‘La gran apuesta’: confundir causas con consecuencias
La gran apuesta (The Big Short) es una de las películas más importantes del año. Nominada a mejor película y a mejor director (Adam McKay) en los Oscar y basada en el libro homónimo de Michael Lewis, documenta la historia real de una serie de personajes del mundo de las finanzas que descubrieron la burbuja inmobiliaria estadounidense, que estalló en 2008, y que actuaron en consecuencia para aprovecharse del cataclismo que se estaba preparando.
Michael Burry, un gestor de fondos al que le faltaba un ojo y padecía el síndrome de Asperger, es el hilo conductor del filme. En 2005 se dio cuenta de que el mercado hipotecario norteamericano era un gigante con pies de barro y apostó contra él: se puso corto en CDS (Credit Default Swap) hipotecarios de siete grandes bancos (Goldman Sachs, Morgan Stanley, Dutsche Bank, Bank of America, UBS, Merrill Lynch y Citigroup), es decir, se la jugó a que los bancos acabarían teniendo que asumir cuantiosas indemnizaciones porque los créditos de las hipotecas, que aparentaban ser muy seguros, no se iban a pagar. Y se hizo de oro. Thinking out the box.
Hasta ahí, los hechos. Pero si pasamos a analizar el trasfondo de la película, el mensaje que subyace a esos muy entretenidos 130 minutos, llegamos a la conclusión de que estamos ante el enésimo intento de reivindicar el papel del Estado como garante de las buenas prácticas en el mercado. El problema, cómo no, fue de la desregulación. En la selva, es sabido, se impone la ley del más fuerte, en este caso los bancos. En ese sentido, el infame Paul Krugman dice de La gran apuesta: "Ustedes querrán saber si la película cuenta de forma correcta la historia económica, financiera y política. Y la respuesta es que sí, en todos los aspectos importantes. Aunque la película recoge los fundamentos de la crisis financiera, el verdadero relato de lo que pasó es tremendamente molesto para algunas personas muy ricas y poderosas".
Pero la película, confundiendo causas con consecuencias, intenta colar la especie de que la crisis de las hipotecas subprime se debió a que los malvados bancos concedieron préstamos a personas que no podían pagarlos (los célebres NINJA) y a que utilizaron instrumentos financieros peligrosos y opacos: los ya citados CDS, los CDO (Collateralized Debt Obligation: productos que combinaban emisiones de deuda de distinta calidad) y los CDO sintéticos (una superestructura de derivados de crédito, algo parecido a una apuesta secundaria sobre el futuro de algunas empresas).
Y es que todo eso es únicamente una manifestación del origen del problema: la degradación de la liquidez bancaria generada por los perversos incentivos (expectativas de rescate en caso de quiebra, refinanciación permanente) con los que operan estos agentes en un sistema de banca central monopolística. Es decir, la raíz de las desgracias que se narran la encontramos en la intervención total del Estado en el mercado bancario, que promueve que se lleven a cabo unas prácticas sumamente imprudentes (descalce de plazos y riesgos) que en un entorno sometido a una verdadera disciplina de mercado nunca podrían tener lugar. Además, no se incide en que Fannie Mae y Freddie Mac, las dos entidades públicas creadas para facilitar el acceso de los estadounidenses a la vivienda (se dedicaban a comprar hipotecas a los bancos con la garantía del Estado: si el hipotecado no pagaba, el Gobierno se hacía cargo), tuvieron un papel fundamental en el desarrollo de la burbuja inmobiliaria. Y, en fin, se intenta dar la impresión de que los hipotecados fueron unas víctimas inocentes sin ninguna responsabilidad, cuando simplemente quisieron sacar partido a una (perversa) oportunidad de ganancia, bien es verdad que generada por el intervencionismo estatal, y les acabó saliendo mal.
Una última apreciación que la película pasa por alto. A pesar de los pesares, de todo tipo de trabas y de dificultades, la Gran Recesión no acabó con el capitalismo, como tantos falsos profetas vaticinaron. Tras 2008 vino 2009, 2010… y aquí seguimos.
- 23 de julio, 2015
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