La sombra de Raúl Castro
El viaje oficial de Raúl Castro a Francia discurrió como estaba previsto: el presidente François Hollande lo agasajó con los honores de un jefe de Estado; firmaron acuerdos comerciales que le resultan muy beneficiosos al régimen castrista; y el mandatario galo le echó una mano a Barack Obama al resaltar la importancia de que se ponga fin al embargo. Castro regresó a Cuba con una amplia sonrisa.
Razones no le faltaron al octogenario comandante para estar contento. Era la primera vez que Francia lo recibía por todo lo alto. Además, antes de los actos oficiales le dio tiempo de admirar el esplendor de París, donde el capitalismo no está reñido con la dignidad de los parisinos. De hecho, disfrutó de un fin de semana como un turista de primera, dándose los infinitos gustos que se puede permitir un gobernante que no rinde cuentas de cómo maneja los fondos públicos porque los cubanos no tienen ni voz ni voto desde hace 57 años.
Pero lo que más llamó la atención de su estadía fue la omnipresencia de su nieto, Ramón Guillermo Rodríguez Castro, un joven que desde muy temprano fue entrenado para ser su guardaespaldas. O, para ser más precisos, la sombra que a todas horas protege al sucesor de Fidel.
Al nieto de Raúl lo hemos visto en infinidad de ocasiones: es ese hombre corpulento y un poco encorvado que en todos los actos está pegado a su nuca. Tiene una mirada esquiva y sus ademanes son obedientes, como el perro fiel que está dispuesto a saltarle a la yugular a quien se acerque a su amo. Es evidente que quiere mucho a su abuelo. Tanto, que está dispuesto a dar la vida por él.
A Hollande acabó por incomodarle la molesta presencia de este guardaespaldas tan particular que se saltaba el protocolo en los desfiles y en los actos. Los franceses son los maestros del saber estar y no iban a permitir que la mala educación del séquito cubano estropeara la perfecta coreografía de su ballet. La imagen del presidente galo apartando con gesto molesto al nietísimo se propagó en las redes sociales. Aún así, el chico hizo malabares para nunca apartarse de su abuelo.
Observo el lenguaje corporal del nieto de Castro, tan amansado y con la cabeza gacha. Es loable que esté dispuesto a derramar su sangre por su anciano abuelo, pero lo que me inquieta es que un abuelo instruya a su descendiente para tan sombrío oficio. Quisiera pensar que el día que tenga nietos sería yo quien diera la vida por ellos porque el porvenir es suyo. Sería impensable la idea de adiestrarlos para que me defiendan de los peligros.
Al nieto de Raúl lo hemos visto en infinidad de ocasiones: es ese hombre corpulento y un poco encorvado que en todos los actos está pegado a su nuca. Tiene una mirada esquiva y sus ademanes son obedientes, como el perro fiel que está dispuesto a saltarle a la yugular a quien se acerque a su amo
No me cabe duda de que Castro también quiere a su nieto. Es más, debe estar eternamente agradecido a esta sombra que envejece junto a él como una segunda piel hecha para el sacrificio. Pero un abuelo como establece la tribu nunca pondría su integridad por encima de los hijos de sus hijos. Estamos habituados a historias de heroicos ancianos y ancianas que se han inmolado para proteger a su prole. Hasta en esto los Castro desafían lo que cabe esperar de un pater familias.
En realidad poca capacidad de amor y generosidad verdaderos pueden emanar de dos hombres –Fidel y Raúl– que a sus otros hijos, y al cabo de más de cinco décadas, a sus nietos y bisnietos, les niegan la sal de la vida. Me refiero al pueblo cubano, rehén de una dinastía absolutista que se ha llevado por delante al menos tres generaciones.
Es el mismo desdén que sin sonrojo exhiben en los salones parisinos, donde los esbirros del gobierno cubano acosaron a un periodista del programa de televisión Petit Journal cuando éste se atrevió a preguntar cuándo habrá elecciones libres en la isla. Por fortuna, Francia no es Cuba y el presentador del espacio mostró el vídeo, dejando al descubierto el matonismo de los agentes de seguridad cubanos. También hubo risas por la torpeza del nieto, indiferente y ajeno a las reglas del protocolo.
Con muchos muertos y atropellos en su haber, Raúl Castro no es el abuelo de Heidi, aquella dulce niña de los dibujos animados infantiles, pero se comprende que su nieto lo quiera. Lo que resulta más difícil de entender es por qué no le ha dado alas al chico para que sea libre y no su triste sombra. Pero qué sabe este hombre de Libertad, Fraternidad, Igualdad.
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