El otro muro de Trump
La arremetida de Donald Trump en la etapa postrera de esta campaña electoral ha puesto los pelos de punta a Hillary Clinton, ha dejado salivando de excitación a los republicanos populistas, ha desquiciado (un poco) los mercados de capitales y ha hecho planear sobre el mundo la sombra del Brexit, símbolo hoy de los caprichos insondables de los electores.
Es cierto: Trump ha acortado las distancias que registraban las encuestas en favor de Hillary Clinton. En la última, la de la CBS, está a solo tres puntos de ella y en los “tracking polls”, por ejemplo el de Los Angeles Times o el de Rasmussen, ya está por delante de su rival demócrata. El gurú de la estadística electoral, Nate Silver, autor del blog FiveThirtyEight, seguido como una biblia por políticos, periodistas, diplomáticos y razas peores, ya coloca las probabilidades del magnate inmobiliario en 30%, que parece poco pero no lo es en comparación con lo que era y, sobre todo, sugiere una tendencia muy ascendente.
La verdad publicada dice que la responsabilidad de esto recae sobre los hombros -hoy apesadumbrados- de James Comey, el director del FBI, que anunció hace pocos días, en una carta al Congreso, que reabría la investigación sobre el servidor privado que utilizó Clinton cuando fue secretaria de Estado porque habían encontrado una gran cantidad de nuevos correos electrónicos que ameritaban mayores pesquisas (se trata de correos de Huma Abedin, la más cercana asesora y confidente política de Clinton, cuyo marido, del que está separada, es investigado por enviar mensajes pornográficos a una o más menores de edad: fue en su computadora, según la información que se ha divulgado, donde los investigadores se toparon, para su total sorpresa, con correos relacionados con la campaña de Clinton, muchos de ellos enviados al servidor privado de la ex secretaria de Estado).
Pero hay una verdad más compleja y misteriosa que la verdad publicada. Esta otra verdad dice que ya Trump venía de subida desde antes de este anuncio, como lo indicaba por ejemplo el acortamiento de la distancia en un sondeo del Washington Post que le había dado a Clinton 12 puntos de ventaja hacía pocas semanas y luego, antes de que Comey hiciera su anuncio, había reducido a la mitad la diferencia. Lo que la intervención del director del FBI -muy criticada por los demócratas por su potencial efecto de último minuto en la campaña de Clinton- sí logró fue acelerar la tendencia y, como lo muestra un sondeo en el que Trump aparece como mucho más honesto que su rival, elevar considerablemente la reputación de persona no creíble ni ética de la todavía favorita en estos comicios.
Sea como fuere, lo que importa es que tenemos partido otra vez. El atronador e imprevisible magnate populista y la candidata más impopular del partido en décadas, dos figuras que el país en su mayoría ve con desamor (a una con mucho miedo y a la otra con hartazgo), dirimen unas elecciones que no están decididas.
Clinton sigue siendo la favorita. No tanto porque ya hayan votado muchos millones de estadounidenses, como lo permite la ley en ciertos estados, antes del anuncio de Comey o porque los sondeos principales sigan dando a la ex secretaria de Estado una pequeña ventaja. Todo esto cuenta, desde luego, pero no es insuperable ni mucho menos para Trump. Como el propio Nate Silver lo explicaba hace poco, solo si Clinton le gana a Trump por entre tres y cinco puntos en el voto popular es casi imposible para el republicano ganar las elecciones en el Colegio Electoral (como se sabe, la Presidencia se decide por sistema indirecto: cada estado, según el peso, aporta un número de delegados representativos del ganador y al final hay que sumar 270 para ganarse el derecho a ocupar la Casa Blanca). Como a estas alturas Trump está a sólo tres puntos y con tendencia ascendente en sondeos importantes, o incluso por delante en los “tracking polls”, nada está dicho aún si muchos han votado por Clinton o ella lo supera en la encuesta de la CBS. No, lo que da a Clinton su condición de favorita todavía es una cosa que se llama “el muro azul” y que tiene enorme importancia en los comicios presidenciales de un tiempo a esta parte.
Esta expresión se refiere a que los demócratas han ganado en 18 estados más Washington DC, la capital, en las seis últimas elecciones, por tanto parten con una ventaja “estructural”: todos ellos suman 242 votos en el Colegio Electoral, cifra no muy distante de los 270. Es cierto que la demografía y la sociología política han ido dando a los demócratas, a medida que el país se diversificaba y que los republicanos se enajenaban a las llamadas minorías y a sectores relativamente pudientes o con buen nivel educativo de ambas costas, una implantación electoral muy sólida en estos estados. Los 18 comprenden todos los del nordeste, que van desde Maryland hasta Maine (exceptuando a New Hampshire), los de la costa oeste (California, Oregón, Washington más Hawai) y algunos determinantes del Medio Oeste o los Grandes Lagos como Wisconsin, Michigan, Illinois y, cerca de allí, Pensilvania.
Sin embargo, este determinismo electoral es debatible por dos razones. La principal es que el determinismo en un mundo de seres humanos reales y en un contexto sociológico y económico siempre cambiante es inexistente. En segundo lugar, porque la historia contradice estas afirmaciones predictoras. Hubo un tiempo en que los republicanos tenían un “muro rojo” pero Bill Clinton hizo volar por los aires esos ladrillos cuando arrebató a los conservadores nueve estados que eran “seguros”. Richard Nixon volcó hacia los republicanos al sur estadounidense, que tradicionalmente había sido demócrata, a partir de finales de los años 60, aprovechando el resentimiento de muchos sureños contra el legado de Lyndon Johnson, que había firmado las leyes de derechos civiles.
