El imparable Trump
La inevitabilidad de Donald Trump se parece a esas tragedias griegas cuyo desenlace uno intuye desde las primeras escenas, pero que a medida que avanza la obra van generando en el espectador una atracción fatal, una fascinación morbosa, que lo llevan a desear lo peor. A menos que un “deus ex machina” tuerza el destino, Donald Trump será el candidato del Partido Republicano.
Este alucinante personaje arrancó en junio del año pasado, cuando nadie -excepto él- previó que a estas alturas habría dejado en el camino a 14 de sus 16 competidores en un partido al que no había pertenecido hasta hacía muy poco y que a los dos restantes los tendría ya matemáticamente derrotados. Matemáticamente derrotados significa: el senador por Texas, Ted Cruz, y el gobernador de Ohio, John Kasich, no tienen cómo alcanzar la cifra mágica de 1.237 delegados que a lo largo de las primarias uno debe sumar para ser nominado candidato republicano en primera votación en la Convención que tendrá lugar en Cleveland este verano.
Sólo Trump, luego de la treintena de elecciones y asambleas que ya han tenido lugar, está en condiciones de reunir ese número de delegados todavía. No le será nada fácil, pues necesitará hacerse con 53% de los que aún están en juego; en lo que va del proceso ha obtenido 46% de los posibles. Pero tras la paliza que propinó a sus adversarios en Nueva York y lo que ocurrirá en los cinco estados en que los republicanos celebrarán elecciones el próximo martes -Pensilvania, Maryland, Connecticut, Rhode Island y Delaware-, es mejor ir haciéndose a la idea de que lo logrará. O, al menos, de que obtendrá tantos delegados, que se acercará mucho a la cifra mágica y por tanto pondrá a su partido ante una disyuntiva espeluznante: darle la nominación en Cleveland a pesar de no haber triunfado matemáticamente o negarles a millones de votantes suyos, cerca del 40% del partido, una victoria que sienten afiebradamente suya.
Los precedentes de esta extraña historia en que se han visto envueltos los herederos del partido de Lincoln, Teddy Roosevelt y Reagan existen… aunque con diferencias muy marcadas.
El propio Lincoln, la icónica figura republicana de la Guerra Civil, fue en 1860 el retador en una convención republicana que William Seward parecía tener en el bolsillo. Sin embargo, había establecido un liderazgo político e intelectual a lo largo del proceso, especialmente en unos debates internos que pasarían a formar parte de la leyenda de la política estadounidense. El contexto, además, era el de un país partido en dos mitades que exigía una figura de ese calibre. La convención fue tempestuosa pero Lincoln se aseguró la victoria por la credibilidad que se fue labrando ante los delegados del “establishment”.
Mucho tiempo después hubo otro caso de convención republicana partida por la mitad. Fue en 1964, cuando Barry Goldwater emergió como refundador del movimiento conservador. A pesar de sus grandes dotes intelectuales y fuerza ideológica (una tal Hillary Clinton era una de las fervientes jóvenes que formaban parte de su movimiento), Goldwater era detestado por buena parte del partido. Entre otras razones, ello tenía que ver con la gravísima decisión de oponerse a los llamados “derechos civiles” con que se pretendía en Estados Unidos corregir la discriminación contra la población negra. En nombre de los derechos de propiedad, Goldwater se oponía a que se pudiera forzar a los propietarios de establecimientos públicos a aceptar a quien no quisieran. Insistía en que lo suyo no era una postura a favor de la discriminación sino una defensa del derecho de cualquier ciudadano a hacer con su propiedad lo que quisiera. Pero, a la luz de una atroz historia de abusos y de la supervivencia de distintas formas de discriminación contra los herederos de la esclavitud, era un suicidio que uno de los dos grandes partidos se opusiera a una intervención estatal como aquella. Así lo veían muchos republicanos. Otros rasgos de la candidatura -y personalidad- de Goldwater, incluyendo su pugnacidad contra la URSS, despertaban también entre sus compañeros de partido el temor a que el electorado acabara viendo a su líder como un irresponsable capaz de llevarlos a la guerra.
Los adversarios de Goldwater no pudieron impedir que obtuviese la nominación, pero la división fue mortal para su candidatura. El gobernador Nelson Rockefeller, símbolo del ala moderada, dijo públicamente que no quería que Goldwater ganase los comicios. Creía que una derrota de su rival le daría a él por muchos años el control de los republicanos. No fue así: Goldwater sufrió una derrota dura a manos de Lyndon Johnson en las presidenciales, pero quien emergió como jefe de los republicanos luego resultó ser Richard Nixon, que había apoyado lealmente al candidato de su partido en la campaña.
La tercera vez que se produjo una lucha fratricida entre republicanos fue en 1976, cuando Gerald Ford, que había reemplazado a Nixon como presidente, tuvo que enfrentarse a Ronald Reagan, el ex gobernador de California y, sobre todo, famoso actor de segundo nivel. Ford llegó a la convención con menos delegados de los necesarios para obtener la nominación, de manera que Reagan, que era muy popular, le planteó batalla abiertamente. Ford prevaleció sobre Reagan de cara a los delegados que tenían en sus manos la decisión final. Aunque el actor apoyó a su rival una vez resuelta la nominación, la pugna, y sobre todo el carisma de Reagan, hicieron muy patente la medianía del Presidente. Ford fue derrotado y, como se sabe, Reagan volvió cuatro años después para arrasar con Carter e inaugurar una exitosa era conservadora en el mundo occidental.
