¿Para qué los filósofos?
En un bouquiniste de los alrededores de Nôtre Dame encontré, medio desecha por el tiempo y el manoseo de los paseantes, la primera edición de Pourquoi des philosophes? (1957), de Jean-François Revel. La compré y la volví a leer, medio siglo después de la primera lectura. Este panfleto volteriano con que Revel inició su carrera literaria conserva intacta su explosiva ferocidad y tal vez ella ha aumentado porque algunas de las figuras con las que se encarniza, como Heidegger, Jacques Lacan o Claude Lévi-Strauss, se han convertido desde entonces en referencias intelectuales intocables.
Como diría él mismo después, este libro fue su despedida tormentosa de la filosofía. Y, por cierto, de la universidad francesa y de sus profesores de humanidades, otro de sus blancos, a los que acusaba de estar muy por detrás de las universidades norteamericanas y alemanas, medio aletargados por el amiguismo mafioso y una retórica cada vez más incomprensible e insulsa. Este libro tuvo consecuencias muy provechosas para los lectores de Revel: lo sacó de un mundo académico donde acaso hubiera vegetado muy lejos de la actualidad y lo convirtió en el formidable periodista y pensador político que sería. Sus artículos y ensayos, con los de Raymond Aron, fueron un modelo de lucidez en esa segunda mitad del siglo XX, marcada en Francia por el predominio casi absoluto del marxismo y sus variantes, a los que ambos se enfrentaron con valentía y talento en nombre de la cultura democrática. Nadie los ha reemplazado y sin ellos los diarios y revistas francesas parecen haberse apocado y entristecido.
La palabra panfleto tiene ahora cierto relente ignominioso, de texto vulgar, desmañado e insultante, pero en el siglo XVIII era un género creativo y respetable, de alto nivel, del que se valían los intelectuales más ilustres para ventilar sus diferencias. En esa tradición se inscriben muchos de los libros de Revel, como ¿Para qué los filósofos?, un ajuste de cuentas con los pensadores de su tiempo y con la propia filosofía a la que, según este ensayo, los descubrimientos científicos, de un lado, y, de otro, la falta de vuelo, de originalidad y el oscurantismo de los filósofos modernos va encogiendo como una piel de zapa y —lo peor— volviendo cada vez menos legible. Revel sabía de lo que hablaba, tenía un conocimiento profundo de los clásicos griegos y todo su libro está plagado de contrastes entre lo que significaba “filosofar” en la Grecia de Platón y Aristóteles, o en la Europa de Leibniz, Descartes, Pascal, Kant y Hegel y el modesto y superespecializado quehacer (confinado a menudo en la lingüística) que usurpa su nombre en nuestros días.
Pero no sólo hay críticas severas en el libro contra los filósofos contemporáneos; también algunos elogios. De Sartre, por ejemplo, por El ser y la nada, que le parece a Revel una reflexión profunda, de gran audacia especulativa, y de Freud, de quien hace una reivindicación beligerante, sobre todo contra ciertos psicoanalistas, como Jacques Lacan, quien, a su juicio, no sólo frivoliza y enreda grotescamente las ideas de Freud, sino lo utiliza para levantarse un vanidoso monumento a sí mismo. Para quienes hemos perdido muchas horas tratando de entender a Lacan (sin conseguirlo), la dura crítica que le merece a Revel resulta alentadora.
No así, sin embargo, las severas reprimendas a Claude Lévi-Strauss, cuyo libro sobre Las estructuras elementales del parentesco Revel cuestiona de raíz, acusando a su autor de ser un buen psicólogo pero no aportar nada desde el punto de vista sociológico al conocimiento del hombre primitivo. Esta aseveración la extiende al conjunto de los estudios sobre las sociedades marginales de Lévi-Strauss, con el argumento de que al reducir todo el análisis a describir la mentalidad primitiva, concentrándose en su intimidad psicológica, se desentendió de investigar lo más importante desde el punto de vista social: por qué las instituciones de la sociedad tradicional tuvieron determinado carácter, por qué se diferenciaban tanto unas de otras, qué necesidades satisfacían los rituales, creencias e instituciones de cada comunidad. La obra de Lévi-Strauss estaba todavía en proceso cuando Revel escribió este ensayo y tal vez otra hubiera sido su evaluación del gran antropólogo si hubiera tenido una perspectiva más amplia de su obra.
En el año 1971, con motivo de una reedición de ¿Para qué los filósofos?, Revel escribió un extenso prólogo pasando revista a lo que había ocurrido en el ámbito intelectual de Francia en los últimos 11 años. No rectificaba nada de lo que había escrito en 1957 y, por el contrario, encontraba en el “estructuralismo”, entonces de moda, las mismas insuficiencias e imposturas que había denunciado en los años del “existencialismo”. Sus críticas más acerbas las dirige a Althusser y a Foucault, sobre todo a este último, muy de actualidad desde la publicación de Las palabras y las cosas, quien había declarado que “Sartre era un hombre del siglo XIX” y cuyas aparatosas afirmaciones según las cuales “las humanidades no existen” y “del hombre, una invención reciente, se puede prever el fin próximo” hacían las delicias de los bistrots de Saint-Germain. (Todavía apedreaba policías y negaba la existencia del sida). Revel advierte que las modas van arrastrando a la filosofía a unos niveles de artificialidad y esoterismo que parece una forma de suicidio, empezando por el fuego graneado que los nuevos filósofos disparan contra el humanismo. Pero lo que excita más su humor sarcástico es la extraña alianza que se daba entre el esnobismo político —léase marxismo o, todavía más grave, maoísmo— y las especulaciones más alambicadas de las “teorías” que producían sin freno los literatos y críticos de una corriente estructuralista que abarcaba tantas disciplinas y géneros que ya nadie sabía sobre qué escribía. En esto se lleva todos los premios la revista Tel Quel, cuyo genio tutelar, el sutil Roland Barthes, acababa de explicar, inaugurando sus charlas en el Collège de France, que “la lengua es fascista”. El análisis de un número especial de Tel Quel que hace Revel, ridiculizando la pretensión de los discípulos de Barthes y Derrida de que sus teorías literarias y experimentos lingüísticos servirán al proletariado para derrotar a la burguesía en la batalla a muerte en que están trabados, no tiene desperdicio. Basta citar una frase: “La función ideológica de Tel Quel es muy clara: consiste en fabricar una cultura burguesa presentándola como antiburguesa. Ya que ella es antiburguesa y proletaria en la exacta medida en que la finca de María Antonieta, en el Petit Trianon, era antimonárquica y campesina”.
Por encima y por debajo de la virulencia intelectual que anima este ensayo de Revel, algo sigue ahora tan válido como entonces: la nostalgia de una vida intelectual creativa y responsable, que ayude a ver claro aquello que parece confuso, y en la que las ideas rivalicen y jueguen un papel central en la búsqueda de soluciones para los escalofriantes problemas que enfrenta el mundo de hoy.
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