Las estatuas vestidas
El País, Madrid
Para no incomodar a su huésped, el presidente de Irán, Hasan Rohani, de visita oficial en Roma, el Gobierno italiano mandó enfundar las estatuas griegas y romanas de los Museos Capitolinos —entre ellas, una célebre copia de Praxíteles— en púdicos cubos de madera. Y, añadiendo a la estupidez un poco de ridículo, la jefa de protocolo hizo desplazar los atriles y los sillones donde iban a conversar el primer ministro Matteo Renzi y su invitado, a fin de que éste no tuviera que topar nunca su mirada con los abultados testículos del caballo que monta Marco Aurelio en la única estatua ecuestre de la sala Esedra de aquel palacio museístico. Ni qué decir que en las cenas y agasajos que ofrecieron sus anfitriones al presidente Rohani quedaron abolidos el vino y todas las otras bebidas alcohólicas.
Gramellini y los periodistas, políticos y escritores italianos que han protestado (a veces con furia y a veces con humor) por la iniciativa de vestir las estatuas tienen razón. El hecho va mucho más allá de una anécdota que provoca risa e indignación. Se trata, en verdad, de una actitud vergonzante y acomodaticia que parece dar la razón a los fanáticos que, en nombre de una fe primitiva, obtusa y sanguinaria, se creen autorizados a imponer a los otros sus prejuicios y su cerrazón mental, es decir, aquella mentalidad de la que la civilización occidental se fue librando —y librando al mundo— a lo largo de una lucha de siglos en la que cientos de miles, millones de personas se inmolaron para que prevaleciera la cultura de la libertad. Que hoy día goce de ella una buena parte de la humanidad es algo demasiado importante para que un Gobierno, mediante gestos tan lastimosos como el que reseño, esté dispuesto a hacer el simulacro de renunciar a esa cultura a fin de no poner en peligro unos contratos que alivien una crisis económica a que lo ha conducido el populismo, es decir, su propia irresponsabilidad demagógica.
Aquel gesto puede ser una pantomima simpática hacia el presidente Rohani, a quien, por lo visto, los años que pasó haciendo un doctorado en la Universidad escocesa de Glasgow no bastaron para librarlo de las telarañas dogmáticas que traía consigo; pero es una gran traición con los miles de miles de iraníes que son las víctimas infelices de la intolerancia de los ayatolás y que resisten con heroísmo la lápida que les cayó encima desde que, para librarse de la dictadura del Sah, se echaron en brazos de una dictadura religiosa.
Y es una gran traición también hacia la civilización a la que Italia, probablemente antes que ningún otro país, contribuyó a edificar y a proyectar por el mundo entero, un sistema de ideas que con el correr del tiempo crearía al individuo soberano e impondría los derechos humanos, la coexistencia en la diversidad, la libertad de expresión y de crítica, y una concepción de la belleza artística de la que esas estatuas griegas y romanas encajonadas para que no hiriesen la sensibilidad del ilustre huésped son, con sus torsos, pechos y sexos al aire, soberbia representación.
El artículo de Massimo Gramellini da en el clavo cuando, detrás de este pequeño incidente, detecta algo más grave y profundo: una actitud entre complaciente y cínica, que desborda Italia y se extiende por doquier en los países y culturas que conforman el mundo occidental, hacia la civilización de la que tenemos el inmenso privilegio de ser beneficiarios, esa misma que nos ha librado a todos quienes vivimos en ella de padecer los horrores que padecen las mujeres iraníes —esas ciudadanas de segunda clase como lo son todas las de los países musulmanes, con excepción, quizá, por ahora, de Túnez— y los hombres que, allá, quisieran pintar, escribir, componer, pensar, votar, vestirse o desnudarse con la misma libertad con que lo hacemos en París, Roma, Madrid, México, Buenos Aires, y todos los rincones del mundo donde aquella llegó, afortunadamente, librando a la gente de las horcas caudinas del despotismo y las verdades únicas.
Las cortesías de la diplomacia deben respetarse pero, también, tener un límite y éste sólo puede ser el de no hacer concesiones que impliquen una auto-humillación o un agravio hacia la propia cultura. Lo ha dicho muy bien Michele Serra, en un artículo de La Repubblica: “¿Valía la pena, por no ofender al presidente de Irán, ofendernos a nosotros mismos?”. Si la percepción de las bellas nalgas y pechos de las Venus o de los muslos, falos y testículos de los Adonis y equinos pueden herir la susceptibilidad de un ilustre invitado, que el protocolo diseñe una trayectoria que no haga discurrir a éste entre estatuas y caballos, y que nadie cometa la imprudencia de servirle una copa de champagne o de vodka, pero ir más allá de esos límites es, tal cual lo dice Gramellini, actuar como los “siervos que quieren complacer a quienes los asustan”.
A diferencia de los fanáticos, tan orgullosos de sus creencias que las utilizan como armas arrojadizas, es bastante frecuente en el mundo occidental llevar el espíritu autocrítico a unos extremos suicidas. Esto es lo que hacen quienes, asqueados de los defectos, vicios y contrasentidos que muestra nuestra civilización, están dispuestos a vilipendiarla y, en cambio, respetan y muestran una infinita tolerancia por las otras, las que la odian y quisieran acabar con la nuestra, no por lo que en ella anda mal sino, por el contrario, por lo que en ella anda muy bien y debe ser defendido contra viento y marea: la igualdad de hombres y mujeres, los derechos humanos, la libertad de prensa, pensar, creer, escribir, componer, crear, con total libertad, sin ser censurado o sancionado por hacerlo. El presidente Rohani, cuando reciba de visita al primer ministro Renzi en Teherán, no permitirá que, para complacerlo, haya desnudos de mármol al estilo griego y romano en sus recorridos, ni que se luzcan a su paso estatuas ecuestres con apéndices testiculares a la vista, y, desde luego, el gobernante italiano no se sentirá ofendido por ello. En eso —pero sólo en eso— hay que imitar a los fanáticos: nuestra cultura, que es la cultura de la libertad, es lo que somos, nuestra mejor credencial, no hay razón alguna para ocultarla. Al revés: hay que lucirla y exhibirla, como la mejor contribución (entre muchas cosas malas) que hayamos hecho para que retrocedieran la injusticia y la violencia en este astro sin luz que nos tocó.
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