La mentira entre nosotros
De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, la más acerba, más inquietante, más irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la tierra es la de los hombres veraces.
José Ortega y Gasset
En el Conocimiento inútil, Jean-François Revel escribió una frase que alcanzó la inmortalidad con justicia: «La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira». Si bien la vigencia de mitos ideológicos del siglo XX alimentó esa sentencia, no cabe negar su importancia para llevar a cabo un debate más amplio. No es casual que, durante todos los tiempos, razonar sobre las mentiras, sus beneficios y males, así como discutir en torno a su opuesto, la verdad, nunca haya dejado de ser trascendente, pues nuestra convivencia está signada por esos conceptos. Es imposible imaginarse una relación humana, entre seres dotados de razón y sentimientos, en la que sean irrelevantes esas apreciaciones. Por supuesto, fuera o dentro de la política –esa valiosa dimensión de la vida humana–, discurrir al respecto se vuelve ineludible. Lo han hecho pensadores desde ópticas que resultan variadas. Subrayo que, conforme a lo enseñado por Vladimir Jankélévitch, un problema como el de la mentira nos coloca frente a estas opciones: decir siempre la verdad, sin interesar las circunstancias; optar por el cinismo, es decir, mentir descaradamente; por último, buscar una suerte de justo medio aristotélico, en virtud del cual algunas mentiras sean aceptables.
La primera de las alternativas antes indicadas, cuya defensa hizo efectiva Kant, suele considerarse ideal, pero excesiva, incluso inhumana. Pasa que, a veces, la mentira no se produce sólo por decisión y necesidad del que la dice; puede ser provocada gracias al semejante, quien sería beneficiado con ese fenómeno. Consiguientemente, plantear un rigorismo, una negación rotunda como ésa implicaría, en algún instante, la producción de perjuicios. Hay situaciones en las cuales amparar una falsedad puede conllevar la salvación del prójimo. Lo primordial es que se reflexione al respecto, ponderando los bienes en peligro, para evitar la comisión de injusticias. Caminar hacia el bien, aspiración que acostumbran perseguir los hombres cuando no son innobles, puede admitir actos reñidos con la franqueza. La inflexibilidad es una cualidad que sirve también para invitar al infierno a visitarnos. No debemos olvidar que la relación con las demás personas impone concesiones, licencias en pro de nuestra paz. Es probable que, si viviéramos aislados del mundo entero, podríamos darnos el gusto de ser tan rígidos cuanto drásticos. Por el momento, debemos tener presente la necesidad de moderar ciertos principios; empero, desde ninguna perspectiva, esto significa su renunciamiento. En esta cruzada, el absurdo es reducir la cuestión a dos únicas alternativas.
Naturalmente, la búsqueda del justo medio parece bastante razonable. Esta postura posibilitaría, por ejemplo, justificar la mentira del prisionero político que, mediante torturas, está siendo forzado a declarar contra sus compañeros o familiares, quienes perderían la vida por esa revelación. Con todo, para evitar problemas mayores, el incurrir en la mentira debe ser excepcional y, asimismo, tener una fundamentación satisfactoria. El mero sentimentalismo no debe gobernarnos de manera permanente, puesto que, en ocasiones, la reacción del prójimo al que se quiere proteger de sufrir por el conocimiento de la realidad puede ser más racional de lo previsto. No es indeseable suponer que las personas pueden soportar el peso de la verdad. Nuestra generosidad se manifestaría en contribuir a la destrucción de los engaños que las ciegan. El punto es que no hay juicios absolutos en este ámbito. Las características de cada suceso, valoradas según nuestras convicciones, permitirán resolver el dilema. Obrar según la mesura es, en consecuencia, un consejo que continúa teniendo relevancia. En cualquier caso, debemos recordar que la norma es hablar con sinceridad. La inmoralidad se advertirá cuando convirtamos esto en un acontecimiento de carácter extraordinario. Acaecido este cambio, nada nos salvaría de caer en la desfachatez, malgastando los días en este planeta.
En cuanto a la opción del cinismo (no entendiendo por éste una escuela filosófica, sino esa manifiesta desvergüenza a la hora de mentir), su presencia es censurable. Más allá del tema religioso, que puede atenderse para regir nuestros actos, se debe destacar que, por ese tipo de conductas, los individuos pierden un elemento que es fundamental para toda relación, sea política, comercial, laboral o incluso sentimental: la confianza. Si todos se decantan por la mentira, no es factible el establecimiento de un sistema de convivencia basado en creencias comunes; por tanto, numerosas necesidades, ligadas al hombre en sociedad, quedarían insatisfechas. La política es uno de los terrenos en donde se pueden percibir sus efectos. La mendacidad genera triunfos para el candidato, pero igualmente desgracias sociales. A propósito, en ese campo es también posible, además de útil, reflexionar sobre el sujeto pasivo de la mentira –en general, los ciudadanos– y su necesidad de ser engañado. Porque hay mortales que prefieren una realidad falaz a la verdadera. El hecho de que conceptos como demagogia, manipulación, mito, utopía e incluso diplomacia, entre otras invenciones, no pierdan vigencia sirve para probar que la discusión sobre las mentiras en la esfera pública no debe juzgarse irrelevante. Su desenmascaramiento es un desafío que conviene aceptar mientras queramos eludir la divinización de tiranías.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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