Dolarización, globalización y Nirvana
Este año hemos sido testigos de una predominante nostalgia por aquellos tiempos en que nuestros políticos podían conducir política monetaria, siendo en ese entonces el Banco Central del Ecuador (BCE) un instituto emisor de una moneda de curso forzoso. Nuestro presidente en repetidas ocasiones ha lamentado estar en una “batalla” sin “municiones”. El presidente no está solo, lo ha acompañado un coro de expertos dentro y fuera del Gobierno, algunos incluso críticos del Gobierno, que consideran que la dolarización hace agua frente a condiciones externas negativas, pues, dicen, no se tienen las herramientas de política monetaria que supuestamente nos servirían tan bien en estas circunstancias.
Afirman muchos que podríamos estimular la economía mediante una supuesta competitividad adquirida devaluando (léase disminuyendo el poder adquisitivo de los ecuatorianos). Esta competitividad vía devaluación presume que todos los bienes son elaborados enteramente o en gran medida con insumos no transables, que no cruzan las fronteras. Pero esto cada vez describe a menos productos y servicios en una economía mundial cada vez más globalizada y en la que cada vez más los bienes y servicios contienen una porción creciente de insumos transables y, por lo tanto, sus precios están determinados en monedas de aceptación universal, como el dólar o el euro.
La globalización de los mercados de capitales, productos y servicios, limita la capacidad de conducir política monetaria de manera independiente, incluso en aquellos casos en que un país en vías de desarrollo tiene un banco central emisor.
Pero no es solo que tener moneda nacional se vuelve cada vez más fútil en un mundo globalizado, sino que implica potenciales costos para una sociedad. Cada que alguien lamenta que no tengamos moneda nacional está cayendo en la falacia del Nirvana, frase acuñada por Harold Demsetz, economista de la Escuela de Chicago. Demsetz explicó en un ensayo de 1969 que “la visión que ahora invade gran parte de la política pública presenta implícitamente las opciones relevantes como si fuesen entre una norma ideal y un arreglo institucional existente ‘imperfecto’. Este enfoque nirvana difiere considerablemente del enfoque comparativo en el que la elección relevante es entre alternativas institucionales reales”.
La falacia del Nirvana va así: si el BCE fuese un instituto emisor de moneda de curso forzoso nuevamente, este se comportaría, ahora sí, de manera óptima. Pero esta actitud no solo que olvida la desastrosa historia del BCE, sino que adopta una actitud sumamente optimista y romántica acerca de cómo se comportaría un BCE que ni siquiera en papel tiene independencia del poder político.
Como dice el economista George Selgin: “Esto no es una cuestión de posibilidad, es una cuestión de probabilidad. El banco central podría comportarse de forma óptima, pero esa solo es una de entre innumerables posibilidades. ¿Cuál es la probabilidad de que las personas a cargo del banco central se comporten de forma óptima? Hay que distinguir la pizarra de la realidad”. Es decir, el banco central emisor que tanto extrañan no tendría por qué necesariamente llevarnos a un estado de Nirvana. Nuestra experiencia reciente, así como la de muchos otros bancos centrales emisores en América Latina, indica que más probable es que nos lleven a un estado inferior a aquel de estabilidad, sin riesgo cambiario y con inflación baja que nos ha brindado la dolarización.
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