2016: entre ayer y mañana
Quevedo decía algo más que una frase ingeniosa cuando escribió: “Ayer se fue; mañana no ha llegado”. Lo que decía, o parece que decía si descontextualizamos la frase, es que puede haber un espacio presente que sea una transición lenta, prolongada, como si el tiempo se congelara en el transcurso que va del pasado al futuro.
Si uno echa un vistazo anticipatorio a 2016, muchos elementos apuntan a esa indefinición o tiempo muerto “quevediano” que impide acabar de transitar hacia lo nuevo. Hay varios ejemplos, pero empiezo con el más inmediato: España tras los comicios de hace unos días en los que nadie ganó y nadie perdió. Se ha hecho endemoniadamente difícil formar gobierno, al punto de que no puede descartarse que, a falta de votos suficientes para investir al próximo presidente en el Congreso de los Diputados, haya que convocar nuevas elecciones.
España vive un tránsito entre un par de generaciones, las de la transición a la democracia, compuestas por partidos y figuras cansadas, y otras emergentes, las del relevo, que creen superada esa proeza política e institucional del posfranquismo y se dedican a hacerla jirones para tratar de construir algo distinto. Pues bien: 2016 se me antoja como un espacio presente que no terminará de resolver ese paso de la España que se va a la España que viene. Ni los de ayer se acaban de ir, ni los de mañana acaban de llegar. Por eso hay caos, incapacidad para tomar decisiones de Estado y tanta incertidumbre institucional. Que el líder del socialismo parezca dispuesto a pactar con el populismo de estirpe latinoamericana (Podemos) y acaso con los nacionalismos separatistas para arrebatarle el gobierno al Partido Popular, o que el Partido Popular quiera gobernar con los mismos que acaban de ser duramente cuestionados, son datos que sugieren un espacio muerto, un tiempo indefinido, un ayer que no se acaba de ir y un mañana que no termina de llegar.
¿No pasa acaso algo similar, hechas las muchas salvedades, en Brasil? Es evidente que Brasil clama por un cambio que no es sólo la salida del partido gobernante que domina la década anterior y lleva dominando la mitad de ésta, sino también la modificación del armazón político vinculado a la Constitución de 1988, altamente intervencionista y dirigista. Y, sin embargo, el populismo y el mercantilismo, hijos de esa Constitución (aunque quizá sea más justo decir que aquel texto fundamental expresó a un Brasil entregado a esas prácticas), siguen aferrados al manejo del poder y las instituciones. Al mismo tiempo, no acaban de surgir organizaciones y líderes que estén a la altura del reclamo popular en favor de jubilar a ese Brasil que ha fracasado.
En parte esto último ocurre porque el reclamo popular es en sí mismo muy confuso: un porcentaje de los descontentos exigen que continúe la farra populista que ya no se puede pagar y otro, acaso mayor, quiere cambiar el modelo fracasado por uno de primer mundo. Pero también hay otra razón: aunque sería muy injusto comparar el manejo que ha hecho la socialdemocracia brasileña de los gobiernos que le tocaron -ya sea a escala federal o a nivel de los estados-, lo cierto es que muchas de esas gestiones han adolecido de fallas similares y de una cultura política no muy distinta a la del Partido de los Trabajadores. Hay quienes, como Aécio Neves, pretenden cambiar eso, pero uno no percibe todavía a una generación bien establecida y decidida a hacer las reformas necesarias. Lo que se percibe es… tiempo muerto, transición congelada, un ayer que no acaba de irse y un mañana que no termina de llegar.
Esto es grave porque Sudamérica, el hemisferio occidental y quizá el mundo en general necesitan a un Brasil-líder, un Brasil-modelo. Temo mucho que 2016 prolongue esa indefinición, con un binomio Dilma Rousseff-Lula da Sila aferrados al poder y a su manera de entender el Estado, y una oposición queriendo sacarlos sin saber exactamente cómo. Mientras tanto, la calle brama contra la corrupción y las consecuencias del populismo sin comprender, al menos una parte de ella, la relación que existe entre esas consecuencias y las políticas del PT (así como la Constitución inadecuada) que llevaron a esta situación.
Podría, ello no obstante, terminar de producirse la destitución o la renuncia de Dilma, si las circunstancias extremas impidieran toda alternativa. Pero la cuestión no es tanto esa como esta otra: ¿Habrá un cambio, o un inicio de cambio, hacia un modelo distinto si cae el PT y unas nuevas elecciones llevan a la socialdemocracia al poder? ¿Podrá, en ese escenario hipotético, alguien como Neves contar con un equipo capaz de imponerle el cambio a su propio partido y a quienes se sitúan en ese espacio que va de la centroizquierda moderada a la centroderecha moderada en el que se deciden los consensos?
Esto no es imposible, pero sí es, visto desde la perspectiva de hoy, todavía improbable. Por tanto, la sombra de Quevedo planea sobre Brasil.
¿Y qué hay de Estados Unidos, donde en noviembre de 2016 tendrán lugar las elecciones presidenciales? ¿He terminado de llegar mañana?
No. Estados Unidos atraviesa una transición que en parte fue impulsada por la crisis financiera de 2008 pero que en realidad ya venía insinuándose. Tiene que ver con los líderes de las últimas décadas y los dos grandes partidos. Un gran porcentaje de la población ha decidido que es hora de poner fin a dos grandes dinastías: la de los Clinton, en el bando demócrata, y la de los Bush, en el republicano. También quieren un cambio más profundo: jubilar a un “establishment” al que ven como culpable de la crisis de 2008 pero también de la forma inadecuada como se le hizo frente.
