Inmigración (XXVII): España, de los barcos (y trenes) a las pateras (y aviones)
Antes de la liberalización de la emigración española en el siglo XIX, la no autorizada era considerada una grave ofensa a la patria por parte de la opinión oficial y estaba severamente castigada por la ley con penas de confiscación de los bienes de quienes emigraban clandestinamente.
Una vez liberalizada, la mayor avalancha de españoles en busca de trabajo ocurrió a finales del XIX básicamente hacia Argentina, Uruguay y Brasil fruto del reclamo de la extraordinaria bonanza económica del Cono Sur de aquella época. Los salarios de los trabajadores de Buenos Aires, Montevideo o São Paulo superaban con creces a los de los españoles o portugueses. Ese movimiento migratorio continuó aumentando todos los años y no decayó hasta la crisis de 1929. Sólo hacia Argentina se calcula que emigraron unos dos millones y medio de españoles hasta el primer tercio del siglo XX.
Entre 1900 y 1930 emigraron algo más de tres millones de españoles, según las cifras oficiales, aunque las investigaciones recientes calculan que alcanzarían los cuatro millones y medio debido a la emigración clandestina, para librarse del servicio militar o evitar pagar las tasas de salida. Utilizaban dos fórmulas para eludir el control del gobierno: partir desde un puerto extranjero o embarcarse en alta mar, sobresaliendo en ello canarios, asturianos y gallegos.
La Guerra (in)Civil española produjo una nueva clase de emigración masiva, esta vez forzosa. Alrededor de 440.000 españoles por motivos políticos tuvieron que huir de su propio país como refugiados. Esta vez la mayoría fue hacia Francia; solo un 10% lograron asilarse en América. Aproximadamente la mitad pudo regresar luego a España a lo largo de los años 40.
La carestía y otras consecuencias de la guerra, así como la autarquía económica de la dictadura propiciaron otra emigración masiva de nacionales. Para escapar del hambre, el racionamiento y los exiguos salarios volvió a resultar atractivo emigrar hacia Argentina, Venezuela, Brasil, Uruguay y Cuba, países siempre acogedores con los españoles. Entre 1950 y 1960 salió hacia América más de un millón de emigrantes, de los cuales aproximadamente un tercio retornaron a España después de varios años. Empero, esta vez la mayor oleada fue hacia Europa occidental (la del Este no era atractiva ni posible) y, a diferencia de las anteriores, tenía un fuerte carácter rotatorio. Por otro lado, si las emigraciones masivas hacia América se hicieron a bordo de barcos, esta nueva emigración continental se hizo en su mayor parte en trenes abarrotados de españoles ávidos de una mejor suerte que su propia nación les negaba.
El régimen franquista, pese a que inicialmente no vio con buenos ojos la emigración, enseguida la consideró como una válvula de seguridad ante las tensiones sociales provocadas por el paro y los masivos desplazamientos de las poblaciones rurales empobrecidas hacia las grandes ciudades. Además de la emigración hacia Europa, se produjo a lo largo de los años 60 un auténtico éxodo del campo a la ciudad. El destino fueron las ciudades industriales y sus alrededores: Barcelona, Valencia, Madrid, Bilbao, San Sebastián, Zaragoza y Alicante. Gracias a ese proceso, la sociedad española se urbanizó definitivamente y se asimiló a cualquier otro país desarrollado (más del 70%). A diferencia de las migraciones exteriores, que no suelen ser definitivas todas, las migraciones interiores hacia las ciudades sí lo son y raramente quien ha emigrado a un núcleo urbano regresa a su pueblo.
Por entonces Europa occidental de la posguerra entraba en una era de abundancia y de prosperidad mientras que los países mediterráneos seguían viviendo años de escasez y de pobreza por las bajas tasas de capitalización de toda su estructura productiva. Esa disparidad geoeconómica trazó inevitablemente la dirección de aquellos nuevos flujos migratorios.
