El éxodo centroamericano
El Colombiano, Medellín
Es la 1:30 pm en San Salvador. Una muchacha de 24 años queda engullida en el atasco de una céntrica avenida. El sol luce como cada día y las calles están repletas en el frenético caos de la capital centroamericana. De repente, un transeúnte se acerca a su automóvil y golpea levemente el vidrio polarizado de su carro. Presa del pánico, al darse cuenta de que le apunta una pistola, la joven trata en vano de salir de la encerrona. Aterrorizada, comienza a hacer sonar la bocina de su coche pero nadie se mueve un palmo. El sonido de la muerte vuelve a percutir contra el cristal, pero la chica no baja la ventana. Esa decisión le costará la vida. Un segundo después, su asesino le descerraja dos tiros en la cabeza porque hay lugares donde el alma vale un arrebato y unos pesos.
Mientras la sangre se desliza espesa por su cara, los vehículos reanudan su marcha como si nada.
Al otro lado de la ciudad, a esa misma hora, cuatro mareros tatuados hasta las cejas entran en una tienda a cara descubierta para arrasarlo todo y dejar otros tres cadáveres camino de la morgue. Dos muchachos más caen abatidos en el asalto a un autobús. Todo a la 1:30 pm de un día cualquiera. Con los rayos del sol como testigos. Las mismas escenas, a la misma hora, se repiten en Ciudad de Guatemala y en San Pedro Sula.
Y mientras tanto, miles de niños llegan abandonados a la frontera estadounidense arrastrados por el éxodo que provoca la violencia desbocada de las maras, las pandillas centroamericanas que están destruyendo el presente y el futuro de esas tierras.
El Salvador, con 6,3 millones de habitantes, tiene un PIB per cápita de 3.800 dólares. La pobreza alcanza al 29 % de la población. Es el cuarto país más peligroso y violento del mundo, con una tasa creciente de homicidios, mayor de 40 por cada 100.000 habitantes. El promedio actual de homicidios diarios es de 12 y su tendencia va en aumento. Tanto como para que las peticiones de asilo por violencia superen ya a las de refugiados por conflicto bélico de la época de las guerras civiles.
En Guatemala, la pobreza extrema se traduce en que, a lo largo de 2013, cada dos horas un niño menor de cinco años muere por causas que pudieron prevenirse, como diarreas y neumonías. Con 12 millones de habitantes, Guatemala es el país centroamericano que menos invierte en la niñez y la adolescencia. Mientras Honduras, Costa Rica y Nicaragua destinan más del 6 % del PIB a la infancia, el Estado guatemalteco solo invierte el 3,1 %. Esto, en una nación donde el 48 % de la población está compuesta por niños y adolescentes. Allí, de cada 10 menores que trabajan, seis sufren de maltrato laboral. El 82 % de los varones y el 75 % de las mujeres no tiene acceso a prestaciones laborales. La tasa de homicidios de hombres de edades comprendidas entre los 13 y los 29 años aumentó un 70 % en un año.
Sin embargo, la mayoría de los niños que llegan a EE. UU. proviene en un 60 % de la ciudad hondureña de San Pedro Sula, donde la violencia de la Mara Salvatrucha azota la región con 97 homicidios por cien mil habitantes.
Los gobiernos centroamericanos son cómplices del exterminio de sus ciudadanos y del trágico éxodo de menores que huyen de un reclutamiento seguro en las pandillas. El pretexto de que la violencia es un asunto complejo y poliédrico sólo esconde la ineptitud de las autoridades. Nicaragua es un país similar al resto en todos los indicadores de pobreza y no sufre esta lacra en la misma medida. Quizá la ONU debería de empezar a pensar en mandar cascos azules a la región. ¿O no es acaso una zona de conflicto?
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