Condiciones para una sociedad libre
Aquilatando mucho y pasando por encima de las acepciones obvias del término, diría lo siguiente: una sociedad es tanto más libre cuanto más capaz es de autorregularse.
Giovanni Sartori
Tal como lo sostiene Hannah Arendt, los hombres están condicionados por las cosas que ellos mismos crean. No es lo único que limita nuestra libertad, tan estimada cuanto defendible, pues la naturaleza, con sus reglas inviolables, se constituye en un cautiverio del cual resulta difícil, hasta imposible, fugarse. La gravedad, por ejemplo, nos recuerda que somos criaturas incapaces de volar, excepto cuando recurrimos a los artificios tecnológicos. Con todo, se trata de un caso distinto del que señalé al inicio, donde las fatalidades tienen todavía una causa propia. Interesa, por ende, subrayar que las invenciones humanas implican una merma de nuestra soberanía. Es el precio que trae consigo la satisfacción de diversas necesidades, incluyendo aquéllas relacionadas con el prójimo. Por lo tanto, para evitar perjuicios importantes, cabe tener cuidado al momento de explotar la imaginación.
La sociedad humana, con su organización y normas varias, es un invento del que no podemos prescindir. Salvo casos excepcionales, como el de anacoretas o ermitaños, para no citar a los anarquistas que son misántropos, todos tenemos una vida signada por esa necesidad. Más allá de los asuntos metafísicos, recordemos que el cuerpo pide comer, beber, aun amar, para lo cual el congénere es indispensable. Ahora bien, dado que el establecimiento del orden social conlleva un menoscabo de nuestra independencia, no es razonable aceptarlo sin plantear algunas condiciones para considerarlo legítimo. En este sentido, como mínimo, debemos hablar de ciertos requisitos sin los cuales nuestra participación sería del todo inaceptable. La pretensión es, pues, que formemos parte de asociaciones autónomas, abiertas, fuertes y democráticas.
La exigencia de autonomía tiene que ver con una razón ética: valerse del propio entendimiento. Es un cometido que fue formulado hace mucho tiempo, aunque su relevancia es todavía justificable; sin embargo, por desgracia, no solemos apreciarlo como se debería. Según lo expuesto por Immanuel Kant, las normas autónomas son aquéllas que no vienen de afuera, originándose en el mismo sujeto llamado a cumplirlas. Cuando una sociedad cuenta con ese atributo, quienes la conforman no permiten que nadie se presente como amo de todas las respuestas, redentor o caudillo. Las fórmulas mágicas que se relacionan con un solo mando son relegadas, debiendo ser censurados sus propugnadores. Se logra también el prodigio de contar con un ambiente favorable a la crítica. Ello vuelve posible hablar de su carácter abierto, el que es imperativo para evitar dogmatismos y prejuicios con aspiraciones coercitivas. No tiene que haber nada exento del cuestionamiento cívico.
Compete asimismo cuidarse de otra invención que nos marca: el Estado. Para ello, nuestra sociedad tiene que ser fuerte. No renovemos la nociva tradición del paternalismo. Perseguir que todo sea resuelto por ese aparato es peligroso, además de contraproducente. La expansión de su poder es siempre un retroceso para quienes sufren cuando alguien procura oprimirlos, así sea solamente con demoras burocráticas. Corresponde que reconozcamos el valor de las actividades gubernamentales; empero, no debemos olvidar su naturaleza subsidiaria. Nos incumbe la carga de restringir sus potestades. En este afán, por los beneficios deparados hasta el momento, conviene tener presente a la democracia. Es el régimen político que resulta más compatible con nuestra limitada pero inconmensurable libertad. Su salvaguarda es imperiosa.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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