La Cumbre de las Américas y la sombra de Cuba
Faltan todavía algunos meses (será en abril de 2015) pero la intensidad de los forcejeos diplomáticos es tal, que cualquiera diría que la VII Cumbre las Américas -a realizarse en Panamá- tendrá lugar la próxima semana. Como no podía ser de otra manera tratándose de América Latina, la manzana de la discordia es… ¿el rol de la región como potencia emergente? No. ¿La siempre insuficiente integración? No. ¿Una eventual libertad de circulación de personas, mercancías y capitales que incluya a Estados Unidos, América Latina y el Caribe? No. ¿Cómo responder a la estrepitosa desaceleración económica? No. Más bien, si Cuba debe o no ser invitada a participar en la Cumbre de las Américas, el mismo foro que en 2001 acordó que el estricto respeto por el sistema democrático es “una condición esencial de nuestra presencia en ésta y las futuras cumbres”. Por no mencionar que en la declaración aparece la palabra “democracia” como sustantivo, adjetivo o adverbio 18 veces, la expresión “derechos humanos” ocho veces y la referencia al “estado de derecho” dos veces.
Ocurre que Panamá ha invitado ya al gobierno dictatorial a participar en la reunión de abril con respaldo de varios gobiernos de la región que lo vienen pidiendo desde hace mucho rato. Estados Unidos y diversos sectores de la opinión pública objetan esa invitación porque violaría los acuerdos que condicionan la asistencia de cualquier país. Así se lo ha hecho saber Washington a Panamá.
Se repite, pues, la historia de todas las reuniones hemisféricas en las que Estados Unidos ha compartido protagonismo con América Latina en los últimos años. En 2012, en la Cumbre de las Américas celebrada en Cartagena, la exasperación de Barack Obama por la presión que ejercían sus colegas latinoamericanos en relación con Cuba -además de las quejas por distintos aspectos de la política exterior norteamericana- lo llevó a pronunciar una frase lapidaria: “A veces siento en estas discusiones como si estuviese en una cápsula del tiempo, regresando a los años 50 y la diplomacia de las cañoneras”. En aquella ocasión, varios aliados de Cuba agrupados en Alba -como los presidentes de Venezuela, Ecuador y Nicaragua- se negaron a aceptar la invitación del anfitrión, José Manuel Santos, por haber excluido a Cuba. Otros, como Evo Morales y Cristina Kirchner, partieron antes de la clausura para expresar su malestar.
La ocasión en que esta disputa llegó más lejos fue la Asamblea General de la OEA que tuvo lugar en San Pedro Sula, Honduras, en 2009. Allí un grupo de países entre los cuales estaba nada menos que Brasil logró, tras muchos forcejeos y con la oposición de Hillary Clinton, entonces jefa de la diplomacia de su país, que se anulara la famosa Resolución VI adoptada el 31 de enero de 1962 por los ministros de Relaciones Exteriores que excluyó a Cuba del Sistema Interamericano. En otras palabras, quedaba abierta la puerta para aquello que los aliados de Cuba, con el explícito respaldo de José Miguel Insulza, vienen buscando desde hace años: la reincorporación de la dictadura cubana a la OEA.
Pero la batalla que planteó Hillary con la ayuda de algunos otros países, como Colombia, para que ese regreso estuviera condicionado vio sus frutos en el lenguaje definitivo, pues se hablaba de una participación de Cuba sujeta a un diálogo con La Habana y “de conformidad con las prácticas, los propósitos y principios de la OEA”. En otras palabras: primero democracia y derechos humanos, y después el retorno a la OEA.
Que esa era la interpretación correcta es algo que confirmaron tanto Estados Unidos -mediante un comunicado de Hillary Clinton- como La Habana, que reaccionó de inmediato llamando “repudiable” a la OEA por boca del propio Fidel Castro y anunciando que no volverán jamás.
En los años siguientes los aliados de Cuba impulsaron distintas iniciativas para actuar al margen de la OEA y por tanto de Estados Unidos, entre otros propósitos. Una de ellas, por supuesto, fue Unasur (Unión de Naciones Sudamericanas), cuyas raíces son anteriores y cuyo Tratado Constitutivo se había suscrito el año antes pero que sólo cobró vigencia después. En este caso el promotor fue Brasil. La otra iniciativa, más directamente vinculada al esfuerzo por distanciarse de Estados Unidos, fue el Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), creación básicamente de Hugo Chávez que nació en 2011. Cuba, parte de aquella iniciativa desde el inicio, celebró por intermedio de Fidel Castro el “acontecimiento institucional más importante de la región en un siglo”. Era una “anti OEA” que no decía su nombre y que encerraba una ironía: si algo estaba ocurriendo en la OEA desde hacía años era el debilitamiento del liderazgo estadounidense y el peso desproporcionado de los aliados de Cuba. La resolución ambigua de la Asamblea General de 2009 sobre Cuba así lo sugería. La influencia de Hugo Chávez con apoyo de Brasil en las distintas crisis democráticas también.
No contentos con los logros alcanzados contra el imperialismo, los amigos de Cuba siguieron dando guerra en la OEA para lograr la incorporación de la isla a la Cumbre de las Américas. La organización hemisférica es auspiciadora de estas cumbres, lo que la convierte en un vehículo perfecto para presionar a Estados Unidos y a los que, en sintonía con Washington (son pocos y casi nunca se atreven a decirlo en público) quieren evitar que Cuba participe por no cumplir los requisitos. Por eso, en la Asamblea General de la OEA celebrada en Paraguay en junio de este año se alzaron nuevamente las voces que exigían la presencia de Cuba en la Cumbre de las Américas que tendrá lugar en Panamá. John Kerry no participó en la reunión, con lo que se libró de escuchar una interminable jeremiada.
