El liberalismo es humildad
¿Por qué defender la libertad o, incluso en términos económicos, por qué defender el mercado libre? Los argumentos normalmente son de tipo ético (porque es de justicia) o de tipo utilitario (porque es el mejor modo de combatir la pobreza, de vivir cada vez más personas mejor…).
Pero, probablemente entre los argumentos éticos olvidamos uno que no sólo es importante sino fundamental. De hecho, no podría entenderse la necesidad de libertad en general y libertad económica en particular sin este hecho: nuestra inerradicable ignorancia sobre múltiples cosas, empezando por los deseos, valoraciones y aspiraciones cambiantes de los demás.
El liberalismo es una filosofía de humildad. Es cierto que hoy sabemos mucho, y una persona concreta puede amasar un gran conocimiento si se lo propone. Benjamin Franklin no en vano dijo que todos nacemos ignorantes, pero hay que trabajar duro para permanecer estúpido. Un ciudadano universitario occidental hoy tiene conocimientos sobre historia, geografía, música o ciencia que casi nadie tenía hace no tantísimas décadas. Pero, por otro lado, en muchos casos las verdades de ayer ya no lo son hoy con el avance de la ciencia.
El liberalismo, en primer lugar, puede decirse que nace de un sano escepticismo científico. En oposición a un sistema social libre o liberal que brota de los individuos y sus interacciones y acuerdos libres, todo sistema dirigista impuesto de arriba abajo presume que una mente o conjunto de mentes pueden conocer la verdad indiscutible de lo que es la ‘buena sociedad’ y de tal modo aplicarla.
He ahí por qué los colectivismos, que siempre acaban cuando se intensifican en barbaries como el comunismo o el nazifascismo, pueden resultar a priori cándidamente atractivos: igual que puede haber una buena familia, puede haber una buena sociedad, sólo falta implementarla. El problema es que la gran sociedad no es una familia y los ciudadanos no somos menores de edad.
Esa idea cándida de colectivismo y ‘buena sociedad’ ya la dejó desafortunadamente plasmada Platón en sus escritos políticos. Fijémonos sin embargo en otro filósofo griego mucho más afortunado: Aristóteles, quien creía que la única cosa que era un fin en sí mismo era la ‘eudaimonia’ o felicidad. Pero él no considerada la felicidad como algo pasajero o que se encontraba en momentos aislados sino que era algo de tales dimensiones que, prácticamente sólo al final de la vida, podemos llegar a descubrir del más pleno modo posible.
Para lograr y descubrir la felicidad se necesitaba contemplación para Aristóteles en el sentido de valorar mediante el uso de la razón qué era la eudaimonia. Como puede deducirse, la felicidad suponía un proceso de descubrimiento ‘individual’. La felicidad no era algo dado y establecido igual para todos, sino muy al contrario algo personal y subjetivo. Mi eudaimonia no es la tuya, ni la tuya la de otros. En realidad existen tantas como seres humanos hay, y las combinaciones de factores (y en qué grados subjetivamente cambiantes) tantas que tienden a la infinitud y resultan inabarcables para cualquier mente humana.
Y ya no porque ninguna mente humana sea suficientemente brillante, sino porque dicho conocimiento es subjetivo y privativo de cada individuo. Yo puedo transmitir a otros mis deseos, inquietudes y puntos de vista, pero no puedo transplantar a otros la mente con la que esos deseos, inquietudes y puntos de vista siguen en proceso y cambio en el mismo momento de comunicarlos a otros.
Esta idea de humildad y escepticismo es imprescindible para entender los argumentos de los más grandes pensadores liberales como Mises. La última obra de Hayek, La Fatal Arrogancia, precisamente versa sobre esto ya que muestra cómo todo socialismo de cualquier tipo parte de la arrogancia de pretender saber en qué consiste la felicidad para los otros. Como la historia nos demuestra, la felicidad por decreto de todo tipo de colectivismo sólo crea la más profunda de las infelicidades y catástrofes sociales. El propio liberal Milton Friedman llegó a pronunciar una conferencia sobre por qué la humildad y la tolerancia son valores centrales para entender el liberalismo.
No se trata de que los políticos actúen mal, sino que por imposibilidad epistemológica no pueden actuar ‘bien’ puesto que el conocimiento que sería preciso para coordinar la sociedad no es transmisible ni acumulable. La cuestión no reside en un Gobierno de hombres buenos sino un Gobierno pequeño (¡en caso de haberlo!).
Por eso, el mercado libre suele ser denostado como caos. Tristemente esto es fruto de la arrogancia de quien no entiende los procesos sociales libres y voluntarios y prefiere el orden dirigido de un ejército regimentado al orden espontáneo de la mente humana.
El liberalismo es humildad porque admite que cada uno de nosotros no somos nadie para entrometernos en los planes de vida ajenos, mucho menos para planificarlos y dirigirlos. Yo no soy nadie para prohibir a otros consumir determinados alimentos o sustancias, formar una familia con éste o aquél o establecer voluntariamente con cualesquiera otros estas o aquellas condiciones económicas en una transacción.
Dirigir las vidas de los demás es arrogante. Dejar que cada uno viva su vida y dedique íntegramente el fruto de su trabajo a lo que él decida porque la felicidad es una búsqueda personal -como decía Aristóteles- y no un guión impuesto, es humildad. Y en esto, nada más pero nada menos, reside uno de los grandes fundamentos del liberalismo.
- 23 de julio, 2015
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