Perú: Cuando proteger significa perjudicar
Las investigaciones de James Tooley, un renombrado profesor de Política Educativa de la Universidad de Newcastle, han explorado la situación de la educación en países pobres. Gracias a ellas hoy conocemos que en Pakistán un alto porcentaje de niños procedentes de hogares precarios están matriculados en escuelas privadas (40% en centros gubernamentales y 37% en el sector privado); en la India, donde los sacrificios de las familias de escasos recursos son notables para enviar a sus hijos a escuelas privadas (muchas de ellas no reconocidas como tales por ciertos requisitos que no satisfacen la regulación del Gobierno), se estima que más del 30% de niños y adolescentes entre 6 y 14 años de zonas rurales y de bajos ingresos están matriculados en escuelas no estatales; en África sub-sahariana se ha dado un brote de escuelas “espontáneas” que atienden las necesidades educativas de quienes no podrían satisfacerlas por falta de financiamiento. Ya son más de 2000 escuelas que se han abierto en esta parte del mundo bajo la modalidad de múltiples grados, impulsadas por los propios padres de familia.
China, otra realidad estudiada por Tooley, no deja de asombrar por su capacidad para responder ante el reto educativo que imponen los nuevos paradigmas tecnológicos. En la provincia de Zhejiang, por ejemplo, la pobreza está ligada a su poco competitiva economía extractiva (pesca y arroz) –aunque su industria de seda se viene fortaleciendo–; sin embargo, el 60% de la población estudiantil de las escuelas privadas pertenecen al estrato salarial más bajo, mientras que en otras provincias como Shaanxi son los maestros pensionados o agricultores quienes emprenden proyectos de escuelas primarias para educar a más de 10.000 estudiantes.
Cada una de estas iniciativas, revelan los estudios, se ha dado en respuesta a las deficiencias que el servicio estatal educativo ha mostrado largamente: desde el bajo nivel de motivación para la enseñanza de los maestros, hasta la débil infraestructura académica padecida. Claro está, la educación estatal, en estos casos, podría jactarse de ser “gratuita” en cumplimiento al “derecho social” respaldado constitucionalmente; pero los padres de familia que prefirieron trasladar a sus hijos a escuelas privadas midieron el costo futuro de la educación estatal recibida, y asumieron que la gratuidad, en esas condiciones, traería frustraciones en la búsqueda del progreso del clan familiar.
En las antípodas, lejos de todas estas transformaciones educativas valiosas donde lo tercermundista es un epíteto contra el que se forcejea constantemente gracias a logros como estos, encontramos que una Ley de Protección a la Economía Familiar, promulgada en el Perú, ha sido convalidada recientemente con un fallo del Tribunal Constitucional que declara improcedente su demanda de inconstitucionalidad. Dicha ley permite a los estudiantes morosos de las instituciones públicas y privadas continuar con sus estudios superiores, a cuenta de que se les retengan sus certificados hasta que puedan resolver sus pagos pendientes con las respectivas moras. La sentencia claramente vulnera la protección a la propiedad privada porque es anuente con la violación a la libertad empresarial e intimida futuras iniciativas privadas.
El órgano colegiado, ante la demanda contra la norma que alienta la morosidad (hay que recordar que la Constitución del Perú, en su artículo 59, indica que el Estado estimula la creación de riqueza y garantiza la libertad de trabajo y la libertad de empresa) prefirió entender que, en esencia, la Ley de Protección a la Economía Familiar no es ni excesiva ni desproporcionada y que, “al contrario de disuadir la actividad económica privada de los centros de educación superior, (lo que busca es) fomentarla a través de una intervención estatal que promueva la competencia en condiciones de igualdad.”
¿Desde cuándo es posible alentar la competencia con mayor intervención estatal? Esta sentencia raya con el contrasentido y el estatismo espantoso. Como hemos visto, mientras en países abatidos por la miseria y el caos poblacional, algunos más pobres que el Perú, responden con ingenio y sensatez a una educación estatal mediocre y que rezaga, creando escuelas en donde no se dejan de cobrar pensiones o cuotas, aceptándose incluso contribuciones en especie dependiendo de la capacidad de la familia para aportar; aquí los politicastros y magistrados de insólito espíritu colectivista, en razón a un superrealista derecho a la educación (aludiendo al movimiento artístico de Bretón que intentaba sobrepasar lo real impulsando lo imaginario y lo irracional), fallaron a favor de la morosidad porque, desde la chatura de su comprensión sobre la naturaleza de los libres intercambios económicos, es posible seguir ofreciendo un bien o servicio sin recibir absolutamente nada a cambio.
Por un lado es inconcebible que un Gobierno como el de Ollanta Humala, que busca generar mayor empleo y capacidad de consumo en la población con leyes que persiguen la fluidez en el mercado laboral (como el caso de la ley de empleo juvenil que finalmente fue derogada por presión popular), caiga en despropósitos como la promulgación de una norma que pretende proteger la economía familiar, pero que va en desmedro de los que asisten con sus bienes o servicios educativos a las mismas familias que busca resguardar. ¿Cuál es el sentido empresarial de quien gestiona una universidad o instituto privado si no puede cobrar por el servicio ofrecido?, ¿quién le garantiza al dueño de un centro académico privado que el estudiante moroso vaya a pagar sus deudas, considerando la probabilidad de deserción?, ¿cómo se cubrirán sus costos fijos? Con esa misma lógica, si la salud al igual que la educación es un derecho “consagrado” por la Constitución, ¿podremos, también, los ciudadanos ejercer el derecho a hacer uso de clínicas privadas a cuenta de pagarles la consulta o la atención cuando tengamos disponibilidad de hacerlo?
Uno de los magistrados del Tribunal tuvo voto singular en la sentencia, y sus argumentos se condicen con el respeto a la libertad de empresa. Sostuvo, con mucha razón, que las conductas empresariales –entre las que están las modalidades de cobranza–, están reguladas por la competencia. Es decir, si un centro de estudios no supiese responder a las complicaciones económicas del estudiante o su familia, existirán otras que sí sabrán hacerlo, y en esta decisión, el Estado no tendría ninguna incumbencia.
Igualmente, expresó que la norma de marras es contraproducente para todos los estudiantes puesto que para compensar los forados dejados por las deudas de quienes no pueden pagar sus estudios, las universidades e institutos podrían, con facilidad, incrementar las pensiones. Eso, sin mencionar que el espíritu de la ley en cuestión desincentivaría la consolidación de las instituciones educativas existentes y la aparición de nuevas con mejor proyección. En efecto, la demanda interpuesta contra la Ley de Protección a la Economía Familiar debió declararse ha lugar porque viola las libertades del ciudadano que busca legítimamente generar riqueza brindando, en este caso, servicios educativos; y ese ciudadano lo somos todos. Nadie es ajeno al mercado. Es propio de quien participa libremente en un juego de intercambios y se sujeta a acuerdos que, de manera privada, entre ofertante y demandante, procura establecer en virtud del conocimiento de las propias necesidades y potencialidades, sin participación de actores no invitados como el Estado, que antes que facilitar la interacción, esparce ponzoña y urde desconfianza entre la ciudadanía, contaminando el mercado con absurdas complacencias demagógicas.
El autor es Licenciado en Administración de Empresas y Máster en Relaciones Internacionales Aplicadas. Es también docente universitario en Perú, consultor en temas de Gestión Empresarial y durante largos años columnista de prensa.
- 23 de julio, 2015
- 4 de septiembre, 2015
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