Los terroristas de Colombia quieren amnistía por crímenes de guerra
En una entrevista con el diario colombiano EL TIEMPO a comienzos de febrero, José ¬Leonidas Bustos, el nuevo presidente de la Corte Suprema de Justicia, dijo que “ninguna institución jurídica puede ser una camisa de fuerza” que impida la construcción de la paz, y con ella, “una sociedad más igualitaria, más incluyente”. Si la declaración parece venir de un jurista que no cree en el estado de derecho, hay buenas razones.
Por casi tres años y medio, el presidente Juan Manuel Santos ha negociado con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) con la idea de poner fin a la violencia de los rebeldes. Pero el grupo guerrillero se rehúsa a pagar con cárcel por sus actividades terroristas. Desde el punto de vista de Bustos, negarles justicia a las víctimas de las FARC y ofrecer penas mínimas a los subversivos (como servicio comunitario en lugar de prisión) por sus crímenes de guerra soluciona el problema.
El afán de Bustos por calmar a las FARC es un indicio del declive de la democracia en Colombia. Otra es el desfile de testigos falsos profesionales en los juzgados.
Los guerrilleros dicen que no dejarán las armas, pagarán cárcel por asesinar y mutilar a civiles, o renunciarán a las grandes extensiones de tierra y otras riquezas acumuladas de forma ilícita a través del tráfico de drogas, los secuestros y las extorsiones. De acuerdo con la Organización de Naciones Unidas, el reclutamiento de menores es un crimen de guerra. Las FARC son notorias por esa práctica, pero dicen que un castigo por esto no es negociable.
Santos ha prometido someter a un referéndum un acuerdo final, pero es difícil que un pacto en el que las FARC no respondan ante la ley sea aprobado. La violencia guerrillera ha cobrado cientos de miles de vidas civiles y mutilado decenas de miles más. Sondeos sugieren que la guerrilla tiene un índice de aprobación popular de 3%, por mucho.
Pero las FARC y sus simpatizantes esperan mejorar las probabilidades de un triunfo en un voto nacional mostrando que las Fuerzas Armadas de Colombia son tan culpables de crímenes de guerra como ellas. Por lo tanto, lo justo sería exigir amnistía para ambos.
Nadie pone en duda que los militares colombianos, como la mayoría de los ejércitos, han tenido su parte de miembros reprochables. Un ejemplo fue la revelación en 2008 que algunos soldados llevaron a 22 jóvenes incautos a una zona rural en las afueras de Bogotá y luego los asesinaron para cobrar bonificaciones de combate. La noticia sacudió al país, y luego otros episodios similares de falsos positivos salieron a la luz.
Sin embargo, es un gran salto pasar de estos casos a acusaciones que se reportan ahora en la prensa de más de 3.000 de estos asesinatos. Los enemigos de las Fuerzas Armadas colombianas han estado circulando con ansiedad las cifras infladas y las usan como prueba de que el ejército está plagado de asesinos. Si esto fuera cierto, significaría un descalabro institucional de proporciones épicas, que al mismo tiempo se mantuvo en secreto. Esta sería una gran conspiración.
El sentido común exige una buena dosis de escepticismo, especialmente porque sería del interés de la guerrilla presentar ante la fiscalía a sus combatientes dados de baja como víctimas civiles. No sería difícil encontrar un “testigo”.
Cuando Gustavo Moreno, abogado penalista colombiano, publicó en 2014 un libro llamado “El falso testimonio”, describió un sistema judicial inundado por una industria artesanal de mentirosos profesionales. La semana pasada, el periodista colombiano Juan Gossaín, habló del tema en una columna en EL TIEMPO, “El cartel de los falsos testigos: viaje a las entrañas del demonio”, en la que destacó el libro de Moreno. Gossaín escribió la forma en que Moreno siguió el rastro del fenómeno a la desmovilización de los paramilitares hace una década. Cuando fueron a la cárcel, recibieron ofertas de beneficios económicos y jurídicos si aceptaban convertirse en informantes.
“La situación es tan grave que en este momento hay más de tres mil procesos por falsos testimonios”, escribió Gossaín. “Y la avalancha no se detiene”, agregó. Los testigos profesionales son usados en múltiples juicios a pesar de que se ha demostrado que han mentido.
Desde 2001 he estado reportando sobre la “guerra jurídica” de los subversivos contra oficiales del ejército en la que testigos sobornados o intimidados presentan acusaciones de violaciones de derechos humanos o lazos de las Fuerzas Armadas con los paramilitares. En los casos que estudié, los soldados fueron al final exonerados pero no antes de que sus carreras o finanzas quedaran arruinadas.
Los políticos también son vulnerables. Luis Alfredo Ramos, el popular ex gobernador de Antioquia, buscaba la nominación de su partido a las elecciones presidenciales de 2014 y tenía probabilidades razonables de ganar. Pero en 2013 fue detenido y acusado de tener lazos con los paramilitares. Según Gossaín, la Corte Suprema de Justicia ordenó su captura con base en el “testimonio de un hombre que tiene 12 alias diferentes, y que fue prófugo de la justicia”. Mi propio reportaje indica que tres de los “testigos” en el caso de Ramos están cumpliendo condenas de al menos 10 años. Ramos, cuyo abogado es Moreno, sigue en prisión.
Puede que la campaña de desprestigio contra los militares colombianos ayude a vender la amnistía de las FARC al público. Pero Santos y el principal magistrado del país deberían recordar que donde no hay justicia, no hay paz.
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