Inmigración (XXXVII): Los enragés europeos de segunda generación
En Europa tenemos un problema. Los inmigrantes que vinieron en los años 50, 60 y 70 a trabajar y que contribuyeron con su esfuerzo a la prosperidad del continente forman parte de la comunidad política de cada uno de los países donde se asentaron al naturalizarse gran parte de ellos. Tenían y tienen una mentalidad de sacrificio y esfuerzo que está ausente, por desgracia, en muchos de sus hijos.
Esta segunda generación ha nacido aquí y forma ya parte de la población europea. Son jóvenes franceses, belgas, holandeses, alemanes o suecos que no padecen el “síndrome del retorno” presente en muchos de sus padres inmigrantes pero que tampoco encuentran su lugar en sus países respectivos de “adopción”. Es más, en algunos casos muestran un nivel de frustración y descontento tal que, a veces, acaba manifestándose en revueltas y violencia en diverso grado.
En otros lugares como EE UU, Australia, Canadá, países asiáticos o del Golfo pérsico no padecen este trastorno social. Pareciera que el “injerto social” no ha funcionado en nuestro continente.
Los nativistas europeos quieren que sus gobiernos impidan más inmigración y cerrar las fronteras a los extranjeros, especialmente a los que “supuestamente” muestran mayor inadaptación: los musulmanes.
Los jóvenes, todos (musulmanes o no), deberían integrarse de forma natural en el mercado laboral y asumir responsabilidades cuanto antes. Sucede que en las sociedades europeas éstos no pueden encontrar empleo tan fácilmente dado que el mercado laboral está hiperregulado y que la gente de mayor edad tiene sus empleos y pensiones mejor protegidos debido al statu quo socialdemócrata absolutamente dominante en Europa.
A esto se añade una cierta laxitud de las penas con respecto a ciertos delitos que se traduce en una excesiva indulgencia con los que atentan contra la convivencia en las sociedades modernas.
Para remate, la Gran Recesión ha diseminado un agudo sentimiento anti-capitalista que ha colonizado buena parte de las mentes de las personas. Los indignados se han multiplicado, tanto si son nacionales de pata negra como si son naturalizados de segunda generación. Todos se sienten titulares de derechos y se creen víctimas y marginados del sistema; quieren cambiar de raíz el ciertamente imperfecto mundo en el que vivimos y nos desarrollamos. Hay un magma de enragés variados prestos a actuar en cuanto se den las circunstancias.
Especialmente en Europa a algunos jóvenes (y no tan jóvenes) les da por manifestarse en las calles y votar a partidos fuera del sistema; a otros por participar en protestas varias, por rodear el congreso, por tomar las plazas; a los más hormonados, por hacer escraches cada vez más violentos, por patear a los rivales ideológicos, por convertirse en okupas, por asaltar comercios, por incendiar vehículos o contenedores, por llevar mochilas con explosivos o, en el colmo del paroxismo, por cometer atentados (los llamados yihadistas europeos no son religiosos que se hayan vuelto radicales sino más bien delincuentes de poca monta o, cuando menos, desarraigados que se convierten luego en extremistas religiosos).
Los atentados masivos de estos yihadistas locales con repercusión mundial inmediata es un verdadero salto cualitativo por lo que es imposible evitar que los temores nativistas se disparen y nos atenacen.
La inmigración, sin embargo, no es una amenaza terrorista. Los mayores riesgos en Europa se dan en jóvenes ya nacionalizados pero muy fanatizados. Es inusual que un acto terrorista sea perpetrado por un trabajador inmigrante integrado en el mercado laboral. Poner barreras artificiales al mercado de trabajo propicia la marginación y, por ende, se aumenta el riesgo de que los jóvenes excluidos sean captados por las mafias terroristas. El barrio bruselense de Molenbeek, que es todo un triste símbolo de lo que existe en algunas ciudades de Europa, tiene unos índices alarmantes de desempleo y población altamente subsidiada y, por tanto, eximida de deberes.
Los países europeos deberían flexibilizar cuanto antes sus legislaciones laborales y reformar su Estado de bienestar actual (y sus contraproducentes incentivos para no trabajar o emprender) para ofrecer un futuro más atractivo al inmigrante o sus descendientes, especialmente joven, para que no se viera excluido de los beneficios de una sociedad capitalista o, en palabras de Donald Boudreaux, de su “piscina de prosperidad”. Que su horizonte vital no sea convertirse en un ser pasivo con escasas expectativas de mejorar y dependiente de asistencia pública que, paradójicamente, alimenta rencor e ingratitud.
