Una palabra detestable: pueblo
No sólo se adula a reyes y poderosos; también se adula al pueblo. Hay miserables afanes de popularidad, más denigrantes que el servilismo.
José Ingenieros
En el universo de la demagogia y los discursos intelectualmente desechables, no existe término que lo supere. Es verdad que, con los partidos de masas, el empleo del vocablo ganó intensidad, asediándonos cuando llegan las elecciones. No interesa que se trate de un cargo insignificante, una minucia dentro del aparato gubernamental; su pretendiente hablará al respecto. Él tomará un micrófono y, a voz en cuello, proclamará que es una criatura de las masas, su intérprete o, por lo menos, quien puede inmolarse para favorecerlas. Por desventura, estas tonterías se contagian a otras organizaciones. En efecto, los supuestos detractores del populismo son asimismo proclives a cometer esos absurdos. No aludo a una simple mención de su importancia; cuestiono la divinización, un encumbramiento que es del todo criticable, pero también peligroso. Con facilidad, se olvida que su invocación equivale al llamado a monstruos de género infernal.
La política no reconoció siempre a ese agente como protagonista. Por el contrario, durante varios siglos, se lo miró con recelo, suponiendo que, teniendo hegemonía, desencadenaría más de una calamidad. No desconozco que una necedad como el derecho divino jamás debería haber servido, en términos racionales, para justificar la conservación del poder. No hay, por tanto, problema con el hecho de buscar legitimidad en la voluntad humana. El aprieto surge cuando se cree que solamente una multitud, más aún si representa a las clases populares, debe constituirse en la piedra de toque. No acoto nada original si subrayo la imposibilidad de conocer, de manera cabal, lo que piensan sus integrantes cuando obran en conjunto. Tenemos comicios, plebiscitos, referendos; empero, sus resultados suelen ser interpretados o, peor todavía, tergiversados hasta la náusea. Acentúo que son pocas las personas capaces de advertir algún error en esos veredictos colectivos. Lo corriente es la defensa de su sabiduría.
Contamos con muchos culpables del endiosamiento; sin embargo, no es inútil dirigirnos contra alguno en particular. Pienso en Sieyès, político y académico que reivindicó el Tercer Estado, sector de la sociedad que no estaba compuesto por nobles ni religiosos. Para dicho autor, era necesario que se convirtiera en el protagonista de los grandes cambios y gestas demandadas por el siglo XVIII. Pedía, en suma, una mayor participación, pues, hasta ese momento, no había tenido ninguna. Con todo, complementando la idea de voluntad general, expuesta por Rousseau, ese razonamiento posibilitaría el principio de la soberanía popular. Nació entonces la premisa de que, en un Estado moderno, el supremo poder de mando lo tiene el pueblo. Así, nadie puede considerarse legítimo sin haber conseguido su beneplácito.
Básicamente, este asunto del pueblo y el poder que tiene se relaciona con los límites impuestos a su ejercicio. Es que, aunque sea contrario a la popularidad de quien lo señale, cabe admitir restricciones, un marco infranqueable, ni siquiera bajo el argumento del apoyo mayoritario. No tengo presente la nunca invulnerable legislación, pues sus normas pueden ser modificadas sin enormes dificultades. Me refiero a demarcaciones de carácter moral, racional y hasta ideológico que impiden aceptar como válida cualquier determinación adoptada por ese sujeto colectivo. Suponer que, sin excepción, sus decisiones están bendecidas por la legitimidad es un disparate al cubo. Es mejor presumir su equivocación y confiar en el individuo, como persona o ciudadano.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
- 28 de diciembre, 2009
- 23 de julio, 2015
- 16 de junio, 2012
- 25 de noviembre, 2013
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