La manipulación de la confianza
No es frecuente que líderes y gobernantes sean reconocidos popularmente por su primer nombre ya que esto significa, de cierta manera, una identificación muy especial entre el líder y la masa que tiende a facilitar la conducción, y hasta manipulación, por parte del primero, del pueblo que dirige.
Los líderes que logran este tipo de relación personal, de la que a veces no pueden sustraerse ni sus propios enemigos, son casos raros en la historia pero es fácil apreciar que ese trato íntimo y de cierta forma personalizado de quien es en realidad un extraño, ejerce una influencia y control sobre el hombre común del cual le es muy difícil sustraerse.
Los pueblos siempre se han inclinado a tratar a sus dioses y héroes de “tú” porque tal vez esta sea una forma de endulzar los miedos ante jueces poderosos y ganar indulgencia a través del tuteo que solo confiere la confianza.
Los dioses y héroes mitológicos, a pesar de ser implacables, fueron los primeros en estimular la intimidad y el compadreo con sus súbditos, porque al parecer fueron también los pioneros en poner en práctica el criterio de que la mejor manera de mantener el control sobre el pueblo está en una dosis apropiada de garrote y zanahoria y en hacerle creer al individuo y su multiplicación (la masa), de que ellos solo actuaban por la voluntad de quienes les adoraban.
Con el monoteísmo no se extinguió la relativa intimidad entre Dios y el Hombre y a pesar del respeto y temor que inspiraba tan grandes poderes el “tú” mantuvo su vigencia en la relación del individuo con lo divino.
Más tarde los sacerdotes, sin importar signo, estimularon una práctica similar en la feligresía. Mientras mayor es el rango, es más común que se hagan llamar por el primer nombre y hasta en algunos casos asumen nuevos apelativos, perdiendo toda importancia el apellido.
La realeza, en particular los monarcas, como una forma de intimar el control a través de la familiaridad y sublimar así la autoridad sobre sus súbditos y, quizás también, en un intento de ser tan omnipresente como los dioses, ya que supuestamente su poder devenía de éstos, estimularon el mismo trato dejando para la plebe y su corte el uso de los apellidos para que éstos les ennobleciera en alguna medida.
Si el absolutismo divino o monárquico auspició y estimuló la propagación de tal forma de identificación, los totalitarismos ideológicos la promovieron aún más, enriqueciéndola con tesis igualitaristas y estableciendo la creencia de que todos participaban en las decisiones y que cualquiera, solo por medio de la fe, la disciplina y el sacrificio personal, podía acceder al liderazgo principal.
Paradójicamente los totalitarismos ideológicos tienden a parecerse a las estructuras eclesiales a pesar de su afán por destruirlas. En muchas ocasiones asumen sus métodos para construir el nuevo orden creando entre otras condiciones un sistema de beatificación en el que el nombre del máximo líder se vulgariza hasta el tuteo.
En las sociedades abiertas la presencia de líderes carismáticos es menos factible y su autoridad, por grande que sea la popularidad de que disfrutan, tiende a ser más reducida. Las condiciones de un estado de derecho impiden que el dirigente pueda asumir un control pleno de la sociedad y en consecuencia del individuo.
En una comunidad libre el ciudadano tiene acceso a informaciones sobre los errores y deficiencia de sus regentes, por lo que aún en sus momentos más estelares, este puede ser retado y sustituido.
Paradójicamente los regímenes totalitarios estructurados no son proclives a crear líderes carismáticos. Cuando acceden al poder y asumen el control de todos los mecanismos del estado, su sustentación está fundamentada en una burocracia Partido-Estado en el que la mediocridad generalizada es un factor clave para no alterar el equilibrio del conjunto.
No obstante han sido líderes de un gran carisma los que al hacer simbiosis con el “proyecto” que personalizan han podido imponer el tipo de sociedad que propugnan. Ejemplos históricos son Lenin, Mao, Tito, Hitler, Mussolini, Perón y Fidel, entre otros.
En una sociedad totalitaria es una aberración compartir el mando, de ahí parten las confrontaciones entre el poder político y cualquier otra manifestación de autoridad que tienda a menoscabar sus prerrogativas. Los dogmatismos políticos son prácticamente gemelos univitelinos de los fundamentalismos religiosos y no admiten que sus súbditos rindan obediencia y/o sumisión a otras jerarquías
La ruptura de la dependencia del individuo del “Mesías” solo es posible cuando el ciudadano toma conciencia de sus propios derechos y privilegios y desecha el “tú” paternalista, político o fundamentalista, y regresa al usted, por medio del cual demuestra que exige respeto a su dignidad y soberanía personal.
El autor es periodista de Radio Martí.
- 28 de diciembre, 2009
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