Inmigración (XXXI): El enojo del intelectual Karl
“Irlanda envía constantemente su propio excedente hacia el mercado laboral inglés y, por tanto, fuerza a la baja los salarios y la posición material y moral de la clase obrera inglesa”. Karl Marx, carta a Sigfrid Meyer y August Vogt, 1870.
“La línea férrea a California fue construida… mediante la importación de gentuza china con el fin de deprimir los salarios”. Karl Marx, carta a Engels, 1869.
“La inmigración es una de las principales fuentes de progreso”. John Stuart Mill.
Adam Smith se opuso a las restricciones mercantilistas en torno al comercio internacional basadas en la incomprensión de los beneficios de la especialización y de la división del trabajo. Los mismos argumentos pueden perfectamente servir también a los que impiden en la actualidad el libre movimiento de trabajadores extranjeros.
Por su parte, los primeros sociólogos abordaron con interés el fenómeno de los flujos migratorios y sus consecuencias para las poblaciones humanas. Describieron la mayor parte de los mismos en términos pacíficos y voluntarios; tal fue el caso de August Comte o Émile Durkheim, pese a que este último sintiera añoranza por la pérdida de los valores de la vida rural y sus lazos solidarios que ya no se percibían en las grandes urbes (siguiendo la estela de los “atrasistas” como John Ruskin o William Morris).
Las teorías de Karl Marx, sin embargo, fueron las primeras en tratar la migración como un proceso violento, como si “enormes” masas de campesinos fuesen expulsadas de sus medios tradicionales de subsistencia y fueran arrojadas a las zonas industriales y comerciales de las grandes ciudades.
La visión marxista, por tanto, restaba toda importancia a la aspiración y posterior decisión personal del migrante por labrarse un futuro mejor, tratándolo como un mero pelele sometido a las fuerzas inclementes del capitalismo que le empujaban a desplazarse, acuciado por sus circunstancias, y a engrosar las filas del “ejército laboral de reserva”. El migrante dejaba de ser sujeto actuante (lo que le caracteriza fundamentalmente) para devenir un sujeto pasivo.
Marx llegó a apoyar la libertad de comercio porque así ayudaría a extender el capitalismo y sus contradicciones, por lo que más cerca estaría su fin. Pero no estaba dispuesto a hacer lo mismo con la libertad de movimientos de los trabajadores, pues desarmaba su estrategia de lucha obrera. Eso le tocaba las meninges. Había que posicionarse en contra de la inmigración.
Esta postura no fue sino una variante más del recelo nativista y su valoración negativa de los procesos migratorios. Muchos se adhieren de forma acrítica a esta visión contraria porque toca sentimientos atávicos y por la dificultad de entender los argumentos a favor de las fronteras abiertas al ser esencialmente contraintuitivos.
Las actuales letanías restriccionistas nos cuentan que la inmigración de los países del Tercer mundo hacia los países ricos es equivalente a la importación de pobreza. También nos previenen que organizaciones empresariales confabulan o sobornan para poder disponer de mano de obra barata extranjera y poco cualificada. El pensamiento marxista bebe también de dichas creencias populares. Son erróneas porque no sólo estos lobbies estarían malgastado su dinero (pues lo que prevalece en el mundo desarrollado es precisamente lo contrario, las fuertes restricciones al capital humano), sino porque considerar al inmigrante exclusivamente como una carga y una boca más que mantener es una visión reduccionista y denota ceguera. La persona que migra es especialmente activa y emprendedora y, a parte de consumir, provee bienes y servicios, aumentando, por tanto, el tamaño total de la economía y de la división del trabajo.
En la significativa carta enviada en abril de 1870 por Marx a sus camaradas ideológicos Sigfrid Meyer y August Vogt exponía sus reflexiones acerca del fenómeno de la inmigración irlandesa que arribaba a Inglaterra: “cada centro industrial y comercial en Inglaterra posee ahora una clase obrera dividida en dos campos hostiles, proletarios ingleses y proletarios irlandeses. El trabajador medio inglés odia al trabajador irlandés como un competidor a la baja de su nivel de vida…” La maldita inmigración les creaba un problema porque el proletariado parecía no estar tan unido como se esperaba. “Este antagonismo es el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa, a pesar de su organización”. Había que ponerle coto de alguna forma, trazando la estrategia de la Internacional mediante el apoyo a la independencia irlandesa, por ejemplo.
