Je suis Charlie
Mientras crecía el eco de la consigna con la que el mundo solidarizaba con los periodistas de Charlie Hebdo, los policías y el visitante masacrados por el terrorismo islámico -“Je suis Charlie”-, surgían en la conciencia de Occidente las mismas preguntas que los recurrentes atentados de origen idéntico en las últimas décadas han provocado cada vez que se mató en nombre de Alá: ¿Es esta una guerra santa? ¿Es incompatible el islam con la libertad? ¿Se trata de un ataque a los valores o una forma de atentar contra los gobiernos enemigos? ¿Es la importante población musulmana de Europa, entre 15 y 20 millones de personas, un problema o una solución de cara a la asignatura pendiente de la laicidad y la separación definitiva entre el Estado y la religión entre los fieles de una de las grandes religiones del mundo?
Preguntas, desde luego, que no tienen respuestas definitivas. Sí, hay algo de guerra santa porque el fanatismo distribuido entre distintas organizaciones y países así lo pretende aun cuando las democracias liberales que lo combaten y las sociedades contra las cuales ese fanatismo apunta no la buscan ni la pretenden. Sí, el islam tiene dificultades para convivir con la libertad porque los fanáticos han logrado sofocar las corrientes liberales del islam ya sea porque gobiernan despóticamente o porque han convertido a las dictaduras militares en la única alternativa a las dictaduras religiosas en muchos países árabes. Sí, hay algo de ataque a los valores aun cuando se trate, desde el fanatismo, de justificar los atentados con el argumento de que sólo constituye una defensa contra el intervencionismo occidental.
Pero estas no son respuestas con perfil nítido, más bien atisbos, vislumbres. No podemos estar seguros de la mayor parte de estas cuestiones que plantea hoy la relación explosiva entre una corriente del islam encarnada por minorías poderosas y aparentemente invencibles y unas democracias liberales que carecen de estrategia y van a tientas, reaccionando patéticamente a los hechos de sangre que se producen cada cierto tiempo, a veces con ferocidad y a veces con cobardía, pero nunca con algo que podamos llamar éxito.
La mejor prueba es que ha pasado ya más de un cuarto de siglo desde que el Ayatola Jomeini emitiera la “fatwa” contra el escritor Salman Rushdie, de origen indio pero radicado entonces en Londres, por considerar su libro Los versos satánicos una blasfemia. Desde entonces, hubo muchas ocasiones en que el miedo fue más fuerte que la fe en la libertad en Occidente y distintos gobiernos, instituciones y personas en las democracias occidentales cedieron al chantaje. Mucha gente criticó a Charlie Hebdo en 2006 cuando publicó caricaturas de Mahoma, como había fustigado un año antes a los responsables de la publicación danesa Jyllans-Posten por publicar sus propias viñetas “blasfemas” con la imagen del profeta. Y aun más doloroso es recordar que en 2006, al poco tiempo del asesinato del cineasta Teo van Gogh en Holanda por su cortometraje crítico del islam, a Ayaan Hirsi Alí, la somalí nacionalizada holandesa a quien los mismos fanáticos querían matar por ser autora del guión, se le retiró el pasaporte y expulsó del país de los canales para aplacar a los asesinos. Esto, en la misma Holanda que inventó la sátira religiosa en el siglo XVII y donde el protestante Guillermo III empleó al primer satirista, Romeyn de Hooghe, para hacer propaganda contra el católico Luis XIV.
No faltaron, en 2011, quienes responsabilizaron a Stéphane Charbonnier, el director de Charlie Hebdo y emblemático dibujante de la publicación acribillado este miércoles, por los ataques con bombas molotov contra su semanario. La culpa, se dijo, la tiene el semanario por no cesar en sus provocaciones contra el islam. En efecto, eran provocaciones, como lo fue el último tuit de “Charlie” antes de morir, donde se usa la imagen de Abu Bakr al Baghdadi, el autoproclamado jefe del Estado Islámico, pero eso, precisamente eso, es lo que Occidente se ganó el derecho a hacer desde que, en el siglo XVII, Baruch Spinoza, en su tratado sobre la religión que le costó la expulsión de su comunidad, gritó en favor de la libertad de conciencia y la separación de la religión y el Estado.
Pero no sólo ha sido patética la respuesta acobardada de Occidente. También lo ha sido la otra, la del fanatismo de signo contrario, como los ataques contra las mezquitas en Suecia hace pocos días, la creciente islamofobia en la propia Francia, en Alemania y en varios otros países o los asaltos a mezquitas esta semana en represalia por la masacre de París, que caen en la trampa perfecta tendida por el islamismo fundamentalista, necesitado de un enemigo que se le parezca.
