Brasil en los tiempos del «Petrolao»
Si la época del cuartelazo no hubiera sido superada en América Latina, el más tremebundo escándalo de corrupción de la historia moderna brasileña, conocido como el “Petrolao”, ya habría sido el pretexto de un golpe militar. Pero no descartemos que algún fenómeno de esos que han reemplazado al cuartelazo, como el de los “outsiders” populistas que refundan repúblicas, acabe un día de estos poniendo de cabeza al primer país de América Latina porque el “establishment” brasileño, bajo el Partido de los Trabajadores, trabaja incansablemente cada día para hundir esa atribulada democracia federal.
Todo empezó con una investigación de poca monta, “Operación Lava-Jato”, relacionada con pequeñas mafias que lavaban dinero empleando gasolineras y otros establecimientos del día a día. Uno de estos personajillos al que la policía seguía la pista resultó conectado con un ex reo al que se suponía reformado y contrito pero que había reincidido luego de salir de la cárcel en actividades de contrabando y lavado de dinero de aquellas que suelen prosperar en ambientes con abundancia de controles e impuestos. Este hombre, Alberto Youssef, fue la punta del hilo que llevó a la madeja de los intereses políticos y económicos de máximo nivel concentrados en -y alrededor de- Petrobras, el gigante petrolero de propiedad estatal que cotiza en las Bolsas paulista y neoyorquina, y que es la mayor empresa del país. El asunto le acaba de costar la cabeza a la presidenta de Petrobras, muy ligada a Dilma Rousseff.
La policía se topó con una sorpresa con todos los visos de ser el comienzo de algo muy importante: Youssef había comprado un auto de más de 115 mil dólares a nombre de Paulo Roberto Costa, un ejecutivo clave de Petrobras. La vinculación entre Costa y Youssef, el lavador de dinero, estaba disimulada con la ayuda de unos contratos de “consultoría” que de inmediato las autoridades tomaron por la ficción que eran.
Fue así que en marzo del año pasado Costa acabó arrestado y que, en gran parte gracias a su testimonio de colaborador arrepentido, se produjo meses después el arresto de 39 personas, entre ellas otros dos ejecutivos máximos de Petrobras -Ricardo Duque y Néstor Cerveró- así como ejecutivos de las siete principales compañías constructoras del país y otros miembros de la elite brasileña. La lista de empresas comprometidas recorre nombres tan emblemáticos como Camargo Correa, Queíroz Galvao, OAS, UTC y otras. Pero este es sólo el comienzo: mientras perpetro estas líneas, los mentideros políticos y mediáticos, alimentados por filtraciones de la policía federal, jueces federales y funcionarios de la Procuraduría General, anuncian la inminente imputación de una treintena de políticos, la inmensa mayoría del Partido de los Trabajadores. Entre otros, se menciona con insistencia a Edison Lobao, el ministro de Energía y Minas de Dilma Rousseff, a ex ministros suyos como Gleisi Hoffman, su jefa de gabinete hasta febrero del año pasado, Antonio Palocci y varios más, así como a los capitostes del Congreso.
La imputación contra los políticos será el resultado de las pesquisas de un grupo especial formado por el procurador general, Rodrigo Janot, que reunió a ocho fiscales con la misión específica de desenredar la trama política del “Petrolao”. Hasta ahora las imputaciones tenían un carácter político más bien indirecto porque involucraban a ejecutivos de Petrobras y a empresarios. Pero desde el comienzo, según las informaciones que han dado Costa y los otros dos ex ejecutivos de Petrobras, el contubernio de la corrupción tuvo que ver con la política mediante el cobro de sobornos y la financiación irregular de campañas electorales. Nada de lo cual significa que ahora que las investigaciones van a derivar en acusaciones formales contra los políticos haya concluido la dimensión empresarial de las pesquisas: el juez federal Sergio Moro les tiene puesta la puntería a otras 10 grandes compañías, entre las cuales están desde Andrade Gutiérrez y Techint hasta MPE, GDK y Christiani Nielsen.
La nuez del asunto es que Petrobras fue utilizada como centro neurálgico de una vasta y permanente corrupción en el “establishment” brasileño. Los ejecutivos de Petrobras asignaban capital para obras de infraestructura petrolera que, mediante la contratación de trabajos sobrefacturados a precios groseramente inflados, iban a parar a las empresas principales del país. Los ejecutivos de estas compañías, a su vez, derivaban secretamente entre tres y cinco por ciento del volumen total de la facturación a los ejecutivos de Petrobras, a personajes del mundo de la política y los negocios vinculados a ellos, y a líderes del Partido de los Trabajadores (y en bastante menor medida de otras agrupaciones) con influencia en el proceso de nombramiento de la plana mayor del gigante petrolero o en la regulación bajo la cual opera la industria. No se sabe exactamente cuánto dinero fue derivado a estos fines, pero los contratos ascienden a varias decenas de miles de millones de dólares y los cálculos a propósito del desfalco llegan a cifras de vértigo. Se estima que el perjuicio para Petrobras puede sumar más de 30 mil millones de dólares.