Los progresistas harían bien en apreciar más los procesos de mercado y sus instituciones, así como la civilización occidental a la que pertenecen. Su sesgo anticapitalista y antioccidental es gasolina ideológica para gente poco inclinada a tomar responsabilidades pero también para jóvenes con delirios terroristas. Los conservadores harían bien, por su parte, en mostrar más tolerancia frente a modos de vida diversos al suyo pues realmente no son una amenaza para su existencia.
En el seno de Occidente se ha convivido, por desgracia, durante muchos años con millones de personas de ideología marxista que han intentado y pretenden aún hoy, en sus diversas variantes, socavar los fundamentos más esenciales de una sociedad abierta y de mercado. En algunos casos cometieron, incluso, actos terroristas. A pesar de ello, la civilización occidental sigue sobreviviendo y evolucionando. Tanto el terrorismo de antaño (marxista o independentista) como el de hoy (yihadista) no son la mayor amenaza que ha existido ni existe para las sociedades avanzadas.
Tampoco Europa está sufriendo en la actualidad una ola de terror incomparable como a veces se nos dice. Según estadísticas de la Global Terrorism Database en la década 1975-1985 los actos terroristas en Europa occidental mataron a 2.600 personas; en cambio en los últimos 20 años, (1994-2014, no hay datos posteriores) los atentados se han cobrado, de momento, 850 vidas de seres inocentes. La diferencia es que estos últimos atentados son mucho más mediáticos y espectaculares que los anteriores (más numerosos y constantes).
Existe una fobia exagerada contra los inmigrantes musulmanes debido a las cíclicas e impactantes noticas de atentados en países occidentales cometidos por jóvenes neoconversos al islamismo. Los temores deben servirnos sin duda de alerta para nuestra supervivencia pero no deben adueñarse de nuestra razón.
Lo que sí padecemos en Europa es una evidente falta de coordinación entre los diferentes servicios de inteligencia, además de una dispersión de datos de sospechosos en diferentes registros. Creo que debería haber un mayor control de aquellos pocos (en porcentaje, no en números totales) jóvenes musulmanes u occidentales que viajan a zonas de conflicto o se conectan a redes sociales fanáticas de todo tipo, sean indexadas o no por los motores de búsqueda.
Dicho esto, no se debe olvidar que la mayoría de los inmigrantes musulmanes coexisten con otras culturas sin grandes problemas. Además, al contrario de lo que se suele comentar, sus índices de natalidad se acaban aproximando a los nativos de las sociedades de acogida, especialmente en la segunda generación. Asimismo, el aumento del agnosticismo, tendencia en las sociedades occidentales, también está haciendo acto de presencia entre la población musulmana que reside en Europa.
Aquellos que no quieren dentro de sus fronteras a ningún musulmán inmigrante (no importando su estado, especialización, circunstancia personal, grado de estudios, experiencia, relación con la población nativa, etc.), metiendo a todos en el mismo saco al considerar que son inasimilables o, peor aún, son terroristas potenciales, padecen serios temores nativistas y deberían ser más cuidadosos porque están cometiendo un razonamiento erróneo de generalización apresurada.
El problema está en otra parte: Los países europeos, con crecientes poblaciones vetustas, con economías hiperendeudadas y adictas a los bajos tipos de interés, reticentes a aplicar reformas que mejoren la competitividad, con legislaciones laborales que suponen mil y una trabas que encorsetan el mercado de trabajo, con Estados de bienestar infinanciables y exceso de regulación y carga impositiva a la actividad empresarial van camino, en mayor o menor medida, hacia su esclerosis social. Por último, añádase la falta de voluntad real de las modernas socialdemocracias por endurecer las penas a los quebrantadores de las normas del código penal y tendremos un panorama preocupante que pone en riesgo la seguridad y viabilidad del modelo de organización de las mismas.
Europa debe despertar.
(Este comentario es parte de una serie acerca de los beneficios de la libertad de inmigración. Para una lectura completa de la serie, ver también I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XI, XII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI, XXXII, XXXIII y XXXIV, XXXVI y XXXVII)
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