Carta de una madre al Vaticano
La Iglesia está habituada a tener la última palabra y por ello el Vaticano se sintió conminado a pronunciarse respecto al suicidio asistido de Brittany Maynard.
Poco después de que la joven estadounidense se quitara la vida con barbitúricos que le recetó un médico en Oregon, monseñor Ignacio Carrasco de Paula, al frente de la Pontificia Academia para la Vida, declaró que se trataba de un acto “absurdo” y “censurable”. El prelado se refería a la decisión de Brittany de ponerle un plazo a su existencia tras haber sido diagnosticada con un tumor maligno en el cerebro que poco a poco mermaría sus facultades físicas y mentales antes de morir postrada en un hospicio. Tras consultarlo con su esposo y sus familiares más allegados, esta maestra de 29 años decidió mudarse a uno de los cinco estados donde la ley protege a quienes, aquejados de una enfermedad mortal, resuelven tomar el camino de una muerte voluntaria y digna.
Asesorada por la organización Compassion & Choices, Britanny quiso hacer de su meditada decisión un ejemplo para quienes, como ella, creen en el derecho a morir por medio del suicidio asistido en casos extremos. Por ello su cruzada fue pública e incluso dejó vídeos explicativos en los que no cabe duda de que se informó a fondo antes de tomar tan duro paso en la plenitud de su corta vida. Para ella era importante dar la batalla con el objeto de que haya menos obstáculos a la hora de tomar decisiones de peso en situaciones médicas complejas y muchas veces sin una salida honrosa.
Como cabía esperar, la madre de Britanny, quien la apoyó y la acompañó hasta el final, no tardó en responderle al Vaticano con una carta tan ríspida como los comentarios de la curia romana sobre su añorada hija. Debbie Ziegler no alcanza a comprender en qué le incumbe a una lejana institución un asunto tan íntimo que sólo le atañía a Brittany. Y esta leona dispuesta a defender a su cachorro de cualquier descalificación, va más lejos al señalar que ella, en calidad de profesora, un término como “censurable” lo emplea en el aula para describir los actos de los pederastas o de los tiranos. En todo caso, a la madre de Brittany las palabras del monseñor le han parecido más que “censurables”, muy desatinadas.
De hecho, Carrasco de Paula apostilló que no hay nada digno en quitarse la vida. O sea, negó la esencia misma de lo que se proponía Britanny, que era evitar su degradación física y mental antes de que fuera demasiado tarde. Para ella, como para tantos defensores del suicidio asistido, la dignidad última del individuo radica en la posibilidad de elegir marcharse de este mundo no cuando los médicos o el caprichoso curso de la naturaleza lo dictaminen, sino cuando la persona decide que ha llegado la hora de atajar unas circunstancias abocadas al ocaso.
Está comprobado que la mayoría de las personas prefiere vivir incluso cuando está aquejada de un terrible mal. Pero otras, aunque sean una minoría, aspiran a que el Estado no entorpezca su derecho a morir dignamente y con asistencia para que la despedida sea lo menos traumática posible. Así fue como Brittany Maynard se instaló donde estaría amparada por la ley y guiada por médicos especializados. Sus últimos días, rodeada de sus seres más queridos, fueron serenos a pesar del inmenso dolor del adiós definitivo.
Cuando el Vaticano amonesta a esta joven a la que su familia todavía llora, su madre se pregunta, no sin razón, quién les ha dado vela en el entierro de su determinada y valiente hija.
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