En otra carta anterior dirigida a su amigo y mecenas Engels, podía Marx permitirse el lujo de ser un poco menos formal y algo más caótico, dando rienda suelta a sus inquietudes y opiniones con mayor desenfado. Sabedores ambos por su delegado de origen alemán en California de los bajísimos salarios que aceptaban los inmigrantes chinos en la construcción del ferrocarril en la costa oeste, dejó caer con total naturalidad su xenofobia hacia toda aquella “chusma” tan dócil venida de China, causante de serios contratiempos a la clase trabajadora que empezaban a organizarse en los EE UU. Por lo visto, para los primeros teóricos del proletariado, los laboriosos chinos no formaban parte de la clase obrera de vanguardia.
Por tanto, el supuesto internacionalismo de la primera Asociación Internacional de Trabajadores fue más de boquilla que otra cosa. Así, en julio de 1872 el Consejo general de la Primera Internacional votó en contra (10/7) de la incorporación de China e India como nuevos miembros de la Asociación, siendo el voto de Engels uno de los 10 que votaron “no”. Estaba claro que los fundadores excluían a los trabajadores chinos e indios como potenciales aliados en su particular guerra global contra el capitalismo. Aquellos que adoptaron las posiciones más xenófobas y anti-inmigración fueron precisamente los primeros seguidores y partidarios del liderazgo ideológico de Karl Marx (ahora se entiende mejor que el comunismo maoísta fuese más leninista que marxista).
Las actitudes de hostilidad hacia los inmigrantes por parte de los socialistas del siglo XIX estaban basadas en toscas ideas económicas según las cuales el trabajo barato de los extranjeros derrumbaba los salarios y arrebataba puestos de trabajo a los nativos. Ignoraban que bajar los costes laborales lleva a una bajada de los costes de producción que, a su vez, beneficia a los consumidores en general, bien por la reducción de precios en un mercado altamente competitivo o bien por el aumento de beneficios que atraería la competencia y que resultaría a la postre en una bajada también de precios.
El mayor beneficio de la inmigración es que incrementa el tamaño de la economía (léase zona domestica de libre comercio) sin las incertidumbres, costes, disputas o malentendidos que se suelen dar en el comercio exterior.
En el fondo, el debate acerca de la inmigración se centra en un desacuerdo muy profundo. Los restriccionistas y sus primos-hermanos ven al ser humano como una carga que consume y compite por salarios y por todo tipo de recursos. Los no restriccionistas ven al ser humano no sólo como una boca a la que hay que alimentar, sino también como una mente y unas manos que hacen crecer el pastel económico. Es un activo, un recurso (el último, en palabras de Julian Simon). A parte la calidad institucional, el factor limitativo más importante del progreso económico de un país sería, por tanto, no una insuficiencia en recursos físicos sino en capital humano.
Marx y sus devotos seguidores no vivieron lo suficiente para comprobar cómo los EE UU experimentaron entre el ultimo tercio del siglo y el inicio de la 1ª G.M. el mayor flujo de inmigración de toda la historia y cómo, en vez de destruirse puestos de trabajo nacionales, resultó ser una era de prosperidad inigualable para toda la población americana en su conjunto, dándose simultáneamente un bajo nivel de desempleo y un aumento real de salarios. Estos hechos desmintieron rotundamente todos sus malos augurios al respecto.
La inmigración es, no hace falta insistir mucho, un asunto complejo pero se aborda hasta el día de hoy casi siempre con grandes prejuicios y reduccionismos. Pese a haber un abrumador acuerdo entre economistas y sociólogos actuales de que siquiera su parcial liberación ayudaría enormemente al crecimiento económico mundial, está sujeta aún a grandes temores y a mostrencos debates políticos.
La visión de la sociedad y de la economía de Karl Marx era la de un intelectual que observaba con rígidas anteojeras el mundo. Fue similar a la de los progresistas racistas de la pasada centuria. Sigue, por desgracia, pesando mucho.
(Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XI, XII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX y XXX)
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