El niño que murió en el desierto
Encontraron el cadáver del niño Gilberto Ramos con un rosario blanco. Es el que le había dado su mamá al salir de San José de Las Flores, una población pobre y montañosa al norte de Guatemala. Murió de hambre y sed en el desierto de Texas, a una milla de la frontera con México. Tenía solo 15 años.
Gilberto estaba cansado de ser pobre y de no tener dinero para las medicinas que necesita su mamá, Cipriana Juárez, para controlar sus ataques epilépticos. La familia juntó casi tres mil dólares para pagarle al “coyote” y así Gilberto llegó a la ciudad fronteriza de Reynosa. Desde ahí, del lado mexicano, hizo su última llamada a su papá, antes de cruzar ilegalmente hacia Estados Unidos.
Su cuerpo estaba sin camisa —quienes sufren deshidratación suelen quitarse la ropa antes de morir— y en su cinturón encontraron escrito un número de teléfono. Era de su hermano Esvin, quien hace dos años hizo el mismo trayecto y hoy trabaja en Chicago.
“Estaba esperando la llamada de él”, me dijo Esvin en una entrevista. Pero “nunca pasó eso”. Quien le llamó, en cambio, fue una representante de la Patrulla Fronteriza en Texas avisándole que habían encontrado el cuerpo de su hermano Gilberto.
“Yo le dije que estaba muy pequeño, que mejor se quedara otro rato más allá” en Guatemala, recordó Esvin, “y él me dijo que no, que no quería estar allá, estaba desesperado.” El cadáver de Gilberto, con el rosario blanco, será repatriado a Guatemala.
La pobreza extrema lleva a muchos, como Gilberto y Esvin, a intentar emigrar a Estados Unidos. Otros lo hacen por la violencia de las pandillas, como los hijos de la hondureña María (quien prefiere no dar su apellido por motivos de seguridad).
María, quien vive en Miami, me enseñó el mensaje de texto que recibió de la Mara 18 de Tegucigalpa. “Te doy hasta mañana para que tengas mil dólares en tus manos y si no tu hijo o hija morirá”, decía el texto que aún guarda en su celular.
En lugar de darle el dinero a los pandilleros, María le pagó siete mil dólares a un “coyote” para que llevara a su hijo Eduardo desde Tegucigalpa hasta Estados Unidos. “Mi hijo pasó la frontera como un menor no acompañado”, me dijo con lágrimas en los ojos. “Lo llevaron a Illinois. Me lo entregaron en dos semanas pero él está traumatizado. Aún no quiere ir al colegio.” Pero ella cree que le salvó la vida.
Las amenazas de la pandilla contra esta familia, sin embargo, no se detuvieron. Zaira, la hija de María, recibió meses después el siguiente mensaje: “O depositas o vas a encontrar a tu hija, Yaritza, en una bolsa de basura”.
María, al saber lo que estaba pasando en Honduras, juntó nueve mil dólares y mandó traer ilegalmente a su hija Zaira y a sus nietos Yaritza, de 8 años, y Naum, de 4 años. Los tres cruzaron caminando la frontera de Estados Unidos y se entregaron a las autoridades. No fueron deportados y ya se encuentran viviendo en Miami.
María ha podido salvar a un hijo y a una hija de las amenazas de las pandillas. Pero aún le quedan tres hijos en Honduras. Y, si puede, se los va a traer también. Imposible culparla.
Estas dos historias, una de Guatemala y otra de Honduras, demuestran claramente por qué más de 52 mil niños han huido de Centroamérica y se están refugiando en Estados Unidos. Huyen de la pobreza y la violencia. Si se quedan allá, se mueren. Por eso hay que tratarlos como refugiados.
Hay que tratar a estos niños como niños, como si fueran nuestras hijos. Y uno no deporta a sus propios hijos ni los quiere tener en otro país.
Entiendo el dilema del gobierno de Barack Obama. No quiere enviar un mensaje equivocado y que le lleguen decenas de miles de niños más a la frontera. Pero no podemos tratar a niños como delincuentes.
Sí, el trayecto desde Guatemala, El Salvador y Honduras hacia Estados Unidos es peligrosísimo. Ya ven lo que le pasó a Gilberto en el desierto. Pero hay que cuidar a los que ya llegaron. Regresar a Eduardo y a Zaira a Tegucigalpa podría ser una sentencia de muerte.
Con los niños en la frontera, la primera orden es no hacer más daño. Ya luego veremos qué sigue.
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