Reivindicación de la dignidad política
Hay que tener en cuenta que se usa también como término peyorativo; no sólo por los partidarios de la autocracia o la dictadura, sino por quienes la estiman como sinónimo de corrupción.
Eduardo Haro Tecglen
En nuestros tiempos, debido principalmente a hechos de corrupción que han protagonizado los políticos, éstos no inspiran felicitaciones, elogios ni, menos aún, ovaciones sinceras. En efecto, al imaginar a esos individuos con aspiraciones de poder, muchas personas conciben cuestionamientos, objeciones e incluso insultos. Sin retraso, se los asocia con la indecencia, las mentiras y el crimen, afectándose al oficio que supuestamente cumplen. Así, como consecuencia del comportamiento de sus practicantes, esa importante actividad se transforma en una tarea que causa la repulsa del ciudadano. Es innegable que hay casos rescatables, hombres ante los cuales cabe una fehaciente admiración; no obstante, la regla es tener un mal juicio sobre sus actuaciones. Tantas épocas de ruindades han hecho que la opinión mayoritaria tenga un tono condenatorio en su contra.
Sería falso, además de moralmente reprochable, negar los vicios que se presentan en el ámbito político. Son demasiadas e inocultables las muestras de perversión que, aunque haya gran ímpetu, no pueden obviarse. No es preciso que alguien se esfuerce, dentro o fuera de un país, por encontrar motivos que funden su aversión. Con todo, es deseable que, al formular las críticas correspondientes, no incurramos en confusiones. Sucede que, tal como lo ha expresado José Ingenieros, esos males son propios de la “degeneración de la política”, una decadencia que refleja el desprecio por principios fundamentales, así como defendibles, en esa esfera. Por lo tanto, no es esa invención que posibilita la solución de problemas comunes en sociedad, sino sus ejecutores, sean oficialistas u opositores, quienes han contribuido a su desprestigio, aun provocando el rechazo inmediato del semejante.
La política es un fenómeno necesario y, cuando es explotada por hombres civilizados, que gustan del orden favorable a nuestra libertad, ampliamente provechoso. Es una dimensión que no conviene desdeñar, porque hay siempre sujetos dispuestos a aprovechar esta posibilidad para oprimirnos. Gracias a los quehaceres políticos, podemos debatir sobre nuestro proyecto de vida en común, rectificar equivocaciones, profundizar aciertos, controlar al gobernante, sancionarlo: mejorar la convivencia. Es cierto que, conforme a lo enseñado por Hannah Arendt, se trata de algo conflictivo, en esencia; empero, allí radica una riqueza, pues, merced a las disputas en torno al poder, el progreso se vuelve factible. Recalco que es una labor digna, pero esto no debe llevarnos a consagrar su absolutismo. Es que, como afirma un personaje de Mario Vargas Llosa, no todo “ha de ser política en la vida. Hay que hacer sitio, también, para las cosas agradables”. La politización total es, por ende, una calamidad que debemos evitar.
Para luchar contra el descrédito de la política, resulta imprescindible que se produzcan cambios en sus actores principales. En este sentido, para contribuir al avance, se puede recurrir a nociones como las de profesionalización y moralización del político. Respecto a la primera cuestión, está claro que, sin una preparación seria, donde importa lo ideológico, y una dedicación responsable a esos menesteres, nuestros representantes seguirán sobresaliendo por el oportunismo y la ineptitud. Asimismo, si aspiramos a cambiar esa situación, debemos preocuparnos por la reconciliación entre política y ética, evitando los extremos que conllevan violencia. Nada beneficioso puede aguardarse al promover un ejercicio inescrupuloso del poder.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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