Embajadas, revoluciones y la nueva Realpolitik
De la Revolución Norteamericana brotó el ensayo democrático más exitoso en la historia. Sí, gústele a quién le guste y pésele a quién le pese, éste es el caso más allá de los cuantiosos defectos y las imperfecciones inherentes de la democracia estadounidense. Recogiendo el sentir de un total combinado de nueve declaraciones y resoluciones previamente enunciadas, la Declaración de Independencia de los EE UU formalizó el razonamiento de por qué las trece colonias deberían ser libres e independientes. Este insigne documento se redactó y pronunció en medio de la guerra revolucionaria estadounidense. Para ser preciso, fue un año y dos meses después del inicio de la gesta bélica independentista (Lexington y Concord) y cinco años y tres meses antes de su última batalla (Yorktown).
Filosóficamente, si fuéramos a categorizar la ideología política estadounidense sería ésta una fusión de calvinismo, liberalismo y republicanismo. Todo ésto formulado dentro de un marco de claro apego al principio del derecho de rebelión (o revolución). La Declaración de Independencia en el sentido abstracto y los Ensayos Federalistas (1787-1788) en el práctico, encapsularon el credo norteamericano y guiaron y moldearon los propósitos de la Revolución Norteamericana. Consustancial a ésta ideología está la Ley Natural fuente de los derechos naturales que Tomás Jefferson, la pluma que más pesó sobre la Declaración, prefirió llamar “inalienables”. Derechos preeminentes, como son los naturales, presuponen la obligación de limitar el alcance desmedido del gobierno, que siempre fue entendido como un usurpador potencial de estos derechos de Dios. Por eso se estructuró un modelo político que enfatizaba el dividir las funciones de gobernar, el separar las ramas del poder, el promover la moderación por medio de un sistema electoral que disuade los extremos e induce la acción política hacia la síntesis.
Dicho esquema que da supremacía a valores que no provienen de acciones convencionales, como la libertad, coloca a veces a la democracia en un conflicto. ¿Dar preferencia a la voluntad absoluta de una mayoría (“tiranía de la mayoría”) o frenarla si viola derechos preeminentes? El imperio de la ley (“rule of law”) obliga la predominancia de la segunda opción. Eso es un sello distintivo de la democracia norteamericana. El Tribunal Supremo, en muchas ocasiones, ha sido el reforzador de esta noción democrática que obliga una confrontación con una legalidad mayoritaria y popular, con tal de defender valores primordiales.
En Cuba, el orden socio-político existente también obedece a los resultados de una revolución. Aquí hay que ofrecer una aclaración. ¿De cuál revolución hablamos? Definitivamente no la de nuestros mambises. La Cuba de hoy es la antítesis de lo que quería Martí, Varela, Céspedes, Maceo o Agramonte. Tampoco es la Revolución de 1933. Está, pese a haber tenido determinadas inclinaciones o filtraciones marxistas, estaba atiborrada de credenciales y propuestas democráticas. Ni siquiera la gesta para remover a la dictadura de Batista se le puede ligar integralmente con el proceso revolucionario dictatorial cubano. La revolución que llegó al poder tras el derrocamiento del régimen batistiano, padeció un golpe de Estado ideológico antes de que concluyera su primer año en el poder. Los jacobinos hicieron lo mismo en Francia. Afortunadamente para los franceses y el mundo, fueron removidos por la fuerza (igual que entraron ellos) un par de años después. La revolución castrocomunista o lo que algunos llaman en término genérico la “revolución cubana”, en lo concreto, terminó materializando una burda dictadura comunista con liderazgo sultánico, con enormes deficiencias materiales, cometiendo crímenes de lesa humanidad y aboliendo la libertad. Eso sí, con una enorme y exitosa capacidad para proyectarse favorablemente y propagar mitos y alocuciones románticas. Ahora dicho sistema/revolución se ve en las corridas para superar sus ineficiencias y contradicciones sistémicas, antes de que su vieja guardia fundacional desaparezca de esta tierra. Los EE UU al rescate, ha sido la salida.
Para el día 20 de este mes de julio, se proyecta la apertura de las embajadas de los EE UU y Cuba. Cada país es portador de un sistema que proviene de un proceso revolucionario. ¿Qué podría ser lo que motiva a la democracia más potente querer encontrar la reconciliación con una dictadura hostil? La respuesta que profesan sus adherentes más entusiastas y sinceros es la realpolitik. Este principio, que en alemán quiere decir algo como “política de la realidad”, busca extirpar cualquier consideración ideológica o moral, de la conducción política de un Estado. Es el ejercicio de un pragmatismo subordinado a la percepción de intereses o beneficios utilitarios. Esta corriente es un desprendimiento de la escuela de pensamiento del realismo, cuyos padres, Nicolás Maquiavelo y Tomás Hobbes, nunca fueron los defensores más entusiastas de la libertad.
Históricamente, los proponentes de la realpolitik han buscado establecer un balance de poder entre gigantes de la panorámica internacional. La política de detente con los soviéticas es un ejemplo clásico y moderno de esta corriente de pensamiento en acción. Sin embargo, habría que indagar si valió la pena. ¿Obtuvo el mundo libre ganancias de dicha política de coexistencia y acuerdos armamentísticos con el imperio soviético? Los números argumentan contra dicha política. El comunismo sacó tremendo provecho de esta política. Sólo hay que ver un mapa para concluir que mientras más se sentaban a firmar acuerdos “realistas”, más se enrojecía el globo. Fue Ronald Reagan quien, al sustituir la política de realismo político por una de idealismo político, echo abajo la noción de contener y coexistir y puso en práctica con acciones concretas la política de revertir y resistir. La historia demostró que si lo que se buscaba era degollar al comunismo soviético, lo logró.
Volvemos a la incógnita de lo qué pudiera motivar a los EE UU a concederle un reconocimiento diplomático a la dictadura de los Castro, con todo la legitimación que dicho acto encierra. ¿Será la recuperación de los $7 mil millones que el comunismo cubano le robo a ciudadanos y empresas norteamericanas? ¿Será que la dictadura va a retornar a los asesinos de policías estadounidenses prófugos de la ley y que residen bajo el amparo de la dictadura cubana? ¿Será que van a prender a los estafadores del contribuyente norteamericano, esos que han saqueando al Medicare y Medicaid? ¿Perseguirá la dictadura ese dinero estafado y lavado en Cuba hoy? ¿Renunciará el régimen castrista a la subversión continental? No lo creo. Menos aún el último planteamiento.
La realpolitik ejercida por los EE UU parece estar sustentada exclusivamente por propósitos comerciales. Los valores fundacionales de la república norteamericana parecen haber sido reemplazado por los intereses de los comerciantes y los políticos que dependen de ellos. Así de sencillo. En este mes de julio, un mes lleno de celebraciones de independencias americanas, es una triste ironía. Para los EE UU, el símbolo emblemático de su celebración, la Declaración con su apego insistente a la libertad y los derechos naturales y humanos, ha sido agredida. Para Cuba, pese a tener el día de su independencia en mayo, tiene también una fecha emblemática este mes. Pero es una fecha convertida infame por ser representativa ésta de la larga pesadilla castrocomunista: el 26 de julio. La bandera estadounidense estará de luto el día 20.
Julio M. Shiling es escritor, politólogo y Director de Patria de Martí (www.patriademarti.com). Su último libro es Dictaduras y sus paradigmas: ¿Por qué algunas dictaduras se caen y otras no? Nació en La Habana, Cuba y reside en los EE UU.
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