El santo grial de la igualdad
Quienes persiguen el santo grial de la igualdad de manera engañosa confunden la igualdad con la pobreza. Esta confusión es peligrosa porque deriva en políticas redistributivas en desmedro de aquellas que buscan reducir la pobreza. No hay una relación clara entre la concentración de riqueza y los niveles de pobreza. De hecho, hay países pobres y ricos que tienen bajos niveles de desigualdad como Etiopía y Noruega, así como también los hay con altos niveles de desigualdad como Ghana y Estados Unidos.
Los soldados de la cruzada igualitaria también olvidan que la riqueza no es estática, constantemente crece o disminuye. De ahí que el problema principal en economías que todavía no dan el salto al desarrollo es crear más riqueza, no distribuirla mejor. Por eso importa el crecimiento económico sostenido y convienen las políticas que lo promueven. Un estudio del Banco Mundial (2013) que analiza la mejora en los ingresos del 40% más pobre en 118 países a lo largo de los últimos 40 años concluyó que tres cuartas partes de la mejoría se deben al crecimiento económico –y solo una cuarta parte a programas redistributivos–.
La retórica del santo grial de la igualdad suele ser efectiva para desviar la atención de una realidad que la contradice. Quienes se llenan la boca hablando de la igualdad de ingresos, de la “justicia social” y de tantos otros eslóganes de moda, se quedan callados frente al elefante en la habitación: la grandísima desigualdad de poder entre todos los ciudadanos y el Gobierno. El economista Peter T. Bauer explicó en su ensayo “El grial de la igualdad” que “cuando la desigualdad de poder político entre gobernantes y gobernados es marcada, las medidas convencionales de ingresos y calidad de vida no pueden ni remotamente reflejar lo esencial de la situación. Este tipo de medidas subestiman considerablemente las realidades de la desigualdad en una sociedad en la que los gobernantes pueden disponer de los recursos prácticamente cuando les dé la gana. Podrían utilizar su poder para asegurarse ingresos cuantiosos; o podrían elegir estilos de vida austeros. Aun así tienen un gran poder sobre las vidas de sus súbditos, que pueden utilizar para asegurarse a sí mismos una mejor calidad de vida cuando sea que lo quieran”.
Esta es la desigualdad que constituye el principal obstáculo al desarrollo en nuestro país.
Los propulsores del santo grial de la igualdad buscan imponer una nueva moralidad. La envidia no es un sentimiento malsano, incluso es justificado por el discurso oficial. Es bueno confiscar la propiedad de otros, si son pocos o clasificados como “demasiado ricos”.
La retórica igualitarista está bien para los discursos en los mítines políticos, para predicarle a su coro (ya no tan numeroso), y son efectivos cuando las cosas andan bien y a pocos les interesa analizar lo que realmente está pasando. Pero ahora que finalmente nos empiezan a pasar la cuenta por los excesos de la larga fiesta populista y cuando el Gobierno ha llegado a una concentración de poder que intimida a cualquier individuo –rico o pobre– esa retórica queda desnuda ante la realidad de que todo “el proyecto” de la “Revolución Ciudadana” no se trataba de “justicia social”, ni de igualar los ingresos, ni de controlar la corrupción, sino de una ambición desmedida de concentrar poder en una nueva élite.
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