Popper en Moyo Island
El País, Madrid
En la isla de Moyo las bandadas de monos, sin la menor incomodidad, suben y bajan de los árboles, juegan, se pelean, bombardean las tiendas con tamarindos, hacen el amor o se masturban. Hay también discretos jabalíes que pasan en manada por la orilla del bosque, silentes murciélagos y un mar de estrellas cada noche entre las que navega, soberbia, la Vía Láctea.
Probablemente no haya mejor lugar en el mundo que esta isla remota, sin televisión y sin periódicos, para releer La sociedad abierta y sus enemigos de principio a fin, con sus casi doscientas páginas de notas microscópicas. La isla neozelandesa donde K.R. Popper la escribió durante la II Guerra Mundial no está muy lejos de aquí y, acaso, en aquel entonces, por los arrabales de Christchurch se paseaban también los impúdicos macacos.
Popper dijo que escribir este libro fue su contribución personal a la lucha contra el nazismo que lo había descuajado de su Viena natal y que mandaría a 16 parientes suyos a los campos de exterminio por ser judíos. Había que creer muy firmemente en la fuerza de las ideas para decir una cosa semejante, pero no se equivocó, pues Hitler y los otros enemigos presentes y futuros a los que ataca en su libro sin necesidad de nombrarlos —Stalin, Mao y buen número de tiranuelos de todo el espectro ideológico— están muertos y su ensayo está ahora más vivo que cuando apareció, en 1945.
Es un libro conmovedor y deslumbrante, el más importante que apareció en el siglo XX en defensa de la cultura de la libertad y la recusación más persuasiva de su enemigo principal: la tradición totalitaria. Le tomó cinco años escribirlo y nunca lo hubiera terminado sin la ayuda de Hennie, su mujer, que lo ayudaba en la investigación, dactilografiaba el manuscrito y lo sometía a críticas incisivas. Popper tenía que robarle tiempo al tiempo. El modesto puesto de lector en la universidad local que le habían conseguido Gombrich y Hayek, apenas les daba para comer, y su jefe de departamento, que le tenía inquina, lo agobiaba con las clases y quehaceres administrativos. Pese a ello, se las arreglaría para aprender el griego clásico y mantener una copiosa correspondencia bibliográfica con Europa, pues la biblioteca de Christchurch era muy exigua y apenas le servía.
La gran novedad del libro fue que Popper hiciera arrancar la tradición totalitaria de Platón, secundado por Aristóteles, los intelectuales más brillantes de una cultura que, gracias a Pericles, Sócrates y tantos otros, había echado las bases de una sociedad abierta, es decir, libre y democrática. Yo había olvidado —leí por primera vez este libro hace más de veinte años— la ferocidad con que Popper combate el colectivismo, el racismo, el autoritarismo y el irracionalismo de Platón y el desprecio con que trata a Hegel, a quien llama “verboso”, “oscurantista”, “oportunista” y “farsante” (como había hecho, antes que él, Schopenhauer); y el respeto, lindante con la admiración, que le merece su adversario Carlos Marx. Pese a que desmenuza con tanta eficacia sus teorías de una historia fatídica en la que la lucha de clases y las relaciones de producción determinan la evolución de las sociedades, le reconoce integridad intelectual y decencia moral por su rechazo de la explotación y la injusticia y llega a decir de él que tal vez fuera, sin saberlo, un genuino partidario de la sociedad abierta.
No menos duro se muestra con su compatriota Ludwig Wittgenstein y el historiador A. J. Toynbee, cuyo voluminoso A Study of History le parece también un modelo de "historicismo", una construcción artificiosa y determinista de una historia programada en la que los seres humanos no serían protagonistas sino títeres.
Junto a una defensa apasionada de la libertad en cada una de sus páginas, hay en La sociedad abierta y sus enemigos una protesta constante contra el sufrimiento humano que resulta de la injusticia económica y social, que alcanza tonos desgarradores cuando recuerda los horrores de la explotación obrera y del trabajo infantil en el siglo XIX —niños de ocho o diez años que trabajaban quince horas diarias en las fábricas de la revolución industrial—, es decir, durante aquel “capitalismo sin frenos” en que se basó Marx para escribir El capital.
Popper reconoce que el capitalismo se humanizó en Occidente en buena medida por la constitución de sindicatos y acciones obreras directa o indirectamente inspiradas en las ideas socialistas. Y, al mismo tiempo, muestra con argumentos irrefutables que la desaparición de la propiedad privada y del mercado libre conducen inevitablemente a un crecimiento monstruoso del Estado y a una proliferación burocrática que arrasan con las libertades públicas, instalan un control inquisitorial de la información y dan al caudillo o líder esos poderes supremos —entre ellos el de mentir y manipular fraudulentamente a las masas— que Platón reclamaba para los “guardianes” de su República perfecta.
El liberalismo de Popper está impregnado de humanidad y de espíritu justiciero, muy lejos de aquellos logaritmos vivientes que ven en el mercado la panacea para todos los males de la sociedad. El crecimiento económico está lejos de ser un fin, sólo aparece como un medio para acabar con la pobreza y garantizar unos niveles de vida decente a todos los ciudadanos. Muy explícitamente defiende aquella igualdad de oportunidades (equality of opportunity) que espanta a ciertos cavernarios de la derecha liberal. Y por eso cree que, junto a una enseñanza privada, debe haber una enseñanza pública y gratuita de alto nivel que compita con aquella, y un Estado que atenúe y corrija las desigualdades de patrimonio mediante seguros de desempleo, de accidentes de trabajo, asegure la jubilación y estimule la difusión de la propiedad. “La igualdad frente a la ley”, afirma, “no es un hecho sino una exigencia política basada en una decisión moral, y es independiente de la teoría, probablemente falsa, de que todos los hombres nacen iguales”.
La abundancia de notas, que por momentos llega a ser vertiginosa, es también fascinante: Popper responde a sus adversarios, polemiza con ellos y a veces consigo mismo, corrigiéndose a menudo, es decir, sometiendo sin tregua los capítulos y acápites de su libro a la famosa prueba “del ensayo y del error” que, desde su primer libro, La lógica de la investigación científica (1934) estableció era la condición indispensable a que debía ser sometida toda teoría o hipótesis que pretendiera enriquecer el conocimiento de la naturaleza o de la sociedad.
No hay la menor duda que las suyas han prestado una enorme ayuda a la cultura democrática y contribuido a que, gracias a él, fuese verdad aquello que sostenía con tanta convicción, sobre todo en sus últimos años, enfrentándose a los intelectuales apocalípticos felices de predecir catástrofes: que, con todo lo que anda mal en ella (y que es mucho) nunca la vida, en la larga historia de la humanidad, ha sido mejor ni hemos tenido tantas oportunidades para combatir a los viejos demonios del hambre, la injusticia y la enfermedad, como en el presente.
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