciones, cerrar las fronteras a la inmigración y proclamar sin rubor su xenofobia, su nacionalismo, su filiación antidemocrática y su racismo. Que haya matices y diferencias entre ellos no disimula la tendencia general de una corriente política que hasta ahora parecía minoritaria y marginal y que, en esta justa electoral, ha demostrado un crecimiento espectacular.
Los casos más emblemáticos son los de Francia y Gran Bretaña. El Front National de Marine Le Pen, que, hasta hace pocos años era un grupúsculo excéntrico, es ahora el primer partido político francés —de no tener un solo diputado europeo tiene ahora 24— y el UKIP, Partido de la Independencia de Reino Unido, luego de derrotar a conservadores y laboristas, se convierte en la formación política más votada y popular de la cuna de la democracia. Ambas organizaciones son enemigas declaradas de la construcción europea y quieren enterrarla a la vez que acabar con la moneda común y levantar barreras inexpugnables contra una inmigración a la que hacen responsable del empobrecimiento, el paro y la subida de la delincuencia en toda Europa occidental. La extrema derecha triunfa también en Dinamarca, en Austria los eurófobos del FPÖ alcanzan el 20%, y en Grecia el ultraizquierdista antieuropeo Syriza gana las elecciones y el partido neonazi Amanecer Dorado (10% de los votos) envía tres diputados al Parlamento Europeo. Catástrofes parecidas, aunque en porcentajes algo menores, ocurren en Hungría, Finlandia, Polonia y demás países europeos donde el populismo y el nacionalismo aumentan también su fuerza electoral.
Algunos comentaristas se consuelan afirmando que estos resultados denotan un voto de rabia, una protesta momentánea, más que una transformación ideológica del viejo continente. Pero como es seguro que la crisis de la que han resultado los altos niveles de desempleo y la caída del nivel de vida tardará todavía algunos años en quedar atrás, todo indica que el vuelco político que muestran estas elecciones en vez de ser pasajero, probablemente durará y acaso se agravará. ¿Con qué consecuencias? La más obvia es que la integración europea, si no se frena del todo, será mucho más lenta de lo previsto, con la casi seguridad de que habrá desenganches entre los países miembros, empezando por el británico, que parece ya casi irreversible. Y, acosada por unos movimientos antisistema cada vez más robustos y operando en su seno como una quinta columna, la Unión Europea estará cada vez más desunida y conmovida por crisis, políticas fallidas y una contestación permanente que, a la corta o a la larga, podrían enterrarla. De este modo, el más ambicioso proyecto democrático internacional se iría a pique y la Europa de las naciones encrespadas regresaría curiosamente a los extremismos y paroxismos de los que resultaron las matanzas vertiginosas de la II Guerra Mundial. Pero, incluso si no se llega al cataclismo de una guerra, su decadencia económica y política seguiría siendo inevitable, a la sombra vigilante del nuevo (y viejo) imperio ruso.
Al mismo tiempo que me enteraba de los resultados de las elecciones europeas yo leía, en el último número de The American Interest, la revista que dirige Francis Fukuyama (May/June 2014), una fascinante encuesta titulada America self-contained? (que podría traducirse como ¿América ensimismada?), en la que una quincena de destacados analistas estadounidenses de distintas tendencias examinan la política exterior del Gobierno del presidente Obama. Las coincidencias saltaban a la vista. No porque en Estados Unidos haya hecho irrupción el populismo nacionalista y fascistón que podría acabar con Europa, sino porque, con métodos muy distintos, el país que hasta ahora había asumido el liderazgo del Occidente democrático y liberal, discretamente iba eximiéndose de semejante responsabilidad para confinarse, sin traumas ni nostalgia, en políticas internas cada vez más desconectadas del mundo exterior y aceptando, en este globalizado planeta de nuestros días, su condición de país destronado y menor.
Sobre las razones de esta “decadencia” los críticos discrepan, pero todos están de acuerdo que esta última se refleja en una política exterior en la que Obama, con el apoyo inequívoco de una mayoría de la opinión pública, se desembaraza de manera sistemática de asumir responsabilidades internacionales: su retiro de Irak, primero, y, ahora, de Afganistán, tras dos fracasos evidentes, pues en ambos países el islamismo más destructor y fanático sigue haciendo de las suyas y llenando las calles de cadáveres. De otro lado, el Gobierno de Estados Unidos se dejó derrotar pacíficamente por Rusia y China cuando amenazó con intervenir en Siria para poner fin al bombardeo con gases venenosos a la población civil por parte del Gobierno de El Asad y no sólo no lo hizo sino toleró sin protestar que aquellas dos potencias siguieran suministrando armamento letal a la corrupta dictadura. Incluso Israel se dio el lujo de humillar al Gobierno norteamericano cuando éste, a través de los empeños del secretario de Estado Kerry, intentó una vez más resucitar las negociaciones con los palestinos, saboteándolas abiertamente.
Según la encuesta de The American Interest nada de esto es casual, ni se puede atribuir exclusivamente al Gobierno de Obama. Se trata, más bien, de una tendencia que viene de muy atrás y que, aunque soterrada y discreta por buen tiempo, encontró a raíz de la crisis financiera que golpeó con tanta fuerza al pueblo estadounidense ocasión de crecer y manifestarse a través de un Gobierno que se ha atrevido a materializarla. Aunque la idea de que Estados Unidos se enrosque en solucionar sus propios problemas y, a fin de acelerar su desarrollo económico y devolver a su sociedad los altos niveles de vida que alcanzó en el pasado, renuncie al liderazgo de Occidente y a intervenir en asuntos que no le conciernan directamente ni representen una amenaza inmediata a su seguridad, sea objeto de críticas entre la élite y la oposición republicana, ella tiene un apoyo popular muy grande, la de los hombres y mujeres comunes y corrientes, convencidos de que Estados Unidos debe dejar de sacrificarse por los “otros”, enfrascándose en costosísimas guerras donde dilapida sus recursos y sacrifica a sus jóvenes, en tanto que escasea el trabajo y la vida se vuelve cada vez más dura para el ciudadano común. Uno de los ensayos de la encuesta muestra cómo cada uno de los importantes recortes en gastos militares que ha hecho Obama han merecido el respaldo aplastante de la ciudadanía.
¿Qué conclusiones sacar de todo esto? La primera es que el mundo ha cambiado ya mucho más de lo que creíamos y que la decadencia de Occidente, tantas veces pronosticada en la historia por intelectuales sibilinos y amantes de las catástrofes, ha pasado por fin a ser una realidad de nuestros días. ¿Decadencia en qué sentido? Ante todo, en el papel director, de avanzada, que tuvieron Europa y Estados Unidos en el pasado mediato e inmediato, para muchas cosas buenas y algunas malas. La dinámica de la historia ya no sólo nace allí sino, también, en otras regiones y países que, poco a poco, van imponiendo sus modelos, usos, métodos, al resto del mundo. Esta descentralización de la hegemonía política no estaría mal si, como creía Francis Fukuyama luego de la caída del muro de Berlín, la democracia liberal se expandiera por todo el planeta erradicando la tradición autoritaria para siempre. Por desgracia no ha sido así sino, más bién, al revés. Nuevas formas de autoritarismo, como los representados por la Rusia y China de nuestros días, han sustituido a las antiguas, y es más bien la democracia la que empieza a retroceder y a encogerse por doquier, debilitada por los caballos de Troya que han comenzado a infiltrarse en las que creíamos ciudadelas de la libertad.
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