¿Se sabrá algún día toda la verdad?
Oswaldo Payá y Harold Cepero nunca podrán contar lo que verdaderamente les sucedió un aciago día de julio cuando murieron en extrañas circunstancias en una desvencijada carretera en el Oriente de Cuba. Sin embargo, por extrañas carambolas del destino, Ángel Carromero, dirigente español de Nuevas Generaciones, se ha convertido en el hilo conductor que desmadeja lo que pudo haber ocurrido cuando él conducía un auto junto a los dos desaparecidos disidentes cubanos y otro acompañante, el sueco Aron Modig, que desde el supuesto accidente de tráfico ha enmudecido ante los medios de prensa.
Carromero, quien acabó en la cárcel en Cuba acusado de homicidio imprudente antes de ser trasladado a España para continuar su condena, está de visita en Estados Unidos con la intención de seguir exigiendo que se sepa la verdad de lo que aconteció cuando viajaba por la isla con los dos conocidos opositores. A pesar de que fue obligado a autoinculparse en un vídeo que difundió el gobierno cubano, una vez que salió del país, el joven militante del centrista Partido Popular siempre ha sostenido que la causa del siniestro fue la persecución de un auto de la policía política que los embistió. Hasta el día de hoy, asegura que vio con vida a Payá y a Cepero antes de que fuera trasladado a un hospital donde se le notificó que los dos dirigentes del Movimiento Cristiano de Liberación habían muerto.
A pesar de la escasa solidaridad que encontró a su llegada a España, donde todavía es más fuerte la simpatía por la dictadura castrista que el compromiso con la libertad de Cuba, Carromero escribió un libro, Muerte bajo sospecha (Anaya) que es la crónica de una muerte anunciada, la de Payá, a quien la Seguridad del Estado había acosado y amenazado durante años. Carromero, que estaba de visita para fomentar contactos con la disidencia y conocer de cerca la situación del país, fue la víctima propicia que cargaría con las muertes de los dos incómodos disidentes.
Muchos de los compatriotas de Carromero han elegido ignorar su testimonio, quizás por no gozar de los favores de una izquierda que prefiere menoscabar a un adversario político antes que poner en tela de juicio la versión de un régimen despótico que durante más de medio siglo se ha dedicado a aniquilar cualquier resquicio de libertad. Si no, cómo se explica que el diario El País dedicara un editorial en el que dudaba más del alegato de Carromero que de un montaje, el castrista, en el que nunca se permitió una investigación independiente y los propios familiares de los fallecidos no tuvieron acceso al juicio en el que se condenó al político español. Sería equivalente a llegar a la arbitraria conclusión de que las víctimas de los crímenes del franquismo tienen pocos fundamentos a la hora de reclamar justicia.
La vida de Ángel Carromero cambió para siempre cuando se embarcó en un viaje que lo llevó a una isla que en verdad es una inmensa cárcel cuyos habitantes son vigilados a todas horas. Me temo que ningún viajero, ni tan siquiera aquellos que no se dejan engañar por el espejismo azul de Varadero, está preparado para comprender el verdadero alcance de un sistema totalitario. Desafortunadamente, Carromero lo comprobó con la desaparición de sus amigos cubanos y su propio calvario.
Después de tan traumática experiencia Carromero pudo haberse apartado para siempre del estigma cubano, que es el de ser asediado por el régimen castrista y sus compañeros de viaje. No obstante, por el compromiso contraído con las familias de Payá y Cepero, y sus propias convicciones en contra de una dinastía familiar que opera como una mafia, dedica parte de su tiempo a denunciar la manipulación de un accidente que, insiste, no fue tal, sino una mortal encerrona de la Seguridad del Estado. Por eso se reunirá con personalidades de la diáspora cubana y con políticos. La esperanza de Carromero es que el oscuro episodio en el que se vio implicado no caiga en el olvido y algún día se esclarezcan los hechos.
Oswaldo y Harold murieron un domingo de verano. Las primeras noticias llegaron de noche a Madrid y supimos que algo terrible había ocurrido. Por fortuna Ángel Carromero está vivo para contarlo.
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