Las circunstancias políticas relacionadas con Panamá, el país anfitrión de la próxima Cumbre de las Américas, ayudan mucho a quienes buscan la participación de Cuba. En julio de este año se produjo un cambio de gobierno: el actual Presidente, Juan Carlos Varela, tomó la posta de su enemigo, Ricardo Martinelli, muy crítico de La Habana. Varela fue originalmente un hombre muy cercano a Martinelli, y su partido, el Panameñista, era parte de una coalición liderada por Cambio Democrático, presidido por el ex mandatario. Martinelli lo llevó como vicepresidente y lo nombró canciller, pero en 2011, cuando se produjo la ruptura entre ambos, lo destituyó del cargo. Desde entonces hasta el cambio de gobierno, la relación fue una batalla campal. Varela, sin embargo, vencedor de los comicios de este año, acabó sucediendo a Martinelli y, a través de la nueva vicepresidenta y canciller, Isabel de Saint Malo, ha hecho un esfuerzo para apartarse de la línea del gobierno anterior, que había enfrentado a Panamá con el grupo de países del Alba (llegó a cederle su asiento en la OEA a María Corina Machado para que denunciara al régimen venezolano que la privó de su escaño en la Asamblea Nacional).
Es en este contexto que hay que situar el esfuerzo de Panamá para contentar al grupo de amigos de Castro que presionan en favor de la invitación a Cuba. Varela y Saint Malo saben bien que nunca es mal negocio político en América Latina tener de su parte a los regímenes de izquierda tanto moderados como autoritarios si enfrente se tiene sólo a Estados Unidos, como es el caso ahora. Los gobiernos de derecha, como el colombiano, no sólo no van a mover un dedo en contra sino que tiene un especial interés en llevar la fiesta en paz con La Habana, sede de las negociaciones con las Farc. El gobierno de Varela calcula que, tratándose de un amigo de Washington y del país más capitalista de la región (es un centro financiero internacional), la administración Obama no tomará represalia alguna contra el istmo si sigue adelante con los planes de tener a Cuba en la reunión.
Por lo demás, la comunidad internacional, que incluye a Estados Unidos, sigue viendo a Panamá como una de las excepciones honrosas de América Latina en lo que a resultados económicos se refiere. Este año, en medio de la pronunciada desaceleración, será el país cuya economía más crecerá (superó el seis por ciento en el primer semestre de este año). La confianza sigue siendo tan elevada que Panamá acaba de emitir deuda por 1.250 millones de dólares a un cupón de apenas cuatro por ciento. Ese país, pues, tiene su flanco derecho blindado (además Varela, cercano al Opus Dei y del mismo partido que hace unos años liberó al anticastrista Posada Carriles, es de derecha) y ahora también su flanco izquierdo. Un excelente negocio político. No invitar a Cuba significaría el boicot de varios presidentes y una andanada de agresiones verbales (y tal vez medidas diplomáticas) por parte de un poderoso grupo de gobiernos de izquierda.
A menos, claro, que Obama decida no participar en la Cumbre de las Américas, en cuyo caso el evento en el que Panamá pone tanto empeño se vería sin duda muy empañado. Por el momento Estados Unidos no ha dicho que no va a ir. Se ha limitado a recordarle a Panamá a través del Departamento de Estado que “la Cumbre de 2001 acordó una cláusula democrática que pone condiciones relacionadas con la democracia y los derechos humanos”. El propio Kerry y la vicepresidenta y canciller panameña han tenido ocasión, durante una visita de esta última a Washington recientemente, de expresar en persona los puntos de vista respectivos. No hay que olvidar que Kerry fue, como senador y como presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, un crítico frontal de Cuba y de los países gobernados por el populismo autoritario antes de asumir la Secretaría de Estado.
Por ahora el forcejeo continúa en privado para tratar de influir en la organización del evento en los aspectos relacionados con Cuba. No está claro todavía si Obama irá y si, aceptando la inevitabilidad de la participación cubana, pondrá condiciones para evitarle al gobierno estadounidense la incomodidad de otro viaje en la cápsula del tiempo, esta vez con bastante más ruido de motores aun que en 2012. Ya Obama se ha encontrado con Raúl Castro en público, como el mundo entero atestiguó con ocasión de los funerales de Nelson Mandela en Sudáfrica. Pero esta vez es más complicado: no se trata de un encuentro protocolar inesperado y sin relación con un evento enmarcado por una documentación oficial que condicione la participación. Aceptar sin más que Cuba participe implicaría reducir a letra muerta todos los documentos oficiales de la Cumbre de las Américas desde su inauguración en los años 90 y en cierta forma desdecirse de una política exterior oficial.
Para entonces Obama deberá lidiar con un Congreso aun más hostil que el actual, emanado de los comicios de noviembre de este año, dar pretextos a los republicanos (y algunos demócratas activos en lo de Cuba) para seguir erosionando su posición doméstica puede ser un factor disuasorio. En el otro lado de la balanza estará la condición de pato rengo del mandatario, ya libre de todo compromiso electoral y por tanto con menos presión para evitar pagar precios políticos por sus decisiones. Así que, como dicen por ahí, por ahora lo más seguro es que quién sabe.
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