Una Ley de julio de 1956 creó el Instituto Español de Emigración (IEE) con la finalidad de fomentar y encauzar los movimientos migratorios por motivos económicos hacia Europa pese a que llevaban ya sucediéndose durante más de quince años. Buscó ser el núcleo organizador de ese flujo migratorio pese a llegar un poco tarde. Los contactos personales entre las empresas y los emigrantes estaban ya establecidos, por lo que una buena parte de los mismos se hicieron a espaldas del IEE.
Aún así, se rubricaron diversos convenios oficiales de trabajadores-huéspedes con las autoridades de diferentes países de acogida. El primer acuerdo de España fue con Bélgica, luego le siguieron otros similares con Francia, Alemania, Suiza, Holanda o Reino Unido.
Los emigrados a Suiza y al Reino Unido procedían en mayor proporción de Galicia. La emigración a Alemania se nutrió fundamentalmente de extremeños y andaluces. Los que se establecieron en las cuencas mineras de Bélgica procedían sobre todo de Asturias. En Francia se instalaron emigrantes procedentes de una mayor variedad de regiones. En no pocos casos se trataba de emigrados en «segunda instancia»: no era raro que andaluces, extremeños o campesinos castellanos que habían emigrado primero a Madrid, Bilbao o Barcelona, dieran más tarde el salto a Europa. El anhelo de prosperar no entiende de fronteras.
El régimen de Franco no le agradaba que los emigrantes abrieran los ojos al mundo democrático y más libre de acogida, por lo que creó las Casas de España como estrategia chusca para “controlar” y mantener los lazos de los connacionales en el extranjero. Por su parte, las autoridades eclesiásticas temían que la modernización en el actuar y vivir de muchos emigrados cuando volvían a España, de vacaciones o definitivamente, pusiera en cuestión las creencias y costumbres de los que no habían emigrado. Las mujeres españolas, que en los 60 protagonizaron hacia Francia su primera salida al exterior sin tutela masculina, fueron unas auténticas pioneras al trabajar sin tener que rendir cuentas al esposo como empleadas del hogar, dependientas o vendimiadoras en un entorno nada fácil pero, al menos, liberadas de multitud de restricciones que la dictadura les imponía de forma absurda (no poder disponer de sus propios bienes, abrir una cuenta bancaria, firmar contratos o ejercer el comercio sin la licencia o autorización marital). Los flujos migratorios son siempre catalizadores de cambio tanto en la sociedad receptora como, sobre todo, en la sociedad emisora.
La mitad de los emigrantes fueron irregulares, es decir, no controlados ni asistidos por la administración española: la cantidad de ellos registrada por las autoridades españolas fue sensiblemente inferior a la que ofrecían luego las estadísticas de los estados de acogida. El IEE cifró en un millón los españoles los que emigraron a Europa occidental entre 1960 y 1973. La realidad es que, si se cuentan los que no iban en las listas de los convenios oficiales ni contaban con contrato de trabajo, emigraron más del doble de esa cifra oficial. A esto habría que sumar otra, imposibles de cuantificar, en las que se incluyen los españoles que emigraron clandestinamente y no pudieron regularizar su situación en el país receptor. Fueron los que entraron en un mercado negro laboral en el que carecían de derechos o protección (eran los llamados “piratas”, hoy serían los “ilegales”).
Como obreros sin cualificación profesional, trabajaron en condiciones extremas, viviendo en alojamientos modestísimos, a veces en barracones si eran temporeros, con salarios mucho menores que los autóctonos y con escasas posibilidades de integración en la sociedad que les recibió (en Alemania, por ejemplo, no se permitía abrir negocios a los extranjeros, salvo que estuvieran casados con alemanes y lo hicieran a nombre del alemán. En Suiza, por su parte, se ponían muchas trabas a la reagrupación familiar).
Las autoridades franquistas, sabedoras de toda esa realidad, protestaban pero con la boca pequeña. El régimen temía que los empleadores foráneos dejaran de solicitar a españoles y optaran por portugueses o turcos y les perjudicara el negocio de la entrada de divisas.
