El precio de la paz
El País, Madrid
Los buenos artículos me gustan casi tanto como los buenos libros. Ya sé que no son muy frecuentes, pero ¿no ocurre lo mismo con los libros? Hay que leer muchos hasta encontrar, de pronto, aquella obra maestra que se nos quedará grabada en la memoria, donde irá creciendo con el tiempo. El artículo que Héctor Abad Faciolince publicó en EL PAÍS el 3 de septiembre (Ya no me siento víctima), explicando las razones por las que votará sí en el plebiscito en el que los colombianos decidirán si aceptan o rechazan el acuerdo de paz del Gobierno de Santos con las FARC, es una de esas rarezas que ayudan a ver claro donde todo parecía borroso. La impresión que me ha causado me acompañará mucho tiempo.
Abad Faciolince cuenta una trágica historia familiar. Su padre fue asesinado por los paramilitares (él ha volcado aquel drama en un libro memorable: El olvido que seremos) y el marido de su hermana fue secuestrado dos veces por las FARC, para sacarle dinero. La segunda vez, incluso, los comprensivos secuestradores le permitieron pagar su rescate en cómodas cuotas mensuales a lo largo de tres años. Comprensiblemente, este señor votará no en el plebiscito; “yo no estoy en contra de la paz”, le ha explicado a Héctor, “pero quiero que esos tipos paguen siquiera dos años de cárcel”. Le subleva que el coste de la paz sea la impunidad para quienes cometieron crímenes horrendos de los que fueron víctimas cientos de miles de familias colombianas.
Pero Héctor, en cambio, votará sí. Piensa que, por alto que parezca, hay que pagar ese precio para que, después de más de medio siglo, los colombianos puedan por fin vivir como gentes civilizadas, sin seguirse entrematando. De lo contrario, la guerra continuará de manera indefinida, ensangrentando el país, corrompiendo a sus autoridades, sembrando la inseguridad y la desesperanza en todos los hogares. Porque, luego de más de medio siglo de intentarlo, para él ha quedado demostrado que es un sueño creer que el Estado puede derrotar de manera total a los insurgentes y llevarlos a los tribunales y a la cárcel. El Gobierno de Álvaro Uribe hizo lo imposible por conseguirlo y, aunque logró reducir los efectivos de las FARC a la mitad (de 20.000 a 10.000 hombres en armas), la guerrilla sigue allí, viva y coleando, asesinando, secuestrando, alimentándose del, y alimentando el narcotráfico, y, sobre todo, frustrando el futuro del país. Hay que acabar con esto de una vez.
¿Funcionará el acuerdo de paz? La única manera de saberlo es poniéndolo en marcha, haciendo todo lo posible para que lo acordado en La Habana, por difícil que sea para las víctimas y sus familias, abra una era de paz y convivencia entre los colombianos. Así se hizo en Irlanda del Norte, por ejemplo, y los antiguos feroces enemigos de ayer, ahora, en vez de balas y bombas, intercambian razones y descubren que, gracias a esa convivencia que parecía imposible, la vida es más vivible y que, gracias a los acuerdos de paz entre católicos y protestantes, se ha abierto una era de progreso material para el país, algo que, por desgracia, el estúpido Brexit amenaza con mandar al diablo. También se hizo del mismo modo en El Salvador y en Guatemala, y desde entonces salvadoreños y guatemaltecos viven en paz.
El aire del tiempo ya no está para las aventuras guerrilleras que, en los años sesenta, solo sirvieron para llenar América Latina de dictaduras militares sanguinarias y corrompidas hasta los tuétanos. Empeñarse en imitar el modelo cubano, la romántica revolución de los barbudos, sirvió para que millares de jóvenes latinoamericanos se sacrificaran inútilmente y para que la violencia —y la pobreza, por supuesto— se extendiera y causara más estragos que la que los países latinoamericanos arrastraban desde hacía siglos. La lección nos ha ido educando poco a poco y a eso se debe que haya hoy, de un confín a otro de América Latina, unos consensos amplios en favor de la democracia, de la coexistencia pacífica y de la legalidad, es decir, un rechazo casi unánime contra las dictaduras, las rebeliones armadas y las utopías revolucionarias que hunden a los países en la corrupción, la opresión y la ruina (léase Venezuela).
La excepción es Colombia, donde las FARC han demostrado —yo creo que, sobre todo, debido al narcotráfico, fuente inagotable de recursos para proveerlas de armas— una notable capacidad de supervivencia. Se trata de un anacronismo flagrante, pues el modelo revolucionario, el paraíso marxista-leninista, es una entelequia en la que ya creen solo grupúsculos de obtusos ideológicos, ciegos y sordos ante los fracasos del colectivismo despótico, como atestiguan sus dos últimos tenaces supérstites, Cuba y Corea del Norte. Lo sorprendente es que, pese a la violencia política, Colombia sea uno de los países que tiene una de las economías más prósperas en América Latina y donde la guerra civil no ha desmantelado el Estado de derecho y la legalidad, pues las instituciones civiles, mal que mal, siguen funcionando. Y es seguro que un incentivo importante para que operen los acuerdos de paz es el desarrollo económico que, sin duda, traerán consigo, seguramente a corto plazo.
Héctor Abad dice que esa perspectiva estimulante justifica que se deje de mirar atrás y se renuncie a una justicia retrospectiva, pues, en caso contrario, la inseguridad y la sangría continuarán sin término. Basta que se sepa la verdad, que los criminales reconozcan sus crímenes, de modo que el horror del pasado no vuelva a repetirse y quede allí, como una pesadilla que el tiempo irá disolviendo hasta desaparecerla. No hay duda que hay un riesgo, pero, ¿cuál es la alternativa? Y, a su excuñado, le hace la siguiente pregunta: “¿No es mejor un país donde tus mismos secuestradores estén libres haciendo política, en vez de un país en que esos mismos tipos estén cerca de tu finca, amenazando a tus hijos, mis sobrinos, y a los hijos de tus hijos, a tus nietos?”.
La respuesta es sí. Yo no lo tenía tan claro antes de leer el artículo de Héctor Abad Faciolince y muchas veces me dije en estas últimas semanas: qué suerte no tener que votar en este plebiscito, pues, la verdad, me sentía tironeado entre el sí y el no. Pero las razones de este magnífico escritor que es, también, un ciudadano sensato y cabal, me han convencido. Si fuera colombiano y pudiera votar, yo también votaría por el sí.
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