Entre adoctrinados y adiestrados
Charles Pépin
Con acierto, Hannah Arendt subraya que, cuando hablamos de política, debemos considerar una pluralidad, a saber: los hombres. No se trata de reflexionar sobre un solo individuo, cuyo ideario tenga que ser realizado sin atender a los demás sujetos. No somos ermitaños ni tampoco reyes de una isla deshabitada. Todos los ciudadanos son quienes conviven, dialogan, pero también discuten y, afortunadamente, pueden resolver problemas comunes. Nadie queda excluido de esas cavilaciones en torno a los asuntos públicos. Por supuesto, siendo las opiniones diversas, al igual que sus fundamentos, el adoptar convenciones capaces de regirnos es una tarea compleja. Es más, en muchas ocasiones, nuestros fracasos fueron acompañados de irrebatibles atrocidades, por lo cual, a esa dificultad, deben añadirse peligros, riesgos para los mortales que actúan allí, aun sin ejercer una labor gubernamental.
Idealmente, un hombre tendría que recurrir a la razón y, así, persuadir al prójimo de respaldar su posición. En nuestro campo, eso conllevaría el apoyo a ideologías, proyectos, hasta posturas muy concretas que se asocian con cuestiones de interés ciudadano. Como pasó con los filósofos de la Ilustración, se perseguirían adhesiones que fuesen generadas por el pensamiento autónomo. Es correcto que se busca el apoyo del semejante; sin embargo, ello es intentado sin albergar fines innobles. Porque nos movería el deseo de aproximarnos a la verdad, pues esto supone una mejora en las relaciones sociales, incluyendo aquellas vinculadas al poder. Hay asimismo la convicción de que no deben imponerse las ideas, lo cual no equivale a desampararlas. El tema es que, aunque estemos seguros de la lucidez irradiada por nuestras observaciones, su aceptación debe ser tan voluntaria cuanto razonada. La desgracia es que demasiada gente obra de otras formas.
Puede parecer indignante, un desprecio por la inteligencia; sin embargo, muchos prefieren aumentar sus seguidores o militantes con el adoctrinamiento. En lugar de limitarse a exponer ideas, permitiendo la deliberación correspondiente, se las exterioriza para ser perfectamente memorizadas. De este modo, nos distanciamos del diálogo racional, desechamos el debate y convertimos al ciudadano en un receptor del material propagandístico que preparan los partidos. El correligionario será ejemplar mientras no tenga dudas respecto a los dogmas que le han revelado. Con ese repertorio, que, en casos bastante serios, puede justificar su sacrificio, acometerá la derrota del contrario. No son sus premisas, ni siquiera las ha sopesado; empero, está en condiciones de predicarlas con fervor evangélico. Nada positivo sale de su actitud.
Pero existe un fenómeno más repudiable que adoctrinar al ciudadano. Por lo menos, como señalé cuando describí tal oprobio, se invocan allí ciertos razonamientos, esas verdades que deben juzgarse irrefutables; en síntesis, uno apela a una operación mental. Esta situación no se presenta en el adiestramiento político. Aquí, al igual que acontece con la doma de animales, se relegan las meditaciones, porque su disciplina tiene otra fuente. El objetivo final es domesticar a las personas para que, casi por instinto, se brinden en favor de una causa. No importa que desconozcan el catecismo del régimen; lo fundamental es cumplir sus órdenes, atacar a quien encontrara criticable al amo. Si se cumple la misión, el premio no es un buen gobierno, sino alguna minucia que distraiga, lo cual parece compatible con su condición perruna.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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