El acuerdo de paz de Colombia se hace pedazos
En un dramático discurso pronunciado el martes ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, anunció que su gobierno se encaminaba a firmar dentro de poco un acuerdo con el sindicato del crimen organizado FARC, para poner fin a las hostilidades. “El tiempo de la paz” está cerca, predijo solemnemente.
No tan rápido, dispararon las FARC ese mismo día. Sus líderes dieron a conocer un documento de seis puntos objetando las afirmaciones del equipo negociador de Santos en La Habana sobre el estado de los diálogos y lo que se ha acordado.
El público colombiano no tiene manera de saber a quién creer. Después de cuatro años de negociaciones en Cuba entre el gobierno de Santos y las FARC, el “avance” del que se jactó su presidente en Nueva York aún no es público. Por supuesto, incluso si los colombianos fueran a verlo, nada podrían decir al respecto: Santos retiró recientemente su promesa de someter la totalidad del acuerdo final a un referéndum nacional.
Las FARC, por su parte, entienden que tienen todo el poder que necesitan sobre Santos. El mandatario ha apostado su legado a un acuerdo y está hambriento del reconocimiento internacional que le acarrearía la firma de un tratado de paz. Lo que está en juego es aún más después del espectáculo en Nueva York, donde Santos prácticamente prometió que presentaría un acuerdo final completo dentro de seis meses. El presidente de Colombia debe haber estudiado el arte de la negociación con el equipo que el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, envió a tratar con Irán.
El bando de Santos ha dicho que las FARC no enfrentarán cárcel si confiesan sus delitos. Si lo hacen, recibirán penas de cinco a ocho años que limitarían sus movimientos a las zonas rurales en las que viven. En su comunicado, las FARC dicen que nunca estuvieron de acuerdo con ningún proceso que suponga cualquier confinamiento o restrinja la libertad de quienes admitan alguna culpa.
Las FARC también estipularon en su comunicado que el gobierno democráticamente electo de Colombia no tendrá autorización para interpretar el acuerdo. Esa autoridad, dijeron, residirá en los futuros jueces que asuman su tarea en la jurisdicción especial para la paz. Las FARC esperan tener un papel en la selección de dichos magistrados.
El gobierno de Santos ha dicho que el acuerdo sobre justicia todavía contiene cierta “ambigüedad” y requiere más negociaciones. Las FARC dicen no: el asunto “está cerrado”; no hay nada más que discutir.
La semana pasada, las FARC también clarificaron su posición no negociable sobre cómo se pagarán las reparaciones a las víctimas de los crímenes cometidos por el grupo guerrillero. Según el diario El Espectador, Enrique Santiago, un asesor jurídico de las FARC, dijo a la emisora colombiana Blu Radio que la organización no tiene responsabilidad por ninguna reparación. La adecuada compensación a las víctimas, afirmó, es responsabilidad de los individuos que cometieron los crímenes. Si el culpable no tiene dinero, entonces el Estado colombiano —es decir, los contribuyentes— tendrá que pagar.
Esto suena como una conveniente vía de escape para una organización que, según estimó el año pasado la revista Forbes, obtiene un ingreso anual de US$600 millones del narcotráfico.
Los partidarios del pacto me han sugerido que el apoyo al reciente acuerdo sobre justicia por parte del gobierno de Obama, Cuba y el papa Francisco demuestra su legitimidad. Sin embargo, no está claro qué acuerdo: ¿la versión de Santos o la versión de las FARC? Más aún, ¿por qué las opiniones de unos extranjeros tienen más peso que las de los colombianos?
El afán por tercerizar una importante decisión política al Tío Sam y el Vaticano es especialmente extraño viniendo de la izquierda, que pasó la mayor parte del siglo XX criticando el imperialismo norteamericano y la interferencia extranjera en los asuntos internos de los países de la región.
Los colombianos merecen justicia por los delitos de las FARC. También merecen seguridad. Sin embargo, durante mucho tiempo las FARC han sido cuidadosas de decir sólo que depondrían sus armas, no que las entregarían. Los traficantes de drogas que van a la cárcel en los países con un débil estado de derecho son legendarios por manejar sus negocios desde las prisiones. Imagínese a Colombia cuando estos jefes de la mafia vivan legalmente por todo el país, sin haber renunciado ni a sus bienes ni a sus armas.
Santos quiere que los colombianos confíen en las FARC, consideradas un grupo terrorista por el Departamento de Estado de EE.UU. Sin embargo, el presidente colombiano no vive en lugares como el departamento de Nariño, cerca de la frontera con Ecuador y el océano Pacífico. Las FARC han identificado el área como un buen lugar para cultivar coca. Apenas en agosto, durante un supuesto cese al fuego, las FARC mataron a Gilmer Genaro García, un líder de la comunidad afrocolombiana que se les cruzó en el camino.
El viernes, Santos atacó a sus críticos que respetan la ley alegando que para estos “la paz es inaceptable”. El mandatario debería guardar su virulencia para los líderes de las FARC. El sábado, volvieron a plantear objeciones a la versión del presidente sobre el acuerdo de justicia, señalando que la fecha límite de marzo no es “viable”. Pero, sin duda, Santos encontrará con el tiempo una forma de arreglar sus diferencias con los gánsteres.
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