Aunque es pronto para saber hasta dónde subirá la marea del “Petrolao”, la responsabilidad política de la Presidenta y de los 12 años de gobierno del Partido de los Trabajadores es muy significativa. Dilma era la jefa de Petrobras -presidió su directorio desde 2003 hasta 2010, es decir durante las dos administraciones de Lula da Silva- cuando una parte importante del “Petrolao” tuvo lugar. Además, cuando asumió la Presidencia de la República nombró en ese cargo a una mujer muy allegada a ella, Maria das Graças Silva Foster, bajo la cual los ejecutivos de máximo nivel que están presos llevaron a cabo el desfalco sistemático de la empresa. El martes ella anunció que dejará Petrobras junto con su equipo. Es cierto que las dimensiones de lo que sucedía sólo ahora se empiezan a conocer pero desde hace mucho tiempo hay indicios de malos manejos en esa empresa. Un escándalo anterior, por ejemplo, tuvo que ver con la revelación de que, bajo la presidencia de Petrobras ejercida por Dilma, la empresa brasileña adquirió una refinería en Pasadena, Texas, a un precio 27 veces mayor que el que había pagado dos años antes la compañía belga Astra Oil.
En gran parte la victoria muy ajustada de Dilma Rousseff sobre el senador opositor Aécio Neves en la segunda vuelta de octubre pasado se debió al desgaste que había sufrido la mandataria a raíz de los problemas relacionados con Petrobras. Pero en aquel momento no se habían producido todavía las imputaciones y detenciones de decenas de ejecutivos de las principales empresas constructoras, algo que sucedió un mes después del balotaje, ni habían salido a relucir los nombres de alto nivel político vinculados a esta trama de corrupción que tuvieron relaciones estrechas con la primera administración de Dilma o sirvieron en ella. Es altamente improbable que, de haberse hecho todo esto público antes de la segunda vuelta, Dilma hubiera obtenido el mismo número de votos con los que logró a duras penas vencer a su rival. Hay ya muchas muestras de hastío en la sociedad brasileña sobre la corrupción del PT y otras organizaciones.
Petrobras era hasta hace muy pocos años un símbolo del Brasil emergente; hoy encarna a un sistema fracasado que pide a gritos un cambio. Con una deuda de más de 170 mil millones de dólares, una caída interanual de sus utilidades de 22 por ciento en los primeros tres trimestres de 2014 (será peor la caída del año completo cuando se conozca el resultado del último trimestre) y una situación que la obliga a desacelerar drásticamente su ritmo de inversiones de capital, Petrobras refleja lo que pasa con la economía política brasileña pero a su vez agrava sus padecimientos. Como representa uno de cada 10 dólares de inversión fija en el país, la caída de sus inversiones de capital este año tendrá un efecto negativo en el crecimiento del producto bruto. Si añadimos a ello que, a raíz del escándalo, ha tenido que cancelar contratos a sus proveedores y prohibir la contratación de obras a las grandes compañías que forman parte de la trama, estamos hablando de un radio muy amplio de consecuencias económicas. Ya hay decenas de miles de empleos perdidos y muchos proyectos encarpetados.
Fernando Henrique Cardoso escribía hace poco lo mucho que le preocupaba “haber perdido el rumbo de la Historia” y afirmaba que la “desconfianza no es sólo de la economía, es del sistema político como un todo”.
Un sector muy amplio de brasileños parece haberlo comprendido así, de allí la alta votación por el cambio en las elecciones pasadas, reflejada en un vuelco notorio de inclinaciones ideológicas en el Congreso, donde el Partido de los Trabajadores ha quedado reducido a 69 diputados de un total de 513 (logra, sin embargo, formar mayoría con varios socios parlamentarios). La propia Dilma se ha visto obligada a dar un giro copernicano adoptando algunas de las medidas favorables al capital privado y la disciplina fiscal que tanto atacó durante su campaña y nombrando a algunos ministros más cercanos a la oposición que a su entorno tradicional. Pero el descrédito y la sensación de que en cualquier momento el “Petrolao” u otro escándalo de corrupción puede impedir que siga gobernando restan mucha credibilidad por ahora a su empeño de sacar a flote a una economía que no crece casi nada y que este año podría estancarse del todo. También compromete sus intentos de renovar la fe en el sistema político.
La industria petrolera vivió en 2007, con el descubrimiento de los yacimientos “presal” debajo del lecho submarino, a más de 300 kilómetros de las costas del sudeste, un momento de gloria. Lula declaró que “Dios es brasileño” y diseñó un esquema proteccionista y monopólico, reforma de la ley petrolera incluida, para lograr en 2020 el objetivo de convertir a Brasil en una de las cinco mayores potencias petroleras. La idea era pasar de producir 2,3 millones de barriles diarios a producir cuatro millones. Hoy ese sueño se ha alejado a medida que las realidades de un sistema mercantilista, corrupto y antimoderno van marcando un terrible contraste con el de otros países a los que las nuevas tecnologías de la explotación de crudo han convertido en locomotoras de la industria.
La buena noticia es que tantos brasileños hagan hoy su autocrítica y la crítica del sistema que tanto los entusiasmó. La mala noticia es que una conjunción de factores -desde el descrédito de los actores gubernamentales hasta una sequía pertinaz que está golpeando tanto el abastecimiento de agua como a la industria hidroeléctrica- se está encargando de poner palos en la rueda del cambio.
No nos engañemos: en el país líder de América Latina las cosas se pondrán bastante peor antes de ponerse mejor. Esperemos que entre la escala y el destino final no medie demasiado tiempo y que Fernando Henrique Cardoso no tenga razón al pensar que los brasileños han perdido el rumbo de la Historia.
- 23 de enero, 2009
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