Comunismo: el dios que fracasó
Libertad Digital, Madrid
Este primero de noviembre, ocho días antes del aniversario de la caída del Muro de Berlín, fallecía allí, en la capital alemana, Günter Schabowski, el funcionario comunista que desencadenó el acontecimiento. En una rueda de prensa, a preguntas de los periodistas, Schabowski pronunció las palabras decisivas: "Ab sofort, unverzüglich" ("de inmediato, sin demora"), que condujeron a miles de habitantes de Berlín Oriental aquella noche hasta el Muro con la voluntad de pasar a la parte occidental.
No hubo ya manera de impedir aquel primer ejercicio de libertad de los ossis, que hasta entonces sólo podían atravesar el Muro a riesgo de su vida, es decir, si conseguían burlar la vigilancia de los vopos y escapar de sus disparos. Porque el área que rodeaba al Muro en Berlín Este, que yo vi muchas veces en los primeros años 80 desde los miradores que había en el Oeste, era el que rodea una cárcel de alta seguridad o un campo de concentración.
El 9 de noviembre de hace veintiséis años los muros de aquella cárcel se vinieron abajo, pero el derrumbe del comunismo como fe revolucionaria a la que se convertían millones de personas en todo el mundo, dispuestas muchas de ellas a entregar su vida por la causa, se había producido décadas antes. En 1989 hacía tiempo que sólo había comunistas en los países no comunistas, y que el mundo comunista era una cáscara vacía, un mundo congelado que, tal vez por eso mismo, parecía capaz de mantenerse a perpetuidad por la pura inercia y por la impura eficacia de su extenso aparato de vigilancia y represión.
De ahí la sorpresa, el hecho de que apenas nadie contara con la caída del comunismo y menos aún con una caída que fue tan rápida como la de un castillo de naipes. Y de ahí, en parte, las interpretaciones que entonces se dieron, una vez más, para tratar de salvar la idea comunista de la realidad abominable que había gestado: aquellos regímenes que se llamaban a sí mismos comunistas no eran realmente comunistas, y lo que había caído, por tanto, no era el comunismo, sino una desviación, una distorsión, una errada versión del ideal.
Más aún, la desaparición de la horrenda realidad del comunismo permitiría trasladar de nuevo la idea al firmamento de las intenciones y dejarla allí perfectamente a salvo de incómodos encontronazos con sus consecuencias. Como escribió Revel en La gran mascarada (2000):
El socialismo encarnado daba pie a la crítica. Pero la utopía, por definición, es imposible de objetar. La firmeza de sus guardianes pudo volver, pues, a no tener límites desde el momento en que su modelo no era ya realidad en ninguna parte.
Como el comunismo era un cadáver en 1989, aunque ha de tenerse en cuenta que los cadáveres políticos también pueden matar y sojuzgar, es fácil que se olvide que esa ideología fue la religión secular más importante y duradera -y mortífera- del siglo XX. Es fácil que la imagen del apparatchik cínico y corrupto, del miembro de la Nomenklatura que disfrutaba de unos privilegios y un nivel de vida inimaginables para el común de los súbditos, relegue a la del idealista, el militante comunista convencido y entregado que de buena fe perseguía la realización del paraíso en la Tierra. Sin embargo, ambas figuras no sólo son las caras de la misma moneda, no sólo no hubiera existido la una sin la otra. Resulta que en la figura del idealista está la clave.
En 1949 un laborista de izquierdas, Richard Crossmann, tuvo la idea de hacer un libro con los testimonios de varios excomunistas que se habían desconvertido y eran ya anticomunistas. El libro se llamó The God that Failed (El dios que fracasó), y reunió textos de Arthur Koestler, Ignazio Silone, André Gide y Stephen Spender, entre otros. Podríamos decir que fue el primer libro de disidentes notables –y occidentales– del comunismo. En su introducción, Crossmann dice con gran lucidez:
El atractivo emocional del comunismo reside precisamente en los sacrificios –tanto materiales como espirituales– que requería del converso (…) El atractivo de un partido político corriente es lo que ofrece a sus miembros: el atractivo del comunismo era que no ofrecía nada y lo exigía todo, incluida la entrega de la libertad espiritual.
Esa entrega absoluta al ideal es la clave del poderoso atractivo que ejerció el comunismo, como es la clave de que siga gozando de prestigio aún a día de hoy. Pero justo el hecho de que unos idealistas que querían liberar a la Humanidad engendraran unos regímenes que esclavizaron y mataron a millones de seres humanos debería servir de advertencia. La historia del comunismo, en fin, tendría que ser el antídoto para el idealismo que, en esta o aquella forma, intoxica y embriaga cada tanto, más bien cada poco, a personas y a sociedades.
- 23 de enero, 2009
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