El ahorro de aquellos trabajadores mandado hacia España, a través del envío de remesas monetarias, fue fundamental para el aporte de divisas durante la década de los sesenta y setenta del siglo XX. Sumadas a la entrada de turistas a España por el boom del turismo patrio de los 60, permitió equilibrar el déficit comercial y tener una balanza de pagos saneada. Solo en la década de los 60 se registró el envío medio anual de tres mil millones de dólares en concepto de remesas. Hasta 2004 el montante total de las remesas entrantes fue siempre mayor al de las salidas de remesas de inmigrantes extranjeros en España.
Aquel fenómeno de la emigración española a Europa duró hasta la crisis petrolera de 1973, en que se detiene y es superado por el movimiento de retorno. Otros se quedaron. Millón aún viven fuera, totalmente integrados ellos o su descendencia en el país de acogida. Hasta el día de hoy, siguen existiendo significativas colonias de españoles en distintos países europeos y americanos. No se ha reconocido nunca suficientemente el decisivo aporte y el sacrificio de todos aquellos abnegados españoles que emigraron (hayan o no retornado a su país de origen).
Llegada masiva de inmigrantes a España desde 1998
Cuando España entró en la Comunidad Europea y, además, logró modernizar y profesionalizar en los 80 su producción de bienes y servicios el flujo migratorio se invirtió: habiendo sido desde siempre un país de emigrantes, se convirtió en un país receptor neto de inmigrantes.
Desde los dos últimos años del siglo XX España se ha convertido en uno de los principales destinos de migración internacional, con un saldo medio anual de 449.000 personas entre 1998 y 2007 (es decir más del 1% anual de su población). Esto explica el extraordinario crecimiento de su población total entre esas fechas, que pasó de 39,8 millones a 45,1 millones de habitantes. Los países de origen de los inmigrantes fueron muy variados, destacando especialmente Rumanía, Ecuador, Marruecos, Colombia, Bolivia y Reino Unido (estos últimos en concepto de jubilados comunitarios, no de trabajadores extranjeros).
La abrumadora mayoría de ellos entran por los aeropuertos del país. No obstante, los flujos migratorios clandestinos provenientes de África suelen venir bien cruzando la frontera que da acceso a Ceuta o a Melilla o bien a bordo de pateras, poniendo en serio riesgo su vida en ambos casos, además de pagar precios astronómicos a multitud de mafias insensibles que se benefician de la restricción oficial a la inmigración.
El aporte extraordinario de los inmigrantes en su conjunto, que representan ya más del 10% de la población total, ha tenido efectos muy positivos en la economía española. Por otro lado, los países de origen han recibido un buen montante de divisas en concepto de remesas monetarias. En 2004 el total de remasas enviadas fuera de España logró superar por vez primera a aquellas entrantes permanentemente desde el exterior.
Nueva emigración española tras la Gran Recesión
A partir de la crisis global que estalló en septiembre de 2008, los españoles han empezado a emigrar otra vez. A pesar de que la autoridades oficiales minimizan la magnitud de esta nueva emigración, recientes estudios demuestran lo contrario. Existe, como en el pasado, un desfase entre lo que recogen las estadísticas oficiales españolas (en este caso el INE) y lo que recogen las de los países de acogida. La historia se repite.
No obstante, los emigrantes españoles tienen hoy un perfil diferente al de sus antepasados, la mayoría tiene una formación profesional o universitaria que antes no se tenía.
A esto se unen los inmigrantes venidos a España en la época de boom económico que han obtenido la ciudadanía española y han emigrado a otros países europeos o americanos para encontrar mejores oportunidades de trabajo que la situación española en estos momentos no ofrece. Desde octubre de 2012 las remesas monetarias entrantes volvieron a superar a las salientes.
Pensamos que habíamos dejado de ser un país de emigrantes. Nos equivocamos. Haríamos bien en mirar sin tanto recelo a los inmigrantes que afortunadamente nos siguen llegando de fuera. El día que no los veamos estaremos metidos en serios problemas.
(Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XI, XII, XXIII, XXIV, XXV y XXVI)
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