Y, por último, no carece de patetismo la respuesta de los gobiernos democráticos en guerra al terror. A inicios de la década de 2000 se declaró esa guerra y en septiembre de 2014 Estados Unidos y algunos europeos, entre ellos, hélas, la propia Francia con 1.300 hombres, tuvieron que volver a intervenir en Irak porque resulta que las cabezas de la hidra se siguen multiplicando y el Estado Islámico pretende instalar un califato en Oriente Medio. Esto es de nunca acabar.
No hay forma, parece, de saber qué hacer. Un buen botón de muestra es la propia Francia. Como es sabido, algunos rehenes franceses del fanatismo islámico han sido liberados en tiempos recientes mientras que los ciudadanos de otros países eran ejecutados. Aunque nadie lo admite, nadie duda de que Francia aceptó las condiciones del terror y pactó esas liberaciones en secreto.
Esa contradicción profunda refleja la confusión, la impotencia de la política occidental frente al terror.
Esto se desarrolla, además, ante un telón de fondo que incluye la inmensa población musulmana de Europa, entre la cual quizá se juega la justa definitiva entre el laicismo y el fanatismo. Francia es hoy el país europeo con la comunidad musulmana más amplia. Nadie sabe cuántos son -entre tres y cinco millones- porque desde la década de 1870 está prohibido censar con criterios étnicos o religiosos a la gente (la ley fue ratificada en los años 70 del siglo XX). En realidad, una cuarta parte de los franceses son hoy inmigrantes, hijos de inmigrantes o nietos de inmigrantes, y entre ellos los de origen musulmán son muy numerosos. Las razones remiten a la Colonia: la historia de Francia y la de ciertos países del norte de Africa están imbricadas. En 1954 el Ejército Nacional de Liberación declaró la guerra de independencia en Argelia contra la Francia colonial y ocho años más tarde la consiguió, punto de partida de una migración que en los años 60 alcanzó cifras enormes. Desde entonces en líneas generales la comunidad de origen musulmán siguió creciendo, aunque hablar en esos términos es engañoso porque los estudios más serios indican que no más de un tercio de ella se declara musulmana practicante.
Pero lo cierto es que cada cierto tiempo surgen asuntos que encienden la pólvora en esas comunidades, ya sea la marginación que llevó a muchos jóvenes de la segunda generación en las “banlieues” a protestar violentamente hace unos años o los enfrentamientos por la prohibición del uso del pañuelo musulmán entre las colegiales. El asunto musulmán en Francia está tan a flor de piel que un libro de Michel Houellebecq, el feroz crítico del islam, titulado Sumisión (como Teo van Gogh tituló su cortometraje) imagina un Estado musulmán francés dentro de dos décadas. La polémica en Francia ha sido incesante y el propio “Charlie” se hizo eco de ella, con el uso de la sátira anarquista que lo caracterizaba, en días recientes.
No es, desde luego, la única comunidad musulmana importante. La turca en Alemania también es motivo de profundas reflexiones sobre el diálogo entre Occidente y el islam y sobre los límites y desafíos de la integración, como sucede en otras partes. Pero no hay hasta ahora ninguna sociedad europea que haya resuelto este problema, si de problema puede hablarse, de naturaleza cultural: ¿Cómo hacer prevalecer entre las comunidades musulmanas los valores liberales de modo que desde allí esos valores irradien al resto del mundo musulmán, incluyendo Oriente Medio y el Africa del Magreb?
Una última reflexión: los atentados contra las Torres Gemelas lograron provocar en Estados Unidos dudas sobre la conveniencia de mantener todas las libertades y garantías que forman parte de la sociedad occidental. En ciertos casos el Estado desbordó los límites porque se creyó que ello era necesario para ser más eficaces: el espionaje contra ciudadanos inocentes ha motivado un traumático debate, como era de esperar en una sociedad democrática. No hay duda de que la presión social hará algo similar en Francia. Ya oímos a Marine Le Pen, la líder de extrema derecha que lidera los sondeos, decir que “basta de hipocresías” frente al islamismo, sacando partido del estado de conmoción de millones de franceses y europeos.
Que no lo son y que hay que defenderlas hasta la muerte es algo que Stéphane Charbonnier y compañía gritan hoy a viva voz desde el lugar donde se encuentren.
No son los valores del paraíso -la masacre del miércoles demuestra lo imperfectos que son- pero en la historia de la civilización humana ningún conjunto de valores produjo algo mejor de lo que tenemos. Y quienes atentan contra ellos deben ser derrotados, aunque haya que inventar cada día nuevas formas de lograrlo porque fallaron todas las anteriores.
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