La guerra de Obama
Los presidentes de Estados Unidos tienen enemigos y tienen guerras de distinta intensidad y duración. Pueden tener varias a la vez pero es siempre uno el enemigo que define su Presidencia. Si Roosevelt tuvo que hacerle la guerra a Hitler, Truman a Kim Il Sung, Johnson al Vietcong, Bush padre a Hussein, Clinton a Milosevic y Bush hijo a Osama bin Laden, el enemigo privilegiado de Obama es Abu Bakr al Baghdadi. No Gaddafi, ni Assad, ni Putin, sino Baghdadi. Esa guerra que está empezando -contra el Estado Islámico, antes conocido como Estado Islámico de Irak y el Levante- será la guerra de Obama. Para siempre.
Hace algunas semanas, me permití sugerir en estas páginas que era una ilusión aquello de una “intervención limitada” y rápida mediante operaciones quirúrgicas contra objetivos muy puntuales en Irak para debilitar al grupo terrorista que tiene al mundo en vilo. Era evidente -y nadie mejor que Obama lo sabía, de allí las angustiosas señales que enviaba- que la naturaleza del conflicto no permitía medias tintas. O Estados Unidos se abstenía parapetándose en el argumento de que por el momento no había ninguna amenaza directa contra ese país, o asumía la responsabilidad de liderar a Occidente en una nueva aventura militar, de mayor o menor envergadura, con mayor o menor número de aliados, con mucha o poca cobertura en el Derecho Internacional. Desde el instante mismo en que Obama, haciendo de tripas corazón y en contra de unos instintos que le aconsejaban lo contrario, decidió intervenir un poco, selló su destino político: una guerra propia.
Y aquí estamos unas semanas después, horrorizados con el espectáculo macabro de las decapitaciones de James Foley y Steven Sotloff a manos de un militante del Estado Islámico que los servicios secretos británicos creen que puede ser el cantante de “rap” L. Jinny, un inglés con raíces egipcias criado en el oeste de Londres. Uno de los mil ciudadanos europeos que, se calcula, han emigrado a la antigua Mesopotamia para entregarse a la causa del califato de Baghdadi. La dinámica de este enfrentamiento ha seguido el curso previsible: amenazas, provocaciones y actos de violencia horripilantes bajo la justificación de que los bombardeos norteamericanos iniciaron el conflicto con Occidente, y, finalmente, la respuesta de la primera potencia, empujada por una opinión pública que va sacudiéndose la apatía y, honor y dignidad mediantes, pide ahora a Obama ponerse los pantalones.
Obama no sabe todavía qué hacer. Lo dijo con toda claridad cuando, hace unos días, admitió que no tiene una estrategia que permita bombardear posiciones del Estado Islámico en Siria, donde esta organización posee una base poderosa sin cuya destrucción, según el jefe del Estado Mayor Conjunto, Martin Dempsey, no será posible detener a Baghdadi. Pero no nos engañemos: que las acciones de Estados Unidos y sus aliados sean por el momento muy cautas, dubitativas y, sí, limitadas, no implica que lo serán indefinidamente. Esta es ya la guerra de Obama y no puede hacer otra cosa que librarla de alguna forma.
El presidente está evaluando cómo librarla, discutiendo con sus militares cuál es la manera más eficaz de atacar, evaluando con sus diplomáticos cómo convocar la participación de muchos países aliados y debatiendo con sus asesores políticos cómo encajarla dentro del calendario electoral complicado que se aproxima: comicios legislativos en noviembre y, dos años después, presidenciales. En ambos, las perspectivas del Partido Demócrata, de por sí debilitadas por la impopularidad del gobierno, podrían ennegrecerse mucho si la conducción de esta guerra no logra la aprobación de la calle y da pie a que el Partido Republicano haga picadillo al inquilino de la Casa Blanca.
Tres grandes problemas dificultan la toma de decisiones de Obama.
El primero es la información insuficiente que se tiene sobre el Estado Islámico, cuyo ascenso fue meteórico y cuya implantación en Siria y el norte de Irak pilló al mundo descolocado. Se cree que tienen decenas de miles de militantes en ambos países (en Siria se habla de 50 mil pero esa cifra parece muy exagerada) y se tiene un perfil psicológico de Baghdadi, el autoproclamado califa, así como una noción más o menos bien formada sobre la financiación de la organización terrorista, que es abundante. Esto no se debe a las donaciones provenientes de los países del Golfo, aunque también las reciben, sino a que controlan mucho territorio. Allí extorsionan con el cobro de cupos a innumerables personas y entidades, e interceptan el suministro de petróleo y gas que luego venden a los intermediarios. Pero más allá de esto no se sabe mucho.
Esta información deficiente se ha notado en las contradicciones y mensajes confusos que han enviado distintos líderes estadounidenses. Por ejemplo, el secretario de Defensa, Chuck Hagel, y el jefe del Estado Mayor Conjunto han hablado “del grupo más sofisticado que hayamos conocido”, del surgimiento de una amenaza “transregional y global” y de la necesidad de intervenir en Siria. Sin embargo, el director del Centro Nacional Antiterrorista, Matthew Olsen, el hombre clave de Obama en esa especialidad dentro de la red de inteligencia, lleva unos días tratando de desdramatizar las cosas: afirma que no hay amenaza al territorio estadounidense ni un nuevo “11/9” en potencia.
Esto último podría ser parte de una táctica política tendiente a bajar la presión. Tendría sentido, pues Obama, que no tiene definido lo que quiere hacer y cómo hacerlo, necesita algo de espacio. Sin embargo, resultan flagrantes las lagunas informativas. En el Pentágono se daba por seguro que Baghdadi tenía células europeas y acaso asiáticas, como las tenía Al Qaeda antes de los atentados contra las Torres Gemelas, pero el propio Reino Unido, así como otros gobiernos europeos, ha filtrado informaciones minimizando esta posibilidad. Por ahora, según ellos, las acciones, el predicamento y los objetivos del Estado Islámico están concentrados en el teatro de operaciones conocido.
El segundo gran problema de Obama podría describirse como un “teatro del absurdo” geopolítico y diplomático. Tiene que ver con el hecho de que el Estado Islámico ha convertido en aliados tácitos de Estados Unidos y Reino Unido (los dos países occidentales más directamente enfrentados a la organización terrorista) a quienes hasta ayer eran enemigos y en ciertos asuntos siguen siéndolo. Entre ellos, la dictadura de Assad en Siria, a la que el Estado Islámico quiere destruir y Rusia, el gran protector de Assad, al que Baghdadi ha declarado su odio mediante la amenaza directa de liberar el Cáucaso (el mismo objetivo que los grupos terroristas islámicos que operan en esa región, especialmente el Emirato del Cáucaso). Intervenir en Siria contra el Estado Islámico supone aunar esfuerzos con Assad y reforzar al régimen responsable de más de 200 mil muertes, al que el año pasado Washington y Londres querían bombardear. También implica coordinar esfuerzos con Rusia, que abastece a Assad desde la base naval en el Puerto de Tartus, en la propia Siria.
Con un candor que se aprecia, el propio David Cameron, primer ministro británico, decía el jueves, aludiendo a este dilema absurdo: “En el pasado, decir ‘el enemigo de mi enemigo es mi amigo’ ha conducido a muchos enredos políticos”. Se refería, claro, a una larga lista que incluye haber apoyado a los muyahidines contra Rusia y a Hussein contra Irán. Ambos beneficiarios del apoyo económico y militar estadounidense acabaron con el tiempo convertidos en enemigos de Washington. Uno de ellos fue Al Qaeda, alimentado por muchos ex combatientes muyahidines. Los estadounidenses tienen una expresión para esto: “Blowback”. Los latinoamericanos conocemos bien sus implicaciones. Una de ella fue Manuel Antonio Noriega, agente y asalariado de la CIA en su día y más tarde narcotraficante, aliado de Fidel Castro y azote de Washington.
¿Puede Estados Unidos atacar al Estado Islámico en Siria sin el consentimiento de Assad y Putin? En teoría, puede. En la práctica es muy difícil. Y no sólo por razones militares o políticas: también por razones jurídicas. La Carta de Naciones Unidas ofrece dos posibilidades para una intervención military en otro país. Una, recogida en el Artículo 51, dice que un país puede actuar en defensa propia o invitar a terceros a que lo asistan. Otro, plasmado en el artículo 41, exige una resolución del Consejo de Seguridad. Si Assad no da su consentimiento, Estados Unidos tendría que utilizar las decapitaciones de ciudadanos estadounidenses y otros elementos de esa índole como justificación de la “defensa propia”, algo que desde el punto de vista jurídico es endeble. Por otro lado, las posibilidades de contar con el respaldo de Putin en el Consejo de Seguridad en caso de que Washington actúe sin el consentimiento de Assad serían nulas.
El tercer gran problema es militar. ¿Cómo destruir al Estado Islámico sólo con bombardeos aéreos? Lo último que quiere Obama es enviar a cientos de miles de soldados a Irak (y menos aun a Siria) para pasar por el calvario por el que pasó George Bush. Cameron, con otro despliegue de candor, dijo esta semana que no se puede tener una presencia militar en otro país sin el apoyo resuelto de la “gente local”. Todo indicaba que los soldados estadounidenses serían recibidos “como libertadores” en Irak, según predijo Dick Cheney, en tiempos de Bush. Pero la realidad demostró ser más compleja. El resultado fue una guerra que no ha terminado (la nueva guerra contra Baghdadi es en cierta forma una prolongación de aquella). Enviar soldados contra el Estado Islámico es no sólo tomar muchos riesgos e incurrir en gastos descomunales que el Fisco estadounidense no puede sostener, sino, probablemente, estirar la comprensión del público estadounidense más allá del límite. El precio electoral podría ser devastador.
Pero, sin una presencia masiva de soldados en tierra, ¿qué se puede hacer? Es, precisamente, lo que evalúan los militares del Pentágono con la ayuda de los 1.200 hombres que tienen ya en Irak (350 fueron enviados esta semana) en distintas misiones de seguridad, asesoría e inteligencia. La clave, se piensa en Washington, está en que los bombardeos puedan facilitar las cosas a las fuerzas locales, especialmente a las del Ejército iraquí y las de los kurdos, los más directamente amenazados por Baghdadi. Pero las tropas regulares iraquíes ofrecen escasa garantía de éxito. Para no hablar del riesgo de que en un escenario revuelto no sean las tropas regulares sino las milicias chiitas radicales teóricamente afines al gobierno las que acaben beneficiándose de la intervención estadounidense por aire.
Todo esto puebla hoy la cabeza -cada vez más canosa- de un Obama que ha entrado en guerra. El, que creía que había llegado al poder para acabarlas.
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