Cito estos precedentes no tanto por lo que tienen en común con lo que Trump está provocando en su partido como por las diferencias. Aquí no están los republicanos ante una figura política con vuelo intelectual que se mueve bien dentro del “establishment” de su partido (Lincoln), ni ante un líder ideológico que va camino de resucitar al movimiento conservador (Goldwater), ni ante un presidente en ejercicio (Ford), sino ante un populista absolutamente impredecible al que no hay forma de parar y que poco tiene que ver con la esencia o historia del partido.
Goldwater daba miedo a los republicanos moderados, pero tenía a su favor el que, excepto en la cuestión de los derechos civiles, prefiguraba la revolución conservadora que poco después lideraría al mundo. En ese sentido, exhibía una profunda sintonía con el conservadurismo republicano. El caso de Trump es el de alguien que asusta a los moderados y a los radicales por igual: a los primeros porque es impredecible y en ciertos temas, como la inmigración o las relaciones exteriores, muy peligroso; a los segundos porque en asuntos como el comercio exterior, es la negación misma de todo lo que ese partido representa, y en especial de lo que representan las corrientes más emblemáticas en términos ideológicos. Es ilustrativa la convergencia de moderados como Jeb Bush e ideólogos como Paul Ryan, actual presidente de la Cámara de Representantes, en su desesperada oposición a Trump.
Los adversarios del magnate han empleado muchas armas contra el demagogo: cuantioso dinero, el aparato del Comité Nacional Republicano, la prensa conservadora liderada por Fox News, los competidores muertos o vivos en las primarias, y un largo etcétera. Han llegado a hacer cosas altamente riesgosas como emplear oscuras normas que permitían a los republicanos de ciertos estados -Colorado y Dakota del Norte, por ejemplo- evitar elecciones populares y convertir el proceso en una negociación de asambleas para birlarle a Trump delegados que de otro modo habrían sido suyos. Han persuadido, la palabra es eufemística, a no pocos delegados de estados como Louisiana de que apoyen a los rivales del favorito para que éste obtenga menos delegados que votos.
Por último, han intentado arropar a Cruz, al que el “establishment” republicano detesta casi tanto como al empresario neoyorquino porque lleva cuatro años denunciando al “cartel de Washington” y haciéndose antipático en el Congreso, pero el senador texano no logra, a pesar de ciertas victorias ruidosas, robarle el fuego prometeico a Trump para salvar a la humanidad.
Sólo les queda un recurso final: impedir que Trump obtenga 1.237 delegados y por tanto “partir” la convención de tal modo que no pueda hacerse con la nominación en la primera votación. En ese caso, los delegados quedarían en libertad de votar por quien ellos quisieran -en vez de aquel por quien comprometieron su voto durante las primarias- en las rondas sucesivas, hasta elegir a alguien elegible. Pero, a estas alturas está claro que si Trump no llega a 1.237 se quedará muy cerca, a distancia significativa de Cruz -que lo tiene muy difícil en los estados del noreste y del oeste, especialmente California, el que más delegados elige- y leguas por delante de John Kasich. ¿Con qué legitimidad podría presentarse alguien que hubiera sido nominado de esa forma ante los enfervorizados partidarios del empresario neoyorquino? El partido estallaría en mil pedazos y Hillary Clinton casi con toda seguridad galoparía hacia la Casa Blanca. Mientras ella hiciera campaña en favor de sí misma, su rival tendría que dedicar el tiempo a defenderse de la acusación de que se robó las primarias republicanas y de que no representa a millones de miembros de ese partido, sobre todo los muchos que se han inscrito en los últimos tiempos.
Ello se comprobó precisamente esta semana durante la reunión del Comité Nacional Republicano en la Florida. Algunos miembros ya han conversado con el líder de las primarias y otros esperan hacerlo. Se ha visto también en el esfuerzo que ha empezado a hacer Trump por ganarse a los delegados que podrían estar pensando en darle la espalda. Ha contratado nada menos que a Paul Manafort, uno de los operadores determinantes en la nominación que logró Ford a duras penas en 1976.
El fenómeno Trump -fruto de la crisis financiera de 2008 y su secuela económica, de las dislocaciones de la globalización, de la frustración de muchos conservadores e independientes de la clase media baja y de la inseguridad de un mundo con terrorismo y adversarios que ya no temen a Estados Unidos- tiene raíces más profundas de las que se pensaba y puede tener consecuencias más duraderas de las que se temía. Puede significar, también, un cambio en la sociología del Partido Republicano tan importante como aquel con el que Nixon les “robó” los estados del sur a los demócratas (hasta hoy y por mucho tiempo más) y tan duradero como la revolución reaganiana. Sólo que por las malas razones y con resultados potencialmente graves.
- 23 de julio, 2015
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