Por si esto no fuera suficiente, hay tres estados del “muro azul” que, si bien han ido a parar al bolsillo demócrata en los últimos seis comicios presidenciales, son siempre arduamente disputados: Pensilvania, Michigan y Wisconsin. Esa es, precisamente, la razón por la cual Trump ha pasado mucho más tiempo allí en las últimas semanas que en esos otros estados que los “expertos” aseguran que son indispensables para él, como Florida, Ohio y Carolina del Norte (dicho sea de paso: lo son, pero no bastan para que Trump sume los 270 votos en el colegio electoral: le resulta indispensable romper el “muro azul” llevándose algo de lo que es disputable en el campo demócrata, especialmente los lugares mencionados). Trump -o alguien en su entorno con cierta perspicacia política- entiende bien que esos son estados donde hay un sector de votantes blancos afectados por la globalización y votantes blancos sin educación superior que son muy receptivos a su mensaje y podrían ayudarlo a dar la sorpresa en terreno aparentemente enemigo.
Para Karl Rove, el “arquitecto” de las victorias de George W. Bush (como su propio jefe lo definió), en estos comicios el estado más importante es la Florida, seguido de Ohio (ningún republicano ha ganado la Presidencia sin triunfar en Ohio). Si Trump no se lleva la victoria en ambos estados, sus posibilidades de sumar 270 prácticamente se esfuman. Luego vienen -siempre según el “arquitecto”- Carolina del Norte y Virginia, dos estados donde tradicionalmente los republicanos tenían una fuerza aplastante pero que en la última década han ido perdiendo algo de su núcleo conservador, es decir de su cultura sureña, y abriendo posibilidades para los demócratas (para Barack Obama fueron decisivos en 2008).
¿Por qué son importantes? Porque para Hillary Clinton, que debe sumar algunos estados a su “muro azul”, estas circunscripciones están al alcance de la mano y negándoselas a su contrincante, lo dejaría sin vías hacia los codiciados 270 votos electorales. No es casual que Clinton haya escogido a un ex gobernador de Virginia demócrata como compañero de fórmula (ni, por cierto, que Trump ha hecho lo propio con un ex gobernador de Indiana, estado del “muro azul”). En 2008 Obama ganó en Carolina del Norte por un pelo, pero en 2012 perdió allí frente a Mitt Romney. Para Trump, Carolina del Norte y Virginia (donde Obama ganó las dos veces pero en 2012 por bastante menos que en 2008) son sencillamente indispensables.
En otras palabras: solo si gana en Florida, Carolina del Norte y Ohio, y logra romper el “muro azul” de Clinton, puede el republicano dar la sorpresa. Clinton, en cambio, necesita o bien confirmar el “muro azul” y sumar alguno de los estados disputados antes mencionados, o bien ganar en la mayoría de estados del “muro azul” y, para compensar alguno que otro traspié en esa zona, ganarle a Trump, por ejemplo, en Florida o Carolina del Norte.
Por alguna extraña razón, los demócratas han estado concentrando muchos esfuerzos últimamente en estados como Arizona, donde es cierto que la ventaja republicana es menor que en otros tiempos, pero donde probablemente tiene menos sentido poner la puntería que en los lugares mencionados. En cambio sí parece más razonable para Clinton haber pasado tanto tiempo y gastado tanto dinero en Nuevo México porque si se llevara ese estado más, por ejemplo, Colorado y Virginia, podría darse el lujo -siempre y cuando triunfara en el “muro azul”- de perder en Ohio y Florida.
Lo que nos dará una indicación, desde tempranas horas, de si la noche de Clinton resultará muy larga o más bien breve y feliz, serán dos cosas: el nivel de respaldo que tiene Trump entre votantes blancos y la participación de este electorado, por un lado, y, por el otro, la intensidad del voto de las minorías y los “millennials” (jóvenes del milenio) en favor de Clinton.
No hay duda alguna de que Trump va a derrotar a Clinton entre los votantes blancos (incluso entre las mujeres blancas su voto será muy alto porque le lleva una ventaja de casi 30 puntos a la demócrata entre las mujeres blancas sin educación universitaria). Tampoco hay duda alguna de que Clinton arrasará con Trump entre los afroestadounidenses, los hispanos y los “millennials”. Pero en ambos casos el margen de victoria y la participación de esos grupos será determinante.
Trump necesita superar el 59% que obtuvo Romney entre los blancos en 2012 y ampliar la participación de ese electorado, que fue de 72%, para hacer peligrar seriamente la victoria de Clinton. A su vez, ella necesita reproducir la “coalición” de Obama, o acercarse mucho a ella. Con Obama, el voto negro representó el 13% del electorado y el demócrata ganó ese voto con 93%; los hispanos abarcaron el 10% del electorado y el actual Presidente se llevó el 71% de esos sufragios, y los “millennials” representaron 19% del total y 60% se volcaron con él.
El martes saldremos de dudas. Y habrá acabado una de las más alucinantes -como diría un “millennial”- campañas electorales de que tenga memoria el país más poderoso de la tierra.
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