Los 80 años de Mario Vargas Llosa
¿Importa recordar especialmente que un hombre ha cumplido 80 años cuando en la actualidad mejores fármacos y más higiene han alargado en forma notoria la vida?
Sí importa, porque, al margen de la estadística, nos permite tributar un breve homenaje a quien es uno de los más prestigiosos escritores vivos. El que cumple años es, por supuesto, Mario Vargas Llosa, este arequipeño siempre productivo y vital, ciudadano español desde 1993, premio Nobel en 2010 y que hasta se ha dado el lujo de figurar, recientemente, en las tapas de las revistas del corazón debido a su maduro romance con Isabel Preysler, después de haber estado casado durante 50 años con su prima Patricia Llosa, la madre de sus tres hijos.
Desde su casi adolescente época de colaboraciones en el periodismo y el inicial tomo de cuentos Los jefes, el escritor peruano/español se ganó limpiamente su festejo de hoy. Sus libros contribuyen, entre otras cosas, a develar y comprender mejor las realidades individuales y sociales de los países (en especial de su patria, el Perú) que le preocuparon. Practicó en su escritura distintos géneros, desde piezas teatrales y biografías hasta memorias y extensos ensayos, pero no hizo nada mejor que su veintena de novelas, un legado que por su claridad constructiva resulta difícil de igualar.
Ante todo, vale la pena repetirlo, está la saga peruana, que reúne la poco disimulada autobiografía con las leyes de la narración de aprendizaje (más dramático en la juvenil La ciudad y los perros, matizado y con humor en La tía Julia y el escribidor), o bien con historias que se recortan fielmente sobre el fondo político y social peruano, como la excelente Conversación en la Catedral, con el régimen del general Odría, o Lituma en los Andes, donde ya la presencia de los sublevados de Sendero Luminoso no puede disimularse, mientras en la Historia de Mayta recorre, en forma crítica, el itinerario de un líder trotskista.
La novelística de Vargas Llosa se interesa también en las tragicomedias de otros países latinoamericanos, como es el caso de la República Dominicana de Trujillo en La fiesta del chivo, o antes en la extraordinaria La guerra del fin del mundo, tal vez la mejor de sus novelas, que se desliza hacia el tono épico en el enfoque de la rebelión de Canudos, en Brasil. Entre sus últimos libros, hay que mencionar El sueño del celta, biografía novelada de Roger Casement, revolucionario irlandés de principios del siglo XX.
No abramos aquí el debate sobre la postura política de Vargas Llosa, abiertamente alineada en lo que solemos llamar la derecha liberal, ni juzguemos su fallida candidatura presidencial de 1990, cuando fue derrotado por Alberto Fujimori, y mantengámonos en un terreno estrictamente literario. ¿Qué minusvalía -de lo que también me reconozco culpable- se le ha adjudicado a nuestro escritor a lo largo de los años que, cada día que pasa, me parece menos justa?
Se trata, para decirlo pronto, de la irónica calificación de "gran escritor del siglo XIX", aludiendo sobre todo a su apego a la narración realista y verosímil, en contextos reconocibles, a la manera de los maestros del género como Balzac, Dickens, Henry James o Pérez Galdós. Se suele señalar, como si fuera un defecto, su voluntad de investigación a la manera de un historiador, en contraposición a la idea romántica de la inspiración, o del mito vanguardista de la invención pura. También se dice que cuando ensayó cierta ruptura, como en La casa verde, los resultados fueron menos felices. Como consecuencia de todas las opciones mencionadas -se agrega-, el envejecimiento de esta clase de literatura resulta inevitable y en el futuro, en el mejor de los casos, podrá ser reemplazada por buenos libros de historia.
Nada de esto es cierto. Casualmente la primera mitad de la producción de Vargas Llosa es la que con más gallardía resiste al tiempo, y a su paso adquiere la jerarquía de clásica. Recuérdese que la obra de arte, si tiene auténtico valor, es atemporal.
Mientras tanto, el escritor que hoy cumple 80 años sostiene dos combates honrosos por el mero hecho de competir: contra la literatura fantástica, encarnada por Jorge Luis Borges, y contra el realismo mágico, acaudillado por Gabriel García Márquez. Puede hoy estar tranquilo mientras preside la mesa del hotel Villa Magna y conversa con Felipe González o con Sebastián Piñera: ha demostrado ser un gran escritor aun en desventaja, porque ha hecho arte sin ornamentos innecesarios, con la conciencia de su país y de sus habitantes. Quizá sea un cronista, como los que trajeron los barcos de ultramar.
- 23 de enero, 2009
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