La paz posible
El País, Madrid
Algo mareados por los fastos de la espectacular movilización con que se celebró la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno colombiano y las FARC, los partidarios del Sí nos llevamos una mayúscula sorpresa cuando, desmintiendo todos los sondeos, el Nose impuso en el plebiscito. Lo más desconcertante de aquella consulta no han sido los pocos miles de votos que derrotaron a quienes estaban a favor, sino el casi 63% de electores que se abstuvieron de ir a votar.
Conviene hacer un esfuerzo y juzgar aquel resultado con la cabeza fría. Es evidente que no hay ni puede haber tres cuartas partes de Colombia a favor de esa guerra que, desde hace más de medio siglo, causa estragos en el país, con los millares de muertos y heridos, los secuestrados y chantajeados, el terrorismo, el obstáculo que significa para la vida económica las vastas regiones paralizadas por las acciones armadas, la inseguridad reinante y la letal alianza de la guerrilla y el narcotráfico fuente de copiosa corrupción institucional y social. El voto negativo y la abstención no implican un rechazo a la paz; manifiestan un escepticismo profundo frente a la naturaleza del acuerdo firmado en el que, con razón o sin ella, una gran mayoría de colombianos ve a las FARC como la gran triunfadora de la negociación y beneficiaria de concesiones que le parecen desmedidas e injustas.
No tiene sentido discutir si esta opinión sobre el tratado de paz es justa o injusta, porque los defensores de una u otra alternativa jamás se pondrán de acuerdo al respecto. En una democracia una mayoría puede acertar o equivocarse y el veredicto de una consulta electoral, si es legítimo, hay que aceptarlo, nos guste o nos disguste; en ello reside la esencia misma de la cultura democrática.
¿Significa esto que la guerra debe inevitablemente regresar a Colombia? En absoluto. Las reacciones tanto del Gobierno como de las propias FARC indican que ni uno ni otro lo creen así. Por su parte, los propios líderes de los partidos que promovieron el No —los ex Presidentes Uribe y Pastrana— insisten en que su oposición al Acuerdo no lo era a la paz, sino a una paz injusta, por lo que estimaban concesiones excesivas a la guerrilla sobre todo en lo concerniente a la impunidad para los autores de delitos de sangre y los “crímenes contra la humanidad” así como los privilegios que obtenían las FARC en su mutación de movimiento subversivo a fuerza política legal. Esto significa que queda siempre una oportunidad para la paz; basta que prevalezca en ambas partes cierto espíritu pragmático y una pizca de buena voluntad.
A mí, en medio de la desazón que me produjo el resultado del plebiscito, me levantó algo el ánimo —más todavía que las palabras alentadoras con las que Timochenko comentó el resultado de la votación— ver a los jefes guerrilleros, en La Habana, con sus impecables guayaberas, sus puros entre los dedos y, acaso, los vasos de ron al alcance de la mano, siguiendo expectantes el recuento del escrutinio. No era ese el espectáculo de combatientes nostálgicos de la dura y sacrificada vida del monte y la intemperie, sino la de un grupo de hombres envejecidos y cansados, acaso conscientes en el fondo de sus corazones (aunque nunca lo reconocerían) que aquello que representan está ya fuera del tiempo y de la historia, condenado irremisiblemente a desaparecer. Si no fuera así, no hubiera habido Acuerdo de Paz. Y puede volver a haberlo, a condición de que las partes saquen las conclusiones adecuadas de la consulta democrática que acaba de ocurrir.
La primera de ellas es que la popularidad de las FARC, que en algunos momentos del medio siglo transcurrido llegó a ser alta, ha caído en picada y que una clara mayoría del pueblo colombiano no cree ya en lo que hacen ni en lo que dicen. Y que su aspiración máxima es que no sólo se vayan de las montañas y la selva sino también de la vida política. Eso significa que a los antiguos guerrilleros les costará muchos esfuerzos y una entrega real al quehacer político pacífico para recuperar un papel importante en la Colombia del futuro.
Los partidarios del No, ganadores del plebiscito, no deben dejar que los obnubile la victoria y demostrar con hechos que, efectivamente, quieren la paz. Una paz mejor que la que proponía el Acuerdo, pero la paz, no de nuevo la guerra. Eso implica negociar, hacer y conseguir concesiones del adversario, algo perfectamente realista, a condición de que no confundan el triunfo del No con unas FARC derrotadas a las que se puede humillar e imponer toda clase de exigencias.
Será difícil llegar a ese nuevo acuerdo, pero no es imposible. No todavía. Lo han conseguido en Centroamérica y en Irlanda del Norte, donde quienes se entremataban con ferocidad sin igual hace pocos años, hoy coexisten y, mal que mal, se aclimatan a la democracia. Lo importante es ser conscientes de que la vieja idea-fuerza, que en los años sesenta y setenta movilizó a tantos jóvenes, que la justicia social está en los fusiles y las pistolas, es ahora letra definitivamente muerta. Quienes murieron fascinados por esa ilusión mesiánica no contribuyeron un ápice a disminuir la pobreza y las desigualdades y sólo sirvieron de pretexto para que se entronizaran atroces dictaduras militares, murieran millares de inocentes, y se retrasara todavía más la lucha contra el subdesarrollo. En América Latina ha ido renaciendo, en medio de ese aquelarre de revoluciones y contrarrevoluciones, la idea de que, a fin de cuentas, la democracia es el único sistema que trae progreso de verdad, ataja la violencia y crea unas condiciones de coexistencia pacífica que permiten ir dando solución a los problemas. Es menos vistoso y espectacular de lo que quisieran los impacientes justicieros, pero, juzgando con los pies bien asentados sobre la tierra, ¿cuáles son los modelos revolucionarios exitosos? ¿La trágica y letárgica Cuba, de la que millones de cubanos siguen tratando de escapar, cueste lo que les cueste? ¿La destrozada Venezuela, que se muere literalmente de hambre, sin medicinas, sin trabajo, sin luz, sin esperanzas, secuestrada por una pequeña pandilla de demagogos y narcotraficantes?
Los partidarios del No que agitaban el espectro de una Colombia que podría volverse “castrochavista” si ganaba el Sí, sabían muy bien que no era cierto. Si en algún momento “el socialismo del siglo XXI” ejerció alguna influencia en América Latina, aquello ya quedó muy atrás y, dado el estado calamitoso adonde ha llevado a Venezuela, el chavismo se ha convertido más bien en el ejemplo luminoso de lo que no hay que hacer si se quiere vivir con paz y libertad y progresar.
Colombia ha seguido siendo una democracia en el medio siglo y pico que ha durado la guerrilla y eso es ya un extraordinario mérito. Un esfuerzo más, de todos, para que la paz sea posible.
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