El poder y su verdad
El que asegura que está exento de error asegura que no es hombre.
Barón de Holbach
El prestigio de la verdad ha sido cuestionado por diversos sujetos, grupos, corrientes, doctrinas y escuelas; sin embargo, su defensa resulta todavía deseable. Aunque su éxito en varias universidades pueda juzgarse innegable, pervirtiendo a numerosos estudiantes, la cruzada de los partidarios del relativismo no fue demasiado efectiva. Salvando casos patológicos, nadie cuenta hoy con el anhelo de ser reconocido como un embustero, una persona que sobresalga por las mentiras, los engaños, la falacia. Lo normal es que hombres así, amigos de las falsedades, sean considerados repudiables. La razón estaría del lado de quienes ayudan a descubrir trampas e iluminar nuestra estadía en el mundo. Es una misión que se ha encomendado fundamentalmente a los filósofos, cuyas reflexiones tendrían ese objetivo, entre otros bastante nobles. Por supuesto, no son las únicas personas que aspiran a lograr tal propósito; es más, todos deberían contar con ese fin.
Es cierto que las equivocaciones forman parte de nuestra naturaleza. No existe una sola persona que se salve de tomar decisiones erradas. El tono de esta declaración no es pesaroso; reconozco simplemente una debilidad, un hecho que nos marca desde la llegada al orbe. Lo lamentable es que, con frecuencia, esta esencial e indeleble falibilidad se olvida cuando toca el momento de gobernar. Así, en lugar de admitir, con modestia, que, como cualquier mortal, las autoridades pueden fallar, éstas se preocupan por presentarse como seres impecables, dignos del más descerebrado seguimiento. Teniendo esa seguridad, el empleo de la fuerza suele activarse para evitar revelaciones que menoscaben su credibilidad. Por esta causa, periodistas y librepensadores son las víctimas favoritas de un régimen que se funda en la mentira.
Cuando se tiene poder, toda proclamación de la verdad definitiva es peligrosa. No interesa si quien la pregona sea un tirano ilustrado; se trata del mismo escenario que gira en torno a dictadores de cultura nula. El común denominador es la pretensión de privarnos del derecho a cuestionar sus determinaciones. Es indistinto que se aduzca la búsqueda de días gloriosos, pues, en muchas ocasiones, ese argumento ha provocado crímenes a granel. Por consiguiente, nada mejor que asociar una buena dosis de escepticismo con las tareas gubernamentales. Pensar, por ejemplo, que, pese a integrar la oposición, otros puedan acertar cuando analizan nuestra realidad refleja una posición claramente positiva. La humildad, sin llegar al extremo, es una virtud que cabe practicar para no desgraciar nuestra convivencia. Para desventura de las sociedades humanas, es un mandato que no todos ejecutan.
En el ámbito político, lo que corresponde es censurar la mentira. Se trata de una postura ética que todo ciudadano, más aún si ejerce funciones públicas, debe adoptar con la mayor seriedad posible. Aun cuando sean descorazonadores, los develamientos que se hacen en nombre de la verdad deben ser apreciados, incluso defendidos sin ninguna moderación. Teniendo esa base, una real, nuestros diálogos y discusiones se vuelven provechosos. No puede figurarse una sociedad que progrese gracias al ocultamiento de los hechos, su tergiversación, así como la predilección por el ardid. Ésta debe ser una de las premisas cuando pensamos en el sistema democrático. Los hombres tienen que estar convencidos de cuán necesario es preservar un orden en el cual no haya sitio para esas conductas. Las urnas sirven para probar el apego a esta creencia.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
- 28 de diciembre, 2009
- 23 de julio, 2015
- 16 de junio, 2012
- 25 de noviembre, 2013
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