Por extensión, repudian una cierta práctica política consistente en usar el proceso legislativo como surtidor de privilegios y subvenciones políticamente dirigidas. Más ampliamente, asustados por el complicado ajuste que los han obligado a padecer la globalización y el predominio de los servicios sobre las manufacturas, rechazan a los dirigentes políticos a los que asocian con la última década y pico, aun si esos dirigentes poco tienen que ver con estos grandes procesos económicos, que son de naturaleza más bien secular.
A todo ello hay que añadir un factor: el creciente nacionalismo estadounidense ante lo que se percibe como la amenaza del mundo exterior, un magma en el que caben desde un Putin imperial hasta un Estado Islámico convertido en máquina de matar (para usar la fórmula famosa del Che Guevara).
El estado de ánimo que todo esto representa no ha producido todavía un cambio (ayer no acaba de irse, mañana no termina de llegar). Allí están, paradójicamente, los Clinton, enrumbados hacia la conquista de la nominación del Partido Demócrata, que Hillary obtendrá en los primeros meses de 2016 a lo largo de las primarias y que sellará en la Convención del verano. Pero hay algo en esa candidatura que provoca la sensación de tiempo evanescente, de fin de siglo, de final antes que de comienzo. En su propio partido y, más ampliamente, en la familia de lo que en Estados Unidos llaman “liberalismo”, hay cuestionamientos de fondo contra ella que expresan algo así como una resignación por el mal menor. Precisamente porque mañana todavía no llega y no logran encontrar la forma de dejar atrás la era de dominio de los Clinton.
En el Partido Republicano, las cosas han avanzado un poco más hacia el mañana. Las encuestas que han encumbrado a Donald Trump desde la mitad de 2015 hasta hoy nos hablan, ruidosamente, del repudio de la base conservadora contra el “establishment” republicano. Abrazando al heraldo de un Estados Unidos convertido en fortaleza protegida que se siente bien en un mundo de autoritarios como Putin, esa base se cobija en el populismo de derechas de Trump, escudero que la protegerá de los inmigrantes, de los extranjeros hostiles, de los europeos blandengues, del México que compite abusivamente, de una China que es más una amenaza que una oportunidad. Pero esa base también siente que Trump la redime de su condición de grey de un “establishment” republicano y conservador al que le achacan lo que consideran la decadencia del país: de su liderazgo mundial, de su industria manufacturera, de su “excepcionalismo” (la idea del “excepcionalismo americano” tiene muchas interpretaciones, incluso algunas contradictorias, aunque nació de una referencia que hizo Alexis de Tocqueville en su libro sobre Estados Unidos en el siglo XIX).
Pero el triunfo de Trump en 2015 no implica necesariamente el de 2016: uno siente también en este caso que hay algo que no encaja bien. Trump es un grito de protesta, un “que se vayan todos”, una apuesta por el entretenimiento contra la solemnidad de los fracasados que manejan las cosas allá arriba, pero no es un proyecto de país o una visión de Estado, o el anuncio de un recambio generacional, o un movimiento refundacional. El mañana no acaba de llegar con él aun cuando sus rivales -el ayer- se están yendo aceleradamente. Al contrario: en muchas cosas Trump es también el ayer.
No es difícil tender la mirada a otras partes y encontrar lo mismo: algo que está muriendo y algo que está naciendo. ¿No es Chile exactamente eso? 2016 se presenta como un año de proceso constitucional confuso, indefinido: la Nueva Mayoría es la mezcla de cosas que son ayer y cosas que son mañana; a la derecha le pasa algo similar, de allí que la situación de los partidos sea, a pesar de la impopularidad del gobierno, difícil. Todo está tan indefinido, que 2016 podría ser el año en que el gobierno, entregado a una radicalización, acabe de hundir sus opciones para 2017, o podría ser el año de la moderación en que acepte que la sociedad ya dio el salto mental a una modernidad reñida con ciertas cosas del pasado. Que las opciones estén tan abiertas, lo dice todo.
Venezuela es quizá el caso más obvio, junto con Brasil, de indefinición latinoamericana de cara a 2016. Sabemos que una mayoría aplastante quiere cambiar pero también que un gobierno autoritario dispuesto a todo hará lo posible por impedir que la nueva Asamblea, surgida de las elecciones recientes, desmonte el legado dictatorial. En tal virtud, 2016 podría ser el año de la democracia y la irrupción de Venezuela en el bando de los países razonables, o el de la barbarización total.
¿Es Argentina un caso más previsible y definido? Quizá lo es en un sentido: una mayoría de argentinos han pedido un cambio de rumbo y un líder bien rodeado ha dado ya pasos concretos en esa dirección. Eso significaría, en principio, que el ayer se fue y el mañana ha llegado. Pero es todo demasiado reciente para asegurarlo. Más cierto es decir que 2016 será el año en que sabremos si Macri representa el adiós definitivo de los argentinos al populismo o si ha sido un accidente de ruta, una desviación momentánea.
En suma, nos espera un año raro, un año en el que correremos el riesgo de interpretar como definitivas cosas que no lo serán necesariamente. Pero eso no quita interés -acaso se lo añade- al mundo en que vivimos.
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