El Papa Francisco y el derecho de autodefensa
El Papa Francisco dijo durante la Jornada Mundial de la Juventud en Polonia, tras su visita a Auschwitz y en una Europa recién golpeada por el terrorismo yihadista: "La violencia no se vence con más violencia". El autor de esa frase es el mismo sumo pontífice que tras la masacre de Charlie Hebdo condenó el atentado, pero mostró cierta comprensión hacia los terroristas al decir que si insultan a su madre, él respondería con un puñetazo. Curioso que se reservara el derecho al uso de la violencia –sin haberla sufrido antes– que niega al resto de los seres humanos.
Si alguna violencia no está justificada es, precisamente, aquella con la que se responde a algo que no es una agresión. El hipotético insulto a la progenitora del Papa peronista legitimaría su enfado y que profiriera todo tipo de tacos contra el autor del agravio. Pero en ningún caso sería una excusa para dar un puñetazo. Y lo mismo ocurre con sentirse ofendido por unas viñetas que muestran a Mahoma o se mofan de él: no son una coartada para asesinar a sus autores.
Sin embargo, en otros casos sí es legítimo recurrir a la violencia. Es una forma aceptable –y muchas veces eficaz– de respuesta ante una agresión. Rechazar la legitimidad de esto supone, simplemente, negar el derecho de autodefensa. Un derecho, por cierto, reconocido incluso por la Iglesia Católica de la que Francisco es la cabeza visible.
Equiparar a la violencia defensiva con aquella ejercida por el agresor es de una profunda irresponsabilidad e inmoralidad. La doctrina del Papa Francisco supone negar a la mujer maltratada el derecho de blandir un cuchillo de cocina contra su pareja como forma de parar una paliza que va a suponer su muerte o heridas de extrema gravedad. Implica también que los cristianos –y muchos otros– de Oriente Medio no tienen derecho a defender sus aldeas ante las incursiones de unos yihadistas que quieren asesinar a todos lo hombres y convertir en esclavas sexuales a las mujeres.
La doctrina del Papa Francisco niega el derecho de un niño o un adolescente a poner fin a las palizas del abusón del colegio respondiendo a sus golpes con puñetazos. Tampoco considera legítima la defensa de un inmigrante o un homosexual ante un ataque xenófobo u homófobo. E incluso implica que, si alguien entra a robar en tu domicilio, lo único moral y éticamente aceptable es sentarse a ver cómo se llevan todo lo que posees.
Recurrir a la fuerza para defenderse de una agresión –un ataque contra nuestra integridad física o nuestra propiedad, nunca una ofensa verbal o escrita– no sólo es legítimo. Es, además, útil. Un mundo en el que quienes no dudan en usar una violencia injustificada (maltratadores, violadores, ladrones, terroristas, matones de patio de colegio…) nunca fueran a recibir una respuesta a sus agresiones sería un lugar terrible. Nadie pararía sus actos y no habría ser humano libre y seguro alguno sobre la faz de la tierra.
La violencia debe ser el último recurso, pero cuando es defensiva puede convertirse en el único posible. Da igual lo que diga al respecto el Papa Francisco, defenderse es un derecho que tiene todo ser humano. Incluido él mismo. ¿O acaso los guardaespaldas fuertemente armados que siempre le acompañan llevan sus pistolas tan sólo de adorno?
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