Del mando al gobierno
Sólo hay una manera de aprender a mandar, es aprender a obedecer.
Franz Tamayo
Tal como lo ha expresado Jonathan Wolff, una de las preguntas que tiene mayor importancia en la filosofía política es: “¿Quién debería mandar?”. Con seguridad, el asunto interesa desde que los individuos se sintieron impelidos a organizarse para satisfacer sus necesidades. La obtención de ése y otros fines, esenciales para el establecimiento de la sociedad, requería un orden, pero también la presencia del que, rigiendo a los demás, gestionara su vigencia. Era preciso contar con quien velara por el cumplimiento de las reglas, normas en donde su arbitrio resultaba determinante. Tomando en cuenta esta relevancia que era dispensada al titular del mando, se recurrió a diferentes criterios para respaldar su elección. Así, revisando la historia, hallamos el fundamento del acto de mandar en la fuerza física, los años, las deidades y, gracias al adelanto propiciado por Grecia, la decisión que se conoce a través del régimen democrático. Cabe acotar que, salvo en el último caso, cuando era buscada esa persona o grupo rector del resto, se estaba de acuerdo con la subordinación a su voluntad. En otras palabras, lo que se perseguía era el hallazgo de gente a la cual nos sometiéramos sin grandes objeciones. Ellos debían mandar; a nosotros, privados de sus atributos, no nos incumbía más que el obedecimiento.
Acordar quién tiene que mandar es insuficiente para garantizar el levantamiento de un escenario propicio para la libertad. Es igualmente necesario señalar cómo practicar esa prerrogativa y, además, cuáles son los fines que corresponde perseguir. Éstos ya son aspectos que rebasan lo referente al mando, volviendo ineludible hablar de otro elemento primordial: el gobierno. Pasa que, bajo esta denominación, encontramos ideas en torno al ejercicio del poder que otorgan un valor superior a quienes deben obedecer. De hecho, la evolución del concepto de autoridad política puede ser enseñada como el avance de la protección brindada a quienes no contarían, en principio, con ninguna atribución que permita imponer órdenes al prójimo. En este cometido, aunque parezca extraño, se ha propugnado la idea de que el mando supremo lo tiene la ciudadanía, cuyos miembros deben ser servidos por las autoridades. Esto quiere decir que, para beneficio de su soberanía, los hombres han entendido cuánto peligro puede generar el sometimiento irrestricto, aun cuando se les ofrezcan todas las delicias del universo. Es preferible un burócrata limitado, encargado de administrar los asuntos públicos, a una persona que anuncie la gloria si se le obsequia el acatamiento más ovejuno. Impulsados por esta convicción, nuestros semejantes han ideado instituciones, las que no tienen sino el objetivo de restringir las competencias del gobernante. El progreso de los hombres reconoce en esta cruzada un acierto inestimable.
Es innegable que hay variadas maneras de pensar los términos aquí tratados. Se sugiere la prudencia cuando alguien los emplea para tratar de legitimar su poder. Ocurre que, con gran frecuencia, se opta por la confusión, el distanciamiento del sentido primigenio para cambiar una situación de privilegio. Siguiendo esta línea, habiendo adoptado la forma democrática de gobierno, es útil que no haya dudas en cuanto al mando. Porque, contrariamente a lo creído por muchos, el gobernante no es quien manda, sino los ciudadanos, aquéllos que confiaron en su propuesta para resolver problemas comunes. Esto se funda en la representación política que, como es sabido, tiene relación con una noción básica de mandar. Se lo subraya para notar que colocar a las autoridades públicas en un nivel supremo, desde el cual sus decretos aceptarían sólo una radical sujeción, es un absurdo. Nosotros no les debemos devoción alguna; fueron colocados para cumplir ciertas tareas a cambio de retribuciones fiscales. El tema es bastante sencillo y prosaico. El día en que la burocracia pierda todo barniz de divinidad, tradicional o posmoderna, los ciudadanos habrán triunfado. Será entonces posible la intervención de personas que, en lugar del clásico favor, incluso suplicación, exijan a esos mortales servirlos a cabalidad.
La importancia del mando y el gobierno se origina en nuestro gusto de ser libres. Pretendemos que haya una delimitación absoluta de los espacios en donde se admite la obediencia para evitar, ante todo, el sometimiento al poder arbitrario. Creadas esas fronteras, es factible la discusión sobre otras cuestiones. No tiene que haber amos, mandarines ni, menos aún, grupúsculos encargados de resguardar un orden bárbaro. Esto responde al peligro de las tentaciones que acostumbran dominar a cualesquier dirigentes. El mundo se ha cansado de contemplar esas perversiones del espíritu. Por ello, siendo razonable, nuestra principal preocupación debe ser la de preservar el derecho al desacato. Nada nos asegura que, parapetados en las formalidades legales, esos sujetos procuren la explotación de quienes debían dictarles sus mandatos. Renunciar al ejercicio de esa facultad es perder una potestad concedida por la naturaleza del hombre. Rebelarnos es un hecho que, desde los tiempos cavernarios, nos ha permitido el avance en distintos campos. La insatisfacción posibilita que se forjen ideas capaces de mejorar un panorama presentado como insuperable; alentarla, aún en el terreno político, traerá sólo beneficios. Huelga decir que, cuando no tiene fundamento racional, la desobediencia se convierte en una vulgar manifestación de incivilidad. Solamente los individuos que comprenden la necesidad de cumplir esa condición están preparados para promover una convivencia ejemplar.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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