La hora gris
El País, Madrid
Las elecciones peruanas del domingo pasado dejan para la segunda vuelta, que tendrá lugar en junio, a dos candidatos —Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski— que representan dos opciones meridianamente claras. La primera, hija del dictador que cumple 25 años de cárcel por los crímenes y robos que cometió durante los 10 años en que gobernó el Perú, constituiría una legitimación de aquella dictadura corrupta y sanguinaria y un retorno al populismo, a la división enconada y a la violencia social de los que el país había comenzado a salir desde que recuperó la democracia en el año 2000. La segunda, un reforzamiento de la línea democrática y del progreso institucional y económico que ha convertido al Perú en los últimos 15 años en uno de los países más atractivos para la inversión extranjera y que progresa más rápido en América Latina.
En estas condiciones, la victoria de Pedro Pablo Kuczynski debería estar asegurada si primaran la sensatez y el buen juicio. Pero no siempre es así y, en América Latina sobre todo, lo que suele prevalecer en ciertos periodos electorales son la sinrazón y la pasión demagógica, como saben muy bien los amigos venezolanos que, hasta en cinco ocasiones, votaron por el “socialismo del siglo XXI” y ahora no tienen cómo librarse de esa semidictadura que los ha arruinado económicamente y los hace vivir en la asfixia y el miedo.
El fujimorismo cuenta con grandes medios económicos —sólo unos 180 millones de dólares ha recuperado el Perú de los 6.000 millones que se robaron en aquellos años— y su propaganda ha empapelado literalmente el país, al mismo tiempo que los medios que controla han ido cimentando la ficción según la cual el encarcelado exdictador derrotó a Sendero Luminoso, envió a su líder, Abimael Guzmán, a la cárcel y sacó al país de la devoradora inflación que lo estaba deshaciendo. Puro mito. En verdad, la dictadura combatió el terror con el terror, asesinando, torturando y llenando las cárceles de inocentes, y la desenfrenada corrupción con la que se enriquecieron los dirigentes fujimoristas desprestigió al país y lo enconó hasta ponerlo al borde del abismo. Por eso se fugó Fujimori del Perú y —caso único en la historia— envió desde el extranjero su renuncia a la presidencia por fax.
¿A eso quisieran volver los peruanos que han dado a Keiko Fujimori en esta primera vuelta electoral cerca del 40% de los votos y una mayoría parlamentaria? Porque, aunque haya prometido aquella que no volverá a haber un 5 de abril —día del autogolpe con el que Fujimori acabó con la democracia que le había permitido llegar al poder— es obvio que, si ella es la próxima presidenta, tarde o temprano se abrirán las cárceles y los ladrones y asesinos fujimoristas, empezando por su padre, pasarán de los calabozos a detentar nuevamente el poder. Pone los pelos de punta imaginar la violencia social que todo aquello produciría, con la consiguiente parálisis económica, la retracción de las inversiones y la gangrena populista resucitando aquellos demonios de la inflación y el paro de los que nos hemos ido librando estos últimos tres lustros.
Por eso es importante que haya una gran movilización popular de todas las fuerzas democráticas del espectro político, sin exclusión alguna, para derrotar al fujimorismo y llevar a la presidencia a Pedro Pablo Kuczynski. Y, sobre todo, que las decenas de miles de peruanos que se abstuvieron de votar o viciaron su voto en esta primera vuelta, recobren la confianza y crean que hay esperanza. PPK es una persona de impecables credenciales políticas, que sólo ha servido a Gobiernos legítimos y, en todos los casos, con competencia y honradez. Su historia tiene algo de novelesca. Fue una dictadura, la del general Velasco, la que lo obligó a exiliarse cuando era un joven funcionario del Banco Central de Reserva, permitiéndole de este modo hacer una meteórica carrera en el mundo internacional de las finanzas, donde llegó a ser presidente del First Boston. Que, pese a haber alcanzado tan alta posición, apenas volvió la democracia a su país, retornara a trabajar al Perú, demuestra muy a las claras su vocación de servicio. Pocos dirigentes políticos conocen mejor que él la problemática peruana, a la que ha estudiado con devoción, y pocos tienen ideas más prácticas y funcionales para enfrentar sus grandes carencias y necesidades. De otro lado, no hay dirigente político peruano que tenga más prestigio y sea más conocido que él en el ámbito internacional.
Por eso, desde que decidió lanzarse a la ardua empresa electoral, lo ha rodeado una entusiasta caravana de jóvenes empeñados en hacer del Perú un país moderno y próspero, una verdadera democracia con oportunidades para todos, que, sustituyendo con su entusiasmo la falta de estructuras partidarias y recursos, han conseguido para él este segundo puesto en la primera vuelta que debería permitirle ganar las elecciones de junio, salvando al Perú de la catástrofe que sería el retorno al poder del fujimorismo.
El adanismo ha sido una de las grandes desgracias de América Latina. Cada Gobierno quería empezar desde cero, haciendo tabla rasa de todo lo conseguido por su predecesor. Esta falta de continuidad nos ha hecho vivir en lo inestable y lo precario, porque los esfuerzos se frustraban cuando acababan de empezar. Esta maldita costumbre del adanismo se rompió por fortuna para el Perú en los últimos tiempos. Porque, desde la caída de la dictadura en el año 2000, el país ha tenido cuatro Gobiernos democráticos —uno de ellos de transición— de líneas políticas diferentes, que, pese a ello, coincidieron en respetar la legalidad democrática y una política económica de mercado y de aliento a la inversión que ha traído enormes beneficios. La extrema pobreza se ha reducido de manera dramática, han crecido las clases medias a un ritmo muy intenso, la inversión extranjera se ha mantenido a niveles elevados y, con todas las limitaciones que impone el subdesarrollo, el Perú ha ido progresando gracias a la libertad y a esos amplios consensos que, por primera vez, han caracterizado la vida política peruana en los últimos 15 años. Pero, una vez más, todo aquello se encuentra amenazado en este proceso electoral y corremos el terrible riesgo de volver a las andadas, que es lo que ocurriría si una mayoría electoral, presa del desvarío populista, lleva a Keiko Fujimori al poder.
Afortunadamente, la historia no está escrita, ella no sigue derroteros fatídicos. La historia la escribimos diariamente los hombres y las mujeres mediante nuestras acciones y decisiones y podemos imprimirle la dirección y el ritmo que mejores nos parezcan. Los peruanos nos hemos equivocado muchas veces en nuestra historia y, por eso, ese país que fue justo y grande alguna vez, se ha ido empobreciendo y violentando como pocos en América Latina. Hace 15 años aquello comenzó a cambiar de una manera notable. Surgieron unos consensos muy amplios respecto a la economía y la política que dieron al país una estabilidad primero y luego un empuje progresista muy notables, al extremo de que, por primera vez, yo he escuchado en los últimos años en el extranjero sólo elogios y parabienes sobre el acontecer peruano.
Sólo de nosotros depende que esta hora gris en la que estamos sumidos no sea el anuncio de una noche siniestra y anacrónica, sino un anticipo del amanecer, con su tibieza y su luz clara.
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