Hemingway y las guerras
El País, Madrid
Sabía que Hemingway escribía de pie, en un atril, como Víctor Hugo, pero no que lo hacía con lápiz y en unos cuadernos rayados de escolar, con una caligrafía tan tortuosa que hasta en la pantalla que aumenta varias veces su tamaño resulta muy difícil descifrar sus manuscritos.
La exposición que dedica la Morgan Library de Nueva York a Hemingway y las dos guerras mundiales permite seguir buena parte de su vida y su trabajo con detalle y descubrir, por ejemplo, que este hombre de acción era también muy puntilloso a la hora de escribir, casi un flaubertiano, pues rehízo nada menos que 17 veces el comienzo de su mejor novela, The Sun Also Rises (también llamada Fiesta, como en español). La colección de fotografías que documenta su vida es tan completa que, se diría, uno lo ve transformarse, desde el casi adolescente que era cuando participó como voluntario, conduciendo una ambulancia, en el frente italiano de la I Guerra Mundial, donde un explosivo estuvo a punto de matarlo —le extrajeron más de un centenar de esquirlas de las piernas y la espalda—, hasta la ruina humana que era, ya sin ilusiones ni memoria, cuando se voló la cabeza de un tiro de fusil en Idaho, a sus 62 años de edad.
Su vida fue intensa, violenta, rondando siempre la muerte, no solo en las guerras en las que estuvo como corresponsal o combatiente, sino también en los deportes que practicaba —el boxeo, la caza, la pesca en alta mar—, los viajes arriesgados, los desarreglos conyugales, los placeres ventrales y los ríos de alcohol. Vivió todo eso y alimentó sus cuentos, novelas y reportajes con esas experiencias, de una manera tan directa que, por lo menos en su caso, no hay duda alguna de que su obra literaria es, entre otras cosas, ni más ni menos que una autobiografía apenas disimulada.
En la exposición aparecen las famosas instrucciones que daba a sus redactores el director del diario de provincias, el Kansas City Star, donde Hemingway, en plena adolescencia, inició su carrera periodística y que, según los críticos, fueron decisivas para la forja de su estilo y su metodología narrativa: eliminar todo lo superfluo, ser preciso, transparente, claro, neutral, y preferir siempre la expresión sencilla y directa a la barroca y engolada. Todo esto es probablemente verdad pero no suficiente, pues acaso el detalle central y maestro de su técnica, la elusión, el dato escondido, que, desde la ausencia y la tiniebla impregna poderosamente el relato y lo baña de sugestión y de misterio, lo inventó él mismo, el día que decidió suprimir en el cuento que escribía el hecho principal: que, al final de la historia, el personaje se mataba. Ninguno de los escritores de su generación —una generación de gigantes, como Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald— manejó como él esta omisión locuaz, el dato escondido, obligando al lector a participar activamente con su imaginación a completar el relato, a redondearlo.
Leí mucho a Hemingway en mi juventud y fue uno de los primeros autores que pude leer en inglés, cuando todavía aprendía esa lengua, pero luego me fue desinteresando poco a poco y llegué a creer que no era tan bueno como me había parecido de joven. Hasta que volví a releer, para escribir sobre él, El viejo y el mar, y quedé convencido de que era una obra maestra absoluta, una de las parábolas literarias que reflejaba lo mejor de la condición humana, como Moby Dick o Cumbres borrascosas. Es emocionante ver, en la Morgan Library, las fotos del pescador cubano que fue el modelo del héroe de aquel relato y lo que dice de él Hemingway a sus amigos en las cartas que escribía a la vez que recreaba —corrigiendo sin tregua— la odisea del viejo pescador luchando a palazos contra los tiburones que le arrebatan el enorme pez espada que ha conseguido pescar.
Era un consumado escritor de cartas, y algunas de las que se exhiben en la exposición, transcritas a máquina para volverlas legibles, como la declaración de amor a Mary, la última de sus esposas, son conmovedoras. Y es apasionante su intercambio epistolar con Scott Fitzgerald, que leyó el manuscrito de The Sun Also Rises y propuso cortes implacables del texto, a los que Hemingway se resistía con alegatos feroces.
El título de la exposición está muy bien escogido, no sólo porque Hemingway, en efecto, vivió de cerca —de dentro— las dos grandes carnicerías del siglo XX, además de otras guerras más localizadas, como la Guerra Civil española, sino, también, porque toda la vida del autor de A Farewell to Arms [Adiós a las armas] y For Whom the Bell Tolls [Por quién doblan las campanas] fue una continua contienda contra enemigos personales, como la decadencia intelectual, la neurosis, la impotencia y el alcohol, que terminarían derrotándolo.
Aquí se puede leer, en The New Yorker, el terrible artículo de Edmund Wilson, comentando Green Hills of Africa [Verdes colinas de África], que más que una reseña parecía un epitafio (“Lo único claro en este libro es que el África está llena de animales y que el autor quisiera matarlos a todos con su fusil”) que Hemingway nunca le perdonaría, sobre todo porque sabía que esa rápida declinación de su poder creativo que el gran crítico norteamericano señalaba, era verdad.
La exposición se las arregla para incitar al espectador a releer a Hemingway (yo acabo de leer de nuevo con inmenso placer esa pequeña joya que es The End of Something [El fin de algo]) y también a rectificar el mito que hacía de él poco menos que la encarnación del aventurero feliz, probándose a sí mismo, mientras se lanzaba en paracaídas, cambiaba golpes en un ring con un peso pesado profesional, cazaba leones o toreaba novillos, se casaba y descasaba (“Yo no enamoro, yo me caso”, explicó en una entrevista), y, en los ratos libres que le dejaba esa vida agitada, transpiraba cuentos y novelas.
En verdad, fue siempre un hombre torturado, con manías curiosas, como guardar todas las entradas de las corridas a las que asistió y todos los pasajes —de avión, tren y autobús— de los viajes que hizo por el ancho mundo, con períodos de paralizante depresión a los que trataba de conjurar con borracheras. Éstas sólo servían para hundirlo más en esa melancolía en la que lo rondaba el estigma ancestral del suicidio. Fue uno de los grandes escritores de su tiempo, sin duda, pero también uno de los más desiguales, pues junto a magníficas novelas como Adiós a las armas y Fiesta o muchos de sus cuentos, escribió también inexplicables adefesios como Al otro lado del río y entre los árboles o una obra de teatro semiestalinista situada en España: La quinta columna.
Uno sale de la Morgan Library algo apenado: hubiera preferido que el Hemingway de la mitología, el aventurero paradigmático que contaba las cosas que vivía, fuera el real, y no este contradictorio personaje, que, luego de un esplendor brillante y pasajero, se convirtió en una caricatura de sí mismo y se mató porque ya no tenía fuerzas para seguirse inventando ni inventar historias.
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