Brasil: “Imagina na Copa”
Yo, a diferencia de otros admiradores de ese apasionante país, lo celebro. Nada contribuirá más a empezar la reforma de un modelo inviable e impropio de un país aspirante al primer mundo que la humillación de verse retratado en todas partes por lo que le está pasando. Brasil es demasiado país -y todos los latinoamericanos somos demasiado brasileños- como para que el líder de esta región siga aferrado a un conjunto de instituciones y políticas que lo han sumido en el marasmo y la desmoralización.
Las referencias a los problemas de Brasil con ocasión del Mundial a menudo confunden causas con síntomas. Es cierto que Brasilia aseguró que no se necesitaría dinero público para poner al día la infraestructura y que a partir de 2009 el dinero público empezó a llover sobre los distintos proyectos. O que la cifra de 13 mil millones de dólares -el gasto total estimado en relación con el evento- es la mayor de la historia de esta competición. O que Odebrecht, OAS, Queiroz Galvao y demás contratistas han donado decenas de millones de dólares al Partido de los Trabajadores (recibiendo por cada dólar donado entre 15 y 30 dólares en contratos). O que de los 12 estadios (semi)acondicionados sólo ocho eran necesarios, como advirtió la Fifa en su día. O que la mitad de los proyectos de infraestructura urbana y de transportes han sido cancelados o llevan un gran retraso. O que BNDES, el banco de fomento donde se origina parte del descomunal subsidio a las industrias vinculadas al Mundial, suelta el dinero sin importarle que una cuarta parte de los presupuestos sean costos de dudosa fiabilidad.
Pero ninguno de estos hechos o suposiciones con alto grado de sustentabilidad constituye el verdadero problema. Son meros síntomas de un sistema que funciona así desde hace mucho tiempo y cuyas dimensiones han saltado a la vista gracias a la magnitud e intensidad de todo lo relacionado con el Mundial. Nadie que tenga una noción aunque sea epidérmica de cómo está organizado el poder en Brasil, cómo funcionan sus instituciones y cómo transcurre su vida económica puede sorprenderse un ápice por lo que está sucediendo.
Sólo para poner un ejemplo: el hecho de que Brasil decidiera utilizar 12 sedes en lugar de ocho, algo que la Fifa trató de evitar por considerarlo excesivo (la Fifa también es excesiva, pero esa es harina de otro costal), es síntoma de la permanente componenda entre el principal partido, el PT, y los partidos aliados, que suman según el momento por lo menos 10, así como del contubernio sempiterno entre el gobierno central y los estados. Además de signo exterior de poder y grandiosidad, elevar a 12 el número de sedes era el resultado lógico de un sistema de pactos y de toma-y-dacas para controlar el poder político y fiscal por parte de un conjunto de intereses creados. Así como se distribuyen los dineros públicos, se cocinan las normas y se reparten blindajes e impunidades, se distribuyeron las sedes del Mundial. No respondieron a racionalidad económica alguna, sino a la necesidad de seguir sosteniendo un método, un sistema, de poder.
Por eso fue tan fácil que a partir de 2009 BNDES, el banco del desarrollo brasileño que subvenciona con crédito barato y garantías poco menos que ilimitadas a tantas industrias en sus proyectos dentro y fuera del país, se instalara en el corazón de la operación mundialista. La ficción de que no sería necesario el dinero público se disipó casi tan rápido como surgió: muy pronto BNDES, que maneja una cartera de créditos de 80 mil millones de dólares al año, empezó a aceitar la maquinaria mundialista repartiendo dinero a las empresas contratistas para los diversos proyectos. Otro síntoma en lugar de causa: el modelo brasileño depende del crédito estatal como los pulmones del oxígeno. Según Goldman Sachs, la cartera de todos los bancos estatales se ha triplicado desde 2008, a pesar de que la economía dejó de crecer a partir de 2010. Todo funciona así. Petrobras, obligada por el gobierno a vender gasolina por debajo del precio que le permitiría cubrir sus costos, aumentó su deuda neta un 50% en 2013. ¿Por qué debe sorprendernos que BNDES y toda la banca pública hayan inyectado toneladas de dinero en proyectos inviables relacionados con el Mundial? El problema no es el Mundial ni su planificación. El problema es el modelo brasileño.
El Banco Mundial acaba de reducir su pronóstico de crecimiento para la economía de este país a 1,5 por ciento en 2014. Desde 2010, el crecimiento promedio ha estado por debajo del dos por ciento, en contraste con el promedio de 4,5 por ciento entre 2003 y 2010 (el período de Lula da Silva). Si bien toda América Latina se está desacelerando, es evidente que, después de Venezuela y Argentina, Brasil es el país que más expuesto ha quedado tras el fin de la burbuja de los commodities, por sus debilidades intrínsecas. El problema esencial es que -por obra del gasto público, los impuestos asfixiantes, el laberinto de Creta de su sistema normativo y el caos de funciones que se solapan dentro de la estructura federal- en Brasil hay una tasa de inversión insuficiente. Excepcionalmente, ella alcanzó un nivel equivalente a 22 por ciento del PIB durante un tiempo bajo el gobierno de Lula (lo que de todas formas era bajo y reflejaba el boom pasajero), pero luego cayó a entre 17 y 18 por ciento. La mitad que los países emergentes del Asia y muy por debajo de Chile, Perú o Colombia.
Es importante hacer, en el análisis de lo que pasa en Brasil, la conexión entre Dilma y Lula -e incluso ir más atrás-, porque de lo contrario se puede caer en la trampa en la que parecen estar cayendo muchos votantes brasileños, para quienes lo ideal es volver a lo que ocurría antes de 2010. No: la crisis de hoy es producto del modelo de Lula y del modelo que Cardoso no pudo reformar del todo sino apenas parcialmente. Desde 1990, el Estado ha duplicado el porcentaje de la economía que se engulle olímpicamente (un 40 por ciento del PIB). A pesar de los sesenta y tantos impuestos distintos que se cobran en el país en los diversos niveles, el gasto es de tal naturaleza que hay un déficit fiscal importante y una deuda que ya representa más de 60 por ciento de la economía. Como resulta inevitable en un esquema así, la inflación es alta (más de seis por ciento) y la dependencia de las empresas privadas con respecto al dinero público, en parte por la falta de ahorro privado y en parte por los incentivos del propio sistema, enorme. La imaginación, el esfuerzo y el instinto competitivo en muchas industrias se destinan a conseguir créditos baratos del gobierno, contratos del Estado y favores de todo tipo. En un esquema de esta naturaleza, ¿a quién puede llamarle la atención que el reparto de dineros fiscales, contratos y subsidios haya sido el que ha sido para este Mundial? No hubiera podido ser de otra forma aun si todos -en el gobierno y la empresa privada- se hubieran vuelto ángeles por un rato. El modelo los hubiera obligado a hacer lo que acabaron haciendo.
Subsiste en muchos brasileños la percepción de que el problema es Dilma y que para resolverlo es necesario regresar al lulismo. De allí que, a pesar de que el gobierno sólo tiene la aprobación de una tercera parte del país, la presidenta encabece las encuestas frente a Aécio Neves (del Partido de la Social Democracia Brasileña) y Eduardo Campos (del Partido Socialista Brasileño). Dado que temen perder los ingentes subsidios de Bolsa Familia y otros programas, y que Lula está muy cerca de Dilma en esta campaña, los votantes todavía prefieren mantener a la mandataria en el poder que reemplazarla por alguno de sus rivales. Siguen con la nostalgia de lulismo. Creen que con algunos ajustes y una mayor subordinación de Dilma al modelo de Lula todo se resolverá. Como Lula se ha vuelto algo así como el jefe de campaña de su ex ministra de la Casa Civil (fue determinante para que el Partido del Movimiento Democrático de Brasil mantenga el apoyo al PT en esta campaña a cambio de cuotas de poder), en el subconsciente de millones de electores el regreso al pasado dorado está a la vuelta de la esquina. Lo cual Lula, viejo zorro político, disfruta enormemente. El rol de “kingmaker”, cuatro años después de convertir a Dilma en presidenta, sigue siendo suyo.
Todo es un espejismo. Si Lula hubiese gobernado hoy, tendría exactamente los mismos problemas que acosan a Dilma. Es verdad que durante su gobierno se redujo la pobreza. Pero basta echar un vistazo a lo que sucedió para entender los límites de ese modelo. Como explica Ricardo Sennes en un informe para el Atlantic Council basándose en cifras del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, el número de pobres cayó de 49 millones a 16 millones y el de la clase media-baja de 47 a 40 millones, mientras que la clase media pasó de 66 a 113 millones. En este desplazamiento tectónico de las categorías sociales jugaron un papel importante dos factores: el crecimiento y los subsidios. Lo segundo por definición no podía ser permanente; lo primero, por debilidades del modelo, tampoco. Una vez que, a partir de 2010, la realidad mostró sus orejas, todo se complicó. Pero, en lugar de reformarlo a fondo, el PT lo preservó, por ejemplo, alimentando con crédito fácil tanto el consumismo de la nueva clase media como la inversión en proyectos inviables y costosísimos de ciertas empresas. El resultado ha sido el sobreendeudamiento del Estado, las empresas y las familias, malas inversiones por todos lados y un océano de distancia entre las expectativas, por ejemplo, con respecto a los servicios básicos, de la nueva clase media y lo que el Estado puede ofrecer. De allí la ira contra el “establishment” que asomó en junio del año pasado en varias ciudades y que ahora vuelve a hacerse notar en Brasil.
La ira, claro, se dirige sólo en apariencia contra los malos servicios, la corrupción y el despilfarro. El sustrato profundo de esa ira, creo yo, apunta contra el despertar del sueño y, por tanto, la terrible sospecha de que una vez que suene la campana de las 12, la princesa volverá a ser una sirvienta. Hay pánico en millones de brasileños que abandonaron la pobreza a descubrir que no la habían abandonado tanto.
En los últimos tiempos, se volvió emblemática del nuevo pesimismo en Brasil la frase “Imagina na Copa”, salida de la canción del dúo Fernando e Sorocaba. Quería decir algo así como: si las cosas van así de mal, imagina cómo será durante el Mundial (y por añadidura, después). Dilma debe estar encomendándose al cielo para que Fernando e Sorocaba no